Apenas unas horas tardó Enríquez en reaccionar ante la fuga de los dos anarquistas: la noticia del cese del director del campo corrió como la pólvora y Alemán tuvo que reconocer que la satisfacción le invadía. No soportaba a aquel tipejo. Se enteró de ello cuando iba camino de las obras de la cripta pues quería hablar con Fermín, el Poli bueno, como le llamaba Tornell.
Disfrutó del momento, de aquella fantástica sensación de triunfo: don Adolfo era un ser mezquino, probablemente el responsable del desvío de alimentos hacia el mercado negro y se alegró de que ya no tuviera influencia sobre aquel campo. De pronto, se encontró con Basilio, que volvía de hacer un recado apretando el paso.
– ¡Basilio!
El preso le miró con cara de desesperación, como el que se ve descubierto y dijo:
– Capitán, quería verle. Estoy metido en un buen lío.
– ¿Lo dices por lo de la fuga?
– Sí, claro. Ahora se sabrá que yo pasé la información a los anarquistas. Todas las sospechas apuntarán a Perales porque averiguarán que Higinio y él andaban a la greña por lo de la fuga… le van a dar más que a una estera… y él confesará quién les dio el soplo.
– Tranquilo, tranquilo. No vayas tan rápido.
– Usted no sabe… con el trabajo que me costó llegar aquí, salvé la vida de milagro… yo, estoy perdido.
Se puso a sollozar. Alemán lo apartó del camino discretamente y tomaron asiento en una de aquellas enormes rocas que tanto abundaban en Cuelgamuros.
– Tranquilízate, hombre. Piensa, piensa. ¿Por qué iba a salpicarte esto?
– ¿No lo entiende? Estoy metido en un buen lío. Ya se lo he explicado. Ahora, con el asunto de la fuga, las cosas se han puesto muy serias. ¡Han cesado al director! Hasta ahora el asunto no les preocupaba demasiado, ¿qué más les daba un preso muerto o incluso dos? Le enviaron a usted a investigar porque alguien agredió a un capitán del ejército. Los dos muertos eran presos, ¿no lo entiende? Un preso no vale nada, menos que un perro. Pero ahora la cosa se complica, ha habido una fuga. Van a curtir a Perales, cantará: sabrán que yo fui con el cuento a los anarquistas, ellos sabían gracias a mí que esos dos presos iban a ser depurados… es cuestión de tiempo. Sabrán que Higinio y Perales discutieron por el asunto de la fuga. Perales es hombre muerto pero yo estoy perdido por filtrar información de la oficina.
– Tranquilo, veamos… ¿con quién has hablado de esto?
– Bufflf.
– Me refiero al personal del campo, guardianes, guardias civiles…
– No, no, de ésos ninguno. Pero a estas alturas todo el mundo lo sabe, me refiero a los presos.
– Entonces, bajo mi punto de vista, debes estar tranquilo. Sólo me lo has dicho a mí, o sea que lo sabemos Tornell y yo. No tienes nada que temer.
– ¡Claro que tengo que temer! ¿No se da cuenta? Es cuestión de horas que Perales cante.
– Perales es inocente.
– ¿Cómo lo sabe?
– Lo sé y punto. Además, Tornell piensa lo mismo.
– Da igual que sea culpable o no, a la primera hostia cantará. Estoy perdido, salvé la vida de milagro y… ahora, me veo de nuevo perdido. ¿Cuántas veces puede tocarle la lotería a un hombre?
– No sé… quizá… ¿una?
– Exacto. Y a mí ya me tocó.
– No te entiendo -dijo Alemán.
– Sí, hombre, ¿acaso no conoce mi historia? Es famosa en todo el campo.
– No, ¿debería conocerla?
– Yo estuve en Mauthausen.
– Vaya.
– Escapé de milagro. Cuando acabó la guerra yo estaba en Cataluña, con mi hermano. Salimos por piernas. Fue horrible. Recuerdo aquella maldita carretera, camino de Francia, atestada de perdedores, de gente que no podía caminar. Un camino repleto de heridos, ancianos, niños y gente que arrastraba sus pocas pertenencias en un último y desesperado intento de llevar consigo algo que les perteneciera a una vida incierta. Los aviones nacionales pasaban y nos hostigaban continuamente, nos ametrallaban dejando tras de sí un reguero de muertos y heridos. Cuando llegamos a Francia la cosa fue aún peor, nos hacinaron en un campo de concentración junto al mar, en la playa y nos trataron como a animales. Aquellos guardias sudaneses, negros como el tizón, nos hicieron la vida imposible. Allí enfermó mi hermano, Sebastián, pero logramos salir gracias a un conocido que nos avaló y nos dio trabajo. Parecía que podíamos empezar una nueva vida pero las cosas volvieron a torcerse: los alemanes invadieron Francia. No tardaron mucho en venir a por nosotros. Las autoridades del nuevo estado español les proporcionaron listas de republicanos exiliados en Francia. Nos enviaron a Mauthausen. Aquél era un lugar horrible, trabajábamos horas y horas en una cantera desde la que teníamos que subir enormes bloques de piedra a través de unas escaleras empinadas, irregulares. Eran muchos los que caían desde allí. No sabe usted cómo son esos alemanes, son bestias despiadadas. Tenían calculado milimétricamente cuánto duraba un preso. La falta de alimento y el trabajo iba deteriorando lentamente los organismos. Vi cómo mi hermano se consumía más rápidamente que yo porque había ingresado enfermo. ¿Sabe? Hay una cosa que no se me va de la memoria: cuando mi hermano estaba ya muy mal y apenas se podía mover, ocurrió algo. Entre todos lo llevábamos en volandas al trabajo e intentábamos disimular para que los guardias no notaran que apenas si se aguantaba de pie. Yo sabía que era cuestión de tiempo, de días. Cuando un preso ya no servía para el trabajo lo ejecutaban directamente. Recuerdo que por aquellas fechas recibimos una visita ilustre, Himmler vino al campo.
»Estaba revisando la cantera rodeado de prebostes cuando sacó un reloj de bolsillo y pareció contrariarse porque éste no funcionaba. Uno de los guardianes le indicó que Joaquín, uno de los presos, muy amigo por cierto de mi hermano, era relojero. Le hicieron dar un paso al frente. «¿Sabrías arreglar esto?», dijo Himmler tendiéndole el viejo reloj que al parecer fue de su padre. «¡Claro!», exclamó el bueno de Joaquín. El nazi lo miró con cara de pocos amigos y con una sonrisa irónica en los labios sentenció: «Mira, españolito, te diré lo que haremos: si arreglas el reloj tendrás una ración extra de comida. Pero si fallas, si no eres capaz de hacerlo, te pegaré un tiro aquí mismo. ¿Qué dices?».
– Y tu amigo… -dijo Alemán.
– Aceptó el reto. Con un par de huevos y sin dejar de mirar a los ojos a aquel tipejo miserable. Himmler le dio veinte minutos. Joaquín era un relojero extraordinario, de eso no cabía duda, a pesar de la desnutrición, de los nervios, no le tembló el pulso.
– ¿Y lo arregló?
– Sí, señor. En apenas diez minutos.