Выбрать главу

Cualquier infracción contra el reglamento sería duramente castigada y reportaría la pérdida de privilegios o la vuelta a un campo de concentración, que era algo mucho peor. Si se descubría que los presos estaban organizados podía costarles caro. Roberto miró su reloj. Pretendía acercarse al hospital. Estaba preocupado por Tornell, así que decidió dar por terminada la entrevista.

– Puedes irte -dijo-.Volveremos a vernos.

Llamó rápidamente a su coche. Quería llegar cuanto antes.

Capítulo 23. La lluvia en Albatera

Roberto pasó el resto de la tarde en el hospital. Permanecía en vilo porque Tornell no parecía mejorar. Tampoco empeoraba. Se sentía fatal. ¿Qué pensaría su mujer de él? Porque él, Roberto Alemán, y sólo él, había llevado a Juan Antonio a aquella situación. Él le había hecho implicarse en la investigación y ahora yacía postrado a un paso de la muerte por su culpa. A pesar de lo que sentía por Pacita, de que comenzaba a mirar hacia el futuro, se hubiera cambiado por Tornell. De veras. Se sentía abrumado por la culpa. Todo lo estropeaba, todo. Incluso cuando pretendía ayudar a alguien. Lo suyo era matar gente. Sólo eso. Aproximadamente a las nueve de la noche salió a comer un bocadillo. No tenía hambre, la verdad, pero pensó que debía ayudarse a sí mismo para poder acometer aquella tarea que le ocupaba. Cuando volvió a la habitación de Tornell debían de ser las diez de la noche. Se sentó junto a su cama. Respiraba profundamente. Permaneció con los ojos abiertos, sin poder dormir, mirando al frente durante mucho tiempo. No supo cuánto estuvo así, pero al final le venció el sueño. Durmió de forma muy agitada, incómodo, revolviéndose en la incómoda butaca. Tuvo pesadillas. Puede que soñara algo sobre la guerra o quizá sobre la checa de Fomento. De pronto, a eso de las dos de la madrugada, un ruido le hizo despertar sobresaltado. ¿Era una voz? Sí, era una voz. Dio un salto en la silla.

– ¿Estáis ahí?

Era Tornell. Había hablado.

Se acercó a él y le tomó la mano.

Tenía los ojos abiertos. A pesar del nerviosismo acertó a encender la luz de la pequeña lamparita. Comprobó que le miraba con sorpresa. Era obvio que no sabía dónde se encontraba.

– Murillo ha disparado, ¡ha disparado! -dijo el preso con mirada de loco, muy sobresaltado.

– ¿Qué dices? -logró preguntar Alemán recomponiéndose un tanto.

Entonces, Tornell le miró como ido. El militar llegó a temer que el preso hubiera perdido la razón.

– Tornell. Soy yo, Alemán. Roberto Alemán, el capitán, del Valle de los Caídos, ¿me recuerdas?

El herido le miró de nuevo con los ojos muy abiertos, como un niño. Alemán sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Aquel pobre hombre había perdido la cabeza por su culpa.

– Sí, claro, lo recuerdo. Alemán. ¿Cómo estás, amigo?

– ¿Sabes quién soy? -dijo Roberto. Le pareció entender que le había llamado amigo.

– ¡Claro! Eres Alemán.

– Sí, eso es, el capitán Alemán. ¿Estás bien?

– Te digo que sí, amigo.

¿Le había llamado amigo por segunda vez? Notó que se le ponía la piel de gallina.

– Te habían dado fuerte. Temíamos por tu vida.

– ¿Cómo van nuestras pesquisas?

En ese preciso momento comprendió que Juan Antonio Tornell había vuelto a la vida. ¡Lo recordaba todo! Le tomó las manos. ¿Le había llamado amigo?

– Bien, amigo, bien. ¡Estás bien! ¡Estás bien! -exclamó Roberto emocionado.

Al momento sintió una sensación extraña, atávica, que le retrotraía a su niñez.

Notó una extraña sacudida. Parecía como si sus mejillas estuvieran mojadas. Hipaba. Levantó su mano derecha, y con cuidado, se tocó la cara.

Estaba llorando.

Tornell, algo desorientado, no entendía lo que estaba pasando. Le miraba con perplejidad, como esperando que le diera una explicación.

