– Bien -dijo abriendo el bloc de notas-. Será usted tan amable de contarme cómo le atacó aquel cabestro que yace en la habitación de al lado.
– Tornell no me atacó.
– ¿Cómo?
– Que él no fue, hay un asesino suelto por el campo. Notó al instante que los policías se miraban entre sí como riéndose y pudo percibir que aquello no gustaba a su general.
– Miren -dijo él intentando demostrar que regía y que no estaba afectado por la conmoción-.Tenía que hablar con Tornell antes de irme. Dejo el ejército y quería comunicárselo. El es el cartero del campo, así que esperé a que volviera del pueblo. Hemos estado haciendo averiguaciones conjuntamente con respecto a la fuga de un penado que acabó en muerte. Nosotros sospechamos que alguien lo mató.
– Lo sabemos, hemos leído el informe del director del campo.
– Vaya, sí que saben ustedes cosas… -La policía no es tonta -dijo Rodero sonriendo-. Siga.
– Llegué a su pabellón, me dijeron que no estaba allí y un preso me contó que el tal Higinio le había mandado llamar. -¿Higinio?
– Sí, un preso de confianza que hacía el recuento. Sospechábamos que había falsificado sus notas el día en que ese preso, Abenza, se fugó. Según decía Tornell, el rigor mortis demostraba que se había fugado por la noche, no después de las seis de la mañana…
– Un momento, ¿ha dicho Tornell? -preguntó Rodero.
– Sí, Tornell, era policía.
– ¿Juan Antonio Tornell?
– Sí, ése.
Rodero se levantó el sombrero y se rascó la frente; era calvo como una bola de billar.
– Lo recuerdo de antes de la guerra. Ejercía en Barcelona. Era bueno.
Alemán miró a su general arqueando las cejas, como mostrando que tenía razón desde el principio.
– Siga contando, ¿qué pasó?
– Llegué al barracón y vi a Tornell tirado sobre un charco de sangre. Junto a él, Higinio yacía degollado. Sentí una presencia detrás de mí. Me golpearon. Debí de perder el conocimiento, pero por muy poco tiempo porque enseguida abrí los ojos e intenté levantarme. El agresor debió de asustarse pues escuché pasos a la carrera. Entendí, medio mareado como estaba, que mi atacante escapaba. Salí al exterior con el arma en la mano, todo me daba vueltas y disparé al aire. Entonces volví a desmayarme.
– Ha tenido usted suerte.
– Supongo que sí. Tornell se llevó la peor parte.
– No se torture, de no haber llegado usted a tiempo quizá ese tipo le hubiera degollado. Hemos estado en El Escorial e hizo un buen trabajo. Zurdo. Un tajo limpio. Ése no es novato.
– Tornell dijo que el tipo que mató a Abenza era zurdo. Lo hizo con una piedra.
Notó que Rodero tomaba nota, muy interesado. El general Enríquez tomó la palabra:
– Entonces… ¿piensan ustedes que hay caso?
– Hombre, pues claro -dijo el compañero de Rodero.
Alemán sonrió.
– ¿Quién está investigando el asunto ahora? -se atrevió a preguntar el herido.
– Lo lleva el director del campo, no es jurisdicción nuestra pero tenemos que hacer atestados de cualquier ingreso por heridas de bala, arma blanca o posible agresión en los hospitales de Madrid. Muchas gracias, remitiremos su declaración a la ICCP.
– Ahí la tienen ustedes -dijo señalando al general Enríquez.
– Mañana tendrá usted el informe, mi general.
– Muchas gracias. Hablaré con su comisario. Han sido ustedes muy amables.
– Podrían quitarle la vigilancia a Tornell, ¿no? -sugirió Alemán.
– Sí, supongo que sí, pero no deja de ser un preso, podría escapar.
Roberto se dio cuenta entonces de que había dicho una tontería. El general salió a despedir a los policías al pasillo. Entonces, Alemán reparó en el daño que el director podía estar haciendo a la investigación del caso.
Cuando Enríquez entró de nuevo le dijo:
– Mi general, quiero ver a Tornell.
– Descansa, hijo.
– Quiero verle.
El bueno de Paco Enríquez cedió y le ayudó a levantarse. Fueron juntos hasta la habitación contigua. Una monja velaba al ex policía, que parecía más flaco que nunca. Llevaba la cabeza vendada y respiraba con dificultad.
– ¿Se pondrá bien? -preguntó Roberto.
– Sólo Dios lo sabe -dijo la monja alarmándole más aún.
Le impresionó verlo así. Un tipo que había sobrevivido al infierno y que ahora se hallaba a un paso de la muerte por su culpa. Tenía que hacer algo.
– Vamos fuera -dijo Enríquez.
– Paseemos por el pasillo. Quiero estirar las piernas -sugirió Roberto.
