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Cuando Alemán le contó lo de la nota que señalaba hacia Perales sentenció de inmediato:

– Ese tipo es inocente.

– ¿Cómo lo sabes?

– Lo sé, son muchos años de oficio.

– ¿Recuerdas lo que sucedió en el barracón?

– Sí, comienzo a hacerlo. Recuerdo que cuando llegué del pueblo me dijeron que Higinio quería verme en su barracón. Al llegar me lo encontré tumbado en su camastro. Estaba muerto. A pesar de ello me acerqué a él, no sé, por si tenía algo de pulso. Entonces intuí que algo iba mal. El asesino estaba allí. Cuando quise darme cuenta sentí un tremendo golpe en la cabeza y ya no recuerdo más.

Alemán continuó dándole detalles sobre el caso. Le contó sus conversaciones con Perales y Basilio.

– Ese asunto de los dos anarquistas tiene su miga -le dijo al instante el policía.

– ¿Qué quieres decir?

– Pues que está muy claro. Ese tipo, Basilio, fue a los anarquistas con el cuento de que dos de sus hombres iban a ser reclamados por la justicia. ¿Imaginas por qué se enfadó Higinio?

– No tengo ni idea.

– Pues está muy claro. Se nota que no piensas como un preso. ¿Por qué fue Basilio a contarles el asunto a los anarquistas? Pues es muy sencillo: esos dos tipos iban a ser trasladados en cuestión de semanas, quizá días. Basilio se lo dijo para que pudieran escapar.

– ¡Cómo!

– Como lo oyes. Por eso Higinio se enfadó. A buen seguro que esa información podría provocar que los anarquistas organizaran una fuga.

– ¿Y eso a Higinio qué más le daba?

– No lo sé, pero a lo mejor que se produjera una fuga no venía bien a los comunistas por algún motivo.

– Es una explicación un poco enrevesada. Quizá sólo es cuestión de rivalidad entre dos grupos dentro del campo.

En ese momento y como si las circunstancias quisieran dar la razón a Tornell entró la enfermera.

– Una llamada para el capitán Alemán.

Salió de la habitación y se encaminó hacia el puesto de control de las enfermeras.

Tomó el teléfono y escuchó cómo, al otro lado de la línea telefónica, alguien decía:

– Soy don Adolfo, el director.

– Aquí Alemán, usted dirá.

– Anoche se produjo una fuga.

– Déjeme adivinar, ¿fueron dos anarquistas? -repuso al instante.

La voz del director, sorprendida, sonó metálica en el auricular del teléfono.

– ¿Cómo lo sabe?

– Cosas de detectives. Se refiere usted a dos tipos que iban a ser reclamados desde Logroño, ¿verdad?

– Sí… pero… ¿cómo puede usted saber?…

– No se preocupe, cosas mías. Estamos llevando a cabo una investigación, ¿recuerda? Esta misma tarde estaré allí. -Colgó.

Juan Antonio Tornell le había dejado de piedra. Sabía leer en los hechos, en las personas, como si fueran un libro abierto. En cuanto volvió a la habitación y le comunicó la noticia, Tornell esbozó una enorme sonrisa de satisfacción.

– ¿Qué te decía?

– Sí, debo reconocer que en lo tuyo eres único, Humphrey Bogart. Esta tarde voy a subir al Valle de los Caídos, ¿alguna sugerencia? Me gustaría que me orientaras un poco.

– Pues ahora que lo dices, sí que tenía algo que sugerirte…

– Tú dirás.

– Con respecto a la nota, pienso que deberías hacer que todos los habitantes del campo escribieran una anotación similar.

– Sí, lo he pensado. Pero…

– ¿Sí?

– Has dicho todos los habitantes del campo, y no creo que pueda hacer firmar a los guardias civiles, a los guardianes y al personal. Se armaría una buena.

– ¿Sólo los presos entonces?

– De momento habrá que hacerlo así. Bastantes problemas tenemos.

– Eso puede serte útil en el caso de que el asesino fuera un preso. Cosa que juzgo harto improbable.

– Sí, ya lo sé. Pero habrá que empezar por algún sitio, ¿no? Supongo que tendrás más indicaciones que hacer. No soy detective y ando un poco perdido.

– Claro, claro, sí. En primer lugar deberías echar un vistazo a las pertenencias de Higinio…

– Sí, lo haré.

– … luego, deberías plantearte volver a hablar con Basilio y con Perales. Debes investigar el asunto de la fuga de los dos anarquistas. Quizá Higinio quiso abortarla y ésa fue la causa de su muerte.