Roberto, por su parte, había perdido cualquier posibilidad de controlarse y no podía dejar de llorar. Por primera vez en muchos años sintió como que se rompía por dentro. Todo el dolor que había ido acumulando salía de golpe gracias a Tornell. Estaba vivo, parecía regir. Se sentía aliviado, mal y bien a la vez. Como si estuviera realizando una suerte de catarsis, mágica, que le hacía sacar todo lo que había llevado dentro. Intentó calmarse y, medio balbuceando por la emoción, pudo explicar a Tornell que el asesino les había atacado.

– Pero ¿por qué lloras?

– No es nada, no es nada -acertó a decir-. Sólo es que… pensábamos que te habías ido.

– ¿Yo?

– Sí, aquel tipo te dio fuerte.

– Sí, lo recuerdo a medias, como entre sueños… fui a ver a Higinio. No recuerdo del todo bien, me duele la cabeza.

– Descansa, descansa. Tienes que ponerte bien. Poco a poco irás recordando, seguro.

Entonces tocó el timbre y llamó a la enfermera. Esta avisó al médico, que se presentó al momento. Procedieron a examinar a Juan Antonio. Parecía encontrarse bastante bien. «¿Cuándo van a darme algo de comer?», preguntaba sin cesar. El médico dijo que aquello era buena señal. Así que cuando terminaron el reconocimiento, le llevaron una taza de caldo que sentó muy bien al convaleciente.

– Te han recomendado que descanses. Vamos a dormir un rato -dijo Roberto.

Apagó la luz y Tornell se recostó. Alemán se sentó junto a él, en la butaca.

– ¿Sabes? Cuando desperté hace un rato… -dijo de repente el preso- creí que estaba en otro lugar, en Albatera. Era horrible, todo parecía ocurrir de nuevo…

– ¿El qué?

– … sí, cuando estaba allí… presencié algo terrible. Era verano, hacía un calor horrible. De pronto, una tarde, el cielo se cubrió. La sensación de ahogo era insoportable, la humedad, el bochorno… dormíamos arracimados al aire libre.

«Recuerdo aquella noche de forma nítida. Comenzó a llover. Nos mojábamos, estábamos empapados. De repente, un oficial, Murillo, salió de su casamata y… se dirigió hacia una ametralladora. Se sentó delante de ella, con calma, y la dirigió hacia donde nosotros nos encontrábamos. Yo lo veía perfectamente pero… pero nunca pensé que fuera capaz. Parecía que sólo quería jugar con nosotros un rato, asustarnos, lo hacía a menudo. Estaba borracho, como siempre. Entonces quitó el seguro y sin previo aviso hizo fuego. Algunos se habían levantado y rodaron sobre mí. Como fichas de dominó, ¿sabes? Murieron quince. Aún recuerdo los gritos.

Alemán no podía creer lo que escuchaba.

– Pero… ¿por qué lo hizo? -acertó a preguntar.

– ¿Qué más da? Podía hacer con nosotros lo que quisiera, estaba borracho.

– Habría una investigación, claro.

– Sí, la hubo. ¿Y sabes lo que declaró?

– No.

– Que quería probar el arma. Dijo que quería asegurarse de que no estaba encasquillada.

– ¡Jesús! Debes estar tranquilo, Tornell, aquí estás a salvo, de veras.

Quedaron en silencio durante un momento y, la verdad, Roberto no supo qué decir. Resultaba difícil explicar que alguien pudiera comportarse de esa forma, y menos alguien de su bando. Estaba tratando de buscar una explicación a aquello, intentando decir algo que pudiera aclarar aquel tipo de comportamiento mezquino e inhumano, cuando escuchó que Tornell roncaba. Suspiró de alivio. Sintió que, por segunda vez en aquella noche, las lágrimas rodaban por sus mejillas. Juan Antonio no merecía tantos sufrimientos como había pasado. Era un gran hombre, una buena persona. Comprendió que llevaba años intentando sentir algo, llorar, pero para ello miraba hacia dentro. Él estaba muerto por dentro y no sentía. En cuanto había ayudado a alguien había comenzado a sentir, como una persona. Después de mucho tiempo rezó dando gracias al cielo.

Al día siguiente Tornell despertó de un humor excelente. A pesar de lo aparatoso de su vendaje parecía no encontrarse demasiado mal. Incluso se levantó y dio un paseo por el pasillo acompañado por Alemán. Éste le contó lo que había sucedido y el preso se opuso radicalmente a que avisara a Toté. Temía que la pobre se llevara un susto de muerte, así que dijo que prefería aguardar un par de semanas para encontrarse mejor cuando ella lo viera. Enseguida demostró que su mente se hallaba en perfecto estado pues escuchaba atentamente todo lo que Roberto le contaba con relación al caso e incluso iba haciendo preguntas sobre la marcha.