– ¡Qué par de huevos! ¿Y qué dijo el nazi?
– Ordenó que le dieran una ración extra de comida. Aquello era un auténtico tesoro en aquel campo. ¿Y sabe lo que hizo con ella?
Alemán ladeó la cabeza a la vez que observaba cómo una lágrima rodaba por el rostro de Basilio.
– Se la dio a mi hermano. Fíjese qué cosa. Aquel tipo se había jugado la vida por arreglar un maldito reloj, se había enfrentado al mismísimo Himmler demostrándole que tenía dignidad, más que él, y que no temía a la muerte, y tras ganar una ración extra de comida se la regalaba a un compañero que estaba sentenciado a muerte por la enfermedad.
Alemán sintió que se le partía el alma al escuchar aquella historia. Tenía un nudo en la garganta. Basilio continuó hablando:
– Mi hermano murió la semana siguiente. Cuando esos hijos de puta lo metieron en la cámara de gas aún se movía un poco. [4]
Roberto quedó en silencio mirando a Basilio. Realmente no sabía qué decir. Algo parecido le había ocurrido cuando escuchó la historia del ametrallamiento en Albatera. Entonces, buscando algo que añadir, preguntó:
– ¿Y cómo llegaste hasta aquí?
– Un gran golpe de suerte. ¿Recuerda que le dije que la lotería sólo toca una vez en la vida?
– Sí, claro.
– Pues eso… que me tocó la lotería. Las autoridades españolas mandaron aviso para que extraditaran a un preso que al parecer había sido un pájaro de cuidado, un tal Basilio Calleja López. Durante la guerra civil se había comportado de manera bastante sanguinaria. Yo, curiosamente, me llamo Basilio Callejo López.
La casualidad quiso que el auténtico Basilio Calleja hubiera fallecido en el campo seis meses antes. Los alemanes se confundieron, simplemente fue eso. Puede decirse que gracias a una letra pude salir de allí. Cuando llegué a España aclaré el malentendido. Me juzgaron por lo mío: haber sido de la UGT y soldado de reemplazo de la República, veinte años. Me quedan cinco, con la reducción de pena pronto estaré en casa. Tuve la suerte de volver a nacer, pero ahora me temo que voy a terminar fusilado. ¡Qué ironía!
La historia de aquel hombre dejó conmocionado a Alemán. ¿Cómo podía salvarlo? Sólo tenía una oportunidad: que Perales fuera inocente y que, además, no cantara. Basilio no había cometido un delito demasiado grave, simplemente había filtrado cierta información. Si no llegaba a saberse no tendría problemas con las autoridades. Aunque aquella confidencia había provocado la fuga de dos presos de la CNT. Como mínimo podía caerle perpetua. Si se sabía, claro estaba. Se despidió de él entre buenas palabras y mejores deseos, prometiéndole que haría todo lo posible por ayudarle y caminó cuesta abajo con las manos en los bolsillos, abandonándose a sus propios pensamientos. Intentó pensar como lo haría Tornell, ¿cómo actuaría un policía de los de toda la vida? Pensó en las películas norteamericanas, ¿qué era lo primero que se hacía en las investigaciones? Sí, claro, era eso. ¿Cómo no había reparado en ello? Se dirigió de inmediato hacia la oficina y consultó el cuadro de guardias: sólo tuvo que mirar qué guardián vigilaba a los hombres que construían el camino en el día del asesinato. Era sencillo. El asesino había actuado a eso de las once y media de la mañana. Por lo tanto, quizá el guardián a cargo podía declarar que Perales estaba en el tajo en aquel momento. Comprobó que su hombre era un guardián al que los presos llamaban el Amargao, así que tras preguntar por él se encaminó hacia la cantina. Allí lo encontró bebiendo aguardiente con el falangista, Baldomero Sáez, que al verle entrar dijo con retintín:
– Vaya, estará usted contento, ¿no?
– No sé por qué habría de estarlo.
– Sí, claro. Han cesado a don Adolfo, un español ejemplar. Y encima se han fugado dos presos.
Alemán observó de reojo que el guardián le reía la gracia.