– En ese caso, Perales sería nuestro máximo sospechoso, ¿no?

– Sí, por supuesto. Pero entonces no quedaría claro el asesinato de Abenza.

– Quizá vio o dijo algo que no debía.

– Sí, puede ser… -apuntó Tornell poniendo cara de pensárselo.

Cuando llegó a Cuelgamuros, Alemán se dispuso a tomar medidas para recuperar el tiempo perdido en la investigación. Supo por el guardia civil que le abrió la barrera de la entrada que, en efecto, tras el recuento de la noche, los dos presos anarquistas que iban a ser trasladados se habían fugado. Al parecer ya estaban cursadas las órdenes de búsqueda y captura y se había mandado aviso a los cuarteles y estaciones ferroviarias cercanas, por lo que pensaban que la captura de los fugados sería inminente. Lo primero que hizo tras llegar a su casa fue acercarse a la oficina para interesarse por los objetos personales de Higinio, tal y como había sugerido Tornell. El director había salido. Allí le dijeron que se guardaban en un almacén situado junto a los barracones, así que se encaminó hacia allí para ver qué sacaba en claro. Cuando el encargado le abrió la pequeña casamata sintió que le invadía la curiosidad al comprobar que Higinio guardaba sus objetos personales en una pequeña caja de madera con un candado. Decidió dirigirse a su pequeña casita para inspeccionar el contenido de la misma pero antes se acercó a ver al director para darle las órdenes pertinentes y que todos los presos escribieran de su puño y letra el mismo texto hallado en la nota que acusaba a Perales. El hombre pareció contrariado porque estaba convencido de que el verdadero culpable era el anarquista. Aunque Alemán había dado órdenes precisas al respecto, decidió que más tarde daría una vuelta por el destacamento de la Guardia Civil, para asegurarse de que Perales se hallaba bien y no había sido maltratado. El director le hizo saber que llevaría tiempo hacer que todos los presos escribieran la nota. Además, muchos de ellos eran analfabetos. Así que, armado de paciencia, Alemán llegó a su casa y colocó la caja sobre la mesa que había en el pequeño salón. Se quedó mirándola durante un rato, quieto, de pie, con las manos en jarras. Al fin se decidió y tomó asiento frente a ella. No le costó mucho romper el candado y no tardó casi nada en abrirla; apenas contenía algunas viejas fotos, unos gemelos oxidados -probablemente heredados- y, sorprendentemente, dos ampollas de cristal. Alemán quedó boquiabierto, mirándolas al trasluz, pensativo, tras reparar en que llevaban impresa una leyenda en pequeñas letras blancas: Ejército de Tierra, morfina.

Capítulo 24. El hombre de Mauthausen

Aquello suponía un gran descubrimiento. La morfina era cara, ¿cómo era posible que un simple preso tuviera dos ampollas de algo así? ¿Era Higinio un adicto? ¿Traficaba con droga? Descartó esta última posibilidad porque los penados apenas si tenían para comer, ¿cómo iba alguno de ellos a tener suficiente dinero para traficar? Inmediatamente pensó en el capitán de la Guardia Civil, el que nunca subía desde el pueblo: era morfinómano. En aquel momento tuvo que reconocer que aquel caso era mucho más complejo de lo que parecía en un principio: era evidente -como decía Tornell- que Carlitos Abenza había sido asesinado. ¿Qué relación tenía aquello con la muerte de Higinio? Era lógico suponer que el asesino debía de ser el mismo. Hubiera sido mucha casualidad que dos asesinos operaran al mismo tiempo en un lugar tan pequeño. El asunto de la fuga arrojaba cierta luz, al menos de cara a las posibles motivaciones que podrían haber llevado a Perales a matar a Higinio. ¿No sería cierto el contenido de la misteriosa nota? Después de su conversación con Basilio, el de la oficina, y tras los últimos acontecimientos, se hacía evidente que debían de haberse producido ciertas tensiones entre comunistas y anarquistas. Al saber que dos de sus miembros iban a ser trasladados y, seguramente condenados a muerte, los anarquistas debieron de ponerse manos a la obra para preparar la fuga. Por algún motivo -que a él se le escapaba- a los comunistas no les convenía que dicha fuga se llevara a cabo, pero… ¿por qué? Decidió que tenía que volver a hablar con Basilio y luego hacer una visita al destacamento. Ya no veía tan clara la inocencia de Perales pero seguía temiendo por él, aunque, si era un asesino ¿qué más le daba a él que lo curtieran?