– Sí, claro. ¡Menuda se armó!
– Todas habían muerto a manos del mismo hombre: un tipo zurdo que, usando una navaja cabritera, les había cortado el cuello de parte a parte tras lograr llevarlas a lugares apartados haciéndose pasar por un cliente que quería disfrutar de sus servicios. -El preso parecía otro, al hablar de su trabajo había adquirido otro aire, aparentaba rebosar energía-. Como en ninguno de los casos se habían observado indicios de violencia sexual, yo aposté por la vía del simple robo.
– Me parece lógico.
– ¿Verdad? Pues nadie había reparado en ello. Todos pensaron en un enfermo sexual, un pervertido. Aquello me llevó a interrogar a todos los peristas que movían mercancía robada en la ciudad y sus alrededores. Así fue como conseguí dar con un tipo, Heredia, que intentaba vender unos pendientes pertenecientes a la última de las víctimas del asesino. El perista no pudo suministrarme el nombre del sospechoso, pero sí hizo una detallada descripción de aquel tipo que, junto con las declaraciones de algunas compañeras de las fallecidas, me permitió resolver el caso.
– ¿Cómo lo hiciste? Creo recordar que le tendiste una trampa…
– Sí, digamos que me aparté un poco de los métodos más ortodoxos y logré convencer a una prostituta para que, convenientemente vigilada, actuara de cebo por los lugares en los que había actuado el asesino. Estipulamos que la joven hiciera cierta ostentación de pendientes, medalla y esclava de oro (joyas que le suministramos nosotros, claro) con el objeto de llamar la atención del criminal. Así fue como el cuarto día de marzo, cómo olvidar la fecha, comprobamos que nuestros esfuerzos daban fruto. Recuerdo que con las primeras sombras de la noche, un tipo que coincidía plenamente con la descripción del asesino se acercó a la chica en cuestión entablando con ella una conversación. Tanto la joven como el posible asesino fueron seguidos con discreción por mí mismo y por dos guardias de paisano hasta un solar de la Barceloneta donde, justo cuando el desgraciado sacaba la navaja para degollarla, pudimos reducirle. No crea usted, el tipo era un auténtico animaclass="underline" se llamaba Huberto Rullán Jiménez, alias «Paco el Cristo», «Rasputín» o «Melenas», era vecino de Martorell, un viejo conocido de las fuerzas de orden público.
– Sí, sí, la prensa lo bautizó como «el degollador del puerto».
– Era un tipo primario, brutal, de mirada inyectada en sangre y más de cien kilos de peso; un energúmeno de aspecto imponente que llamaba la atención porque lucía una barba muy poblada y una descuidada melena. Daba grima; el pelo y la barba eran muy rizados, de color negro azabache. Su nariz era grande y redonda, casi como un pegote añadido a aquel rostro de asesino que quedaba rematado por una única ceja inmensa y amenazante. A mí me recordaba a un ogro de los que ilustraban los cuentos infantiles de mi infancia. Jesús, ¡qué espécimen! Cuando lo presenté en el juzgado la expectación era máxima. Iba escoltado por dos guardias de asalto bien recios y, pese a hallarse esposado, el tipo se resistía y blasfemaba amenazando al tribunal, al fiscal e incluso a los numerosos periodistas que se habían dado cita ante aquel acontecimiento. Un salvaje. El abogado defensor que le tocó en suerte, un vivo, alegó que su cliente había sido maltratado; pero tanto un servidor como los guardias que habían participado en la detención mostrábamos suficientes moretones, contusiones, heridas y golpes, como para demostrar con veracidad que aquel animal se había resistido violentamente a su captura. Aquello justificaba, de largo, que hubiéramos tenido que emplearnos a fondo para reducir al inculpado que, dicho sea de paso, tenía la fuerza de cuatro hombres. Recuerdo que el juez desoyó con aire molesto aquellas alegaciones del letrado y rogó que se continuara con la vistilla.
– Bien hecho.