– Intentaré hacer como que no he escuchado lo que acaba de decir. Lo digo por su bien.
Baldomero Sáez pareció encajar el golpe y bajó la mirada. Entonces, dirigiéndose al guardián, Roberto apuntó con autoridad:
– Quería hablar con usted.
– Usted dirá.
Observó que tenía los ojos enrojecidos por el alcohol. Aquel tipo era un mal bicho.
– El día del asesinato, por la mañana, estaba usted vigilando a los presos que construyen el camino, ¿verdad?
– Sí, así fue. ¿Por qué?
– Se trata de Perales. ¿Se fijó usted si estaba trabajando allí esa mañana?
Puso cara de pensárselo y contestó:
– Creo que no. Que lo fusilen.
Roberto, muy tranquilo, añadió:
– Entonces, si reviso los recuentos y veo que está inscrito en los mismos, vamos, que trabajó ese día, podría llegar a la conclusión de que usted ha engañado a un inspector de la ICCP con plenos poderes. No le arriendo la ganancia.
El Amargao dio un respingo en su silla. Apenas sabía qué decir. Se le leía el miedo en el rostro.
– ¿Y bien? -insistió Alemán.
– No le entiendo -dijo aquel miserable, que no sabía cómo rectificar.
– Sí, hombre, que sí voy a revisar los recuentos. Se cuenta a los presos varias veces al día. Podía haberlo hecho antes de venir aquí, pero no caí. Pensé que era mejor la palabra de un guardián de la ICCP, por ahora, claro.
– Perdone, perdone… Don Roberto. Creo que me había confundido de preso. Perales sí estaba. Mire los recuentos, no hay duda.
– ¿Seguro?
– Sí, no recuerdo que haya faltado al trabajo en los últimos tiempos.
Roberto dio una palmada de satisfacción.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Baldomero Sáez vivamente interesado.
– Pues ocurre, querido amigo, que Perales es inocente, porque si estuvo toda la mañana trabajando no pudo cometer el crimen ni pudo atacarme a mí. Es inocente, queda claro.
– Le veo muy interesado en salvar a los presos de la justicia -dijo el falangista.
– No, no lo entiende. Sólo quiero que se haga justicia, que es distinto.
El falangista emitió un bufido.
– Pero ¿no lo ve? -añadió-. ¿Por qué cree que le están dejando investigar? ¿Por unos rojos muertos? ¡No sea ingenuo, hombre de Dios! Está usted investigando este caso porque le agredieron, porque es usted un oficial del ejército español, porque se han fugado dos presos. No se equivoque.
El capitán quedó mirándole con cara de pocos amigos y apuntó:
– Sea como fuere, querido camarada Sáez, tengo plenos poderes para llevar a cabo esta investigación. Y usted -dijo señalando al guardián-, preséntese de inmediato en el destacamento de la Guardia Civil para que le tomen declaración. Es una orden. -Y dicho esto salió de allí muy orgulloso.
Cuando llegó al destacamento de la Guardia Civil se encontró con que el capitán había subido desde el pueblo. Parecía molesto por haber tenido que desplazarse hasta allí. Era un tipo delgado, más bien alto, con un fino bigotillo y cierto aire aristocrático, casi decadente. Estaba muy delgado; era evidente que la droga le consumía. Lucía unas espesas ojeras, unas inmensas bolsas bajo los ojos y se le marcaban los dientes debido a la desnutrición, como si fuera un preso. Alemán había conocido muchos adictos como él en el frente. Soldados que tras consumir morfina por una herida grave habían terminado por convertirse en esclavos de aquella maldita droga.
– El capitán Trujillo, supongo.
– El mismo que viste y calza. Supongo que es usted el capitán Alemán.
– En efecto, en efecto.
– ¿Ha avanzado usted en sus investigaciones?
– Pues me temo muy mucho que sí.
– Vaya, al final va a resultar usted un tipo eficiente.
– Se hace lo que se puede. De hecho, venía a poner en libertad al preso.
– ¿A ese tal… Perales?
– Sí, señor, a ése. Ha resultado ser inocente.
– ¿Y cómo ha llegado a esa conclusión, si puede saberse?