Comenzaron a caminar el uno al lado del otro. Resultaba ridículo ver a un tipo tan grande como Alemán apoyado en su general, tan enérgico y tan menudo a la vez. Poco a poco, el más joven sintió que se le pasaba el mareo.
– Suegro, quiero volver al Valle -dijo-.Tengo que cazar a ese hijo de puta.
Con el paso de los años, Roberto acabó por darse cuenta de que nunca pidió la mano de Pacita. Había quedado con ella en hacerlo el lunes pero no había podido porque estaba empeñado en conseguir que un psicópata le abriera la cabeza. Aquello fue lo más parecido a una pedida de mano que Francisco Enríquez escuchó nunca de su protegido.
– Déjalo estar, hijo.
– Tornell y yo teníamos razón. Hay un asesino en el campo.
– Puede ser, puede ser…
– Se lo debo.
– ¡Es un preso, Roberto!
– Yo lo metí en esto.
Hubo un tenso silencio. Habían llegado al final del pasillo y dieron la vuelta para continuar caminando en la otra dirección.
– ¿Se va a curar? -preguntó Alemán.
– Sabes que los médicos no tienen ni idea de cómo funciona el cerebro. Hay tipos que se abren la cabeza y ahí están, tan campantes; otros se dan un golpecito con un bordillo y se mueren. No parecen optimistas. Y ya sabes que no suelen pillarse los dedos.
– Quiero volver. Ese mierda del director me las va a pagar.
Enríquez se paró.
– Quince días.
– ¿Cómo?
– Que tienes quince días.
– Un mes.
El general se lo pensó.
– ¿Un mes?
– Sí, lo prometo.
– ¿Y luego te licencias?
– Un mes y seré de Pacita y sólo de Pacita.
– ¿Cuándo quieres empezar?
– Mañana por la mañana.
– Deberías guardar reposo.
– El director lo habrá estropeado todo. Cuanto antes llegue allí, mejor, más pruebas podré recuperar.
Enríquez se paró y miró a Roberto fijamente.
– Sea, pero no le toques las pelotas a nadie importante.
– Hecho.
– Y me mantendrás informado de todo.
– Lo juro.
– Mañana por la mañana mi secretario te entregará un nombramiento plenipotenciario.
Capítulo 22. El camarada Perales
Cuando el director de la prisión vio el documento que nombraba investigador plenipotenciario a Roberto Alemán, tuvo que hacer un gran esfuerzo para poder controlarse. Era un duro golpe para un tipo como aquéclass="underline"
– A sus órdenes -dijo-. Aquí sólo queremos que se sepa la verdad.
– En eso estamos de acuerdo -repuso Roberto que portaba un documento que le situaba, mientras durara la investigación, por encima del tipo que tenía delante.
Como era evidente que no se profesaban ningún afecto, cada uno siguió su camino. El director hacia su despacho y Alemán hacia su pequeña casita en la que aún debía de esperarle su ordenanza. Cuando iba de camino, se cruzó con Venancio que bajaba con su petate liado pues le habían ordenado presentarse de inmediato a las órdenes del general Enríquez. No parecía contento con aquello pero un soldado nunca desobedece una orden y Alemán se licenciaría en breve, así que no iba a ser necesario en Cuelgamuros. Roberto le dio un gran abrazo pese a que aquello no era, ni mucho menos, una despedida. En cuanto se licenciara iba a casarse con Pacita y él y el bueno de Venancio seguirían viéndose a menudo. No podía olvidar que aquel tipo recio de Puente Tocinos no sólo le había salvado la vida durante «su crisis», sino que había cuidado de él como una madre en todos los frentes en que habían luchado. Le dijo que la chimenea estaba encendida y la casa perfectamente lista para que volviera a habitarla. No se había enfriado en aquellos dos días escasos en que el capitán se había ausentado porque él había seguido encargándose de la vivienda. Sin poder quitarse a Tornell de la cabeza, Alemán se encaminó hacia su residencia. Juan Antonio estaba grave. ¿Cómo iba a localizar a su mujer? Lo único que sabía era que vivía en Barcelona. Nada más. Quizá Berruezo o alguno de sus compañeros de barracón podrían indicarle sus señas. ¿Qué ocurriría si la pobre mujer se presentaba allí un domingo de aquéllos y comprobaba que su marido estaba al borde de la muerte en un hospital? Tomó buena nota de ello para ordenar que le avisaran en cuanto apareciera. Fue entonces cuando llegó a la casita y se quedó de piedra. En el breve lapso de tiempo transcurrido entre que Venancio dejara la pequeña vivienda y su llegada había ocurrido algo: había una nota en la puerta, clavada con una chincheta. Rezaba: para el capitán Alemán. Estaba escrita con mala letra, como la de los que han abandonado el analfabetismo de muy mayores y escriben como niños.