– Además, tuvimos la suerte de que el tipo había confesado nada más llegar a comisaría. Y no crea, señor Licerán, no se le tocó un pelo. Yo mismo había reunido pruebas más que suficientes en apenas un par de días. Las primeras, la enorme navaja cabritera que el detenido portaba en el momento de su detención y una cuerda con evidentes manchas de sangre seca que escondía en el bolsillo del pantalón. En el registro del domicilio del inculpado se habían hallado asimismo trescientas pesetas cuyo origen no pudo aclarar, un anillo de oro con las iniciales D.G.L. grabadas, que fue identificado por los familiares de la primera víctima del degollador del puerto como perteneciente a Dionisia Guarinós Lucientes, y un chal negro con bordados rojos que las compañeras de la tercera víctima de este presunto criminal reconocieron como perteneciente a la joven y que tenía manchas de sangre. El mismo Huberto Rullán nos condujo hasta el domicilio de otro perista, un gitano del barrio Chino, que confesó haber dado salida a una serie de joyas que los familiares de las jóvenes asesinadas identificaron tras ser recuperadas: unos pendientes de plata, un anillo y una esclava de oro. Dada la abrumadora evidencia de las pruebas en contra del detenido, el fiscal solicitó al señor juez la prisión incondicional sin fianza para el reo.
– Recuerdo que la prensa se deshacía en elogios hacia usted.
Tornell sonrió al recordar tiempos felices.
– Sí, el mismo juez me felicitó públicamente. Recuerdo sus palabras: mostró su aprobación por el trabajo desarrollado por la fuerza pública, así como la pulcritud demostrada a la hora de presentar las pruebas ante el tribunal y decretó la prisión incondicional, incomunicada y sin fianza, ordenando que el reo fuera juzgado antes de que pasara un mes de la fecha de aquella vista.
– Le caería perpetua.
– En efecto, seis meses después, Huberto Rullán, popularmente conocido ya como el degollador del puerto fue sentenciado a cadena perpetua por los crímenes que, según consideró probado el tribunal, el imputado había perpetrado junto al puerto de Barcelona. La prensa se deshizo en elogios hacia la brillante labor de las fuerzas policiales, me encumbraron. No crea, señor Licerán, tampoco me volví loco con las lisonjas. En este país nos gusta subir a la gente a los altares para luego dejarla caer.
– Cierto es -apuntó el capataz que comenzaba a sospechar que aquél era hombre templado. Le gustaba.
– Reconozco que en aquel momento la cosa me halagó, no en vano a la República le interesaba dar publicidad a asuntos como aquél. Yo era joven y mi estrella ascendente. Además, era simpatizante de las izquierdas y aquello me convirtió en el personaje de moda. Así me lo hicieron saber desde el propio Ministerio de la Gobernación. Según ellos, yo era la imagen del futuro, un hombre preparado, de ideas abiertas, la sangre nueva de la República que había probado la segura implicación en los hechos de aquel criminal. Nunca me gustaron los políticos ni sus manejos. Los diarios más sensacionalistas abundaron en los detalles más sórdidos de la vida del reo, Huberto Rullán, de profesión ebanista pero con antecedentes policiales por robo con extorsión, proxenetismo, escándalo público y estafa. Un mal hombre, hijo de prostituta fallecida por la sífilis y padre desconocido que había conocido la dureza de las calles desde niño. Se decía que de joven había flirteado con el anarquismo más violento y era temido y respetado en prisión por su carácter impulsivo y su inmenso tamaño. Había vivido en París, aunque tuvo que huir de Francia tras un atraco cometido en Toulouse, y se le había relacionado con los «hombres de acción» del sindicalismo catalán, los pistoleros de García Oliver, con los que había terminado mal por su afición a gastar el dinero de la organización en vino y prostitutas. Alto, de más de uno noventa de estatura, su más que evidente sobrepeso hacía de él un ejemplar imponente, una bestia. Sus víctimas, mujeres indefensas, no tuvieron ni una sola oportunidad. Según quedó probado en el juicio, el móvil no era otro sino el robo, ya que las jóvenes prostitutas, pobres desgraciadas, pululaban indefensas por los lugares más peligrosos de la ciudad donde eran presa fácil para este sádico. Me alegró mucho apartar de la circulación a un tipo así.