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– Pues ha sido mucho más sencillo de lo que pensaba, la verdad. El asunto es muy simple: el ataque se produjo a eso de las once y media, y resulta que uno de los guardianes certifica que Perales estuvo trabajando en las obras del camino durante toda la mañana. Por tanto, no pudo ser él. Punto.

– Ya. ¿Y tiene usted algún otro sospechoso si puede saberse? -No parecía que aquello le gustara mucho.

– Pues no, la verdad. Pero han aparecido nuevas evidencias que espero podrán aclarar las cosas.

– ¿Nuevas evidencias?

– Sí, curiosamente acabo de ojear las pertenencias de Higinio, el comunista, ¿y a que no sabe usted qué he encontrado entre ellas?

El capitán de la Benemérita le miró con cara de pocos amigos.

– Pues no, no lo sé.

– Dos ampollas de morfina.

Notó que aquel tipo le miraba con rencor, ahora sí. Estaba claro que no era trigo limpio. La referencia a la morfina había hecho que su cara se transformara en una máscara de odio. Decidió seguir con aquel ataque.

– ¿Y no le parece a usted raro que un preso tuviera en su poder algo tan caro? Me temo que es posible que hayamos descubierto una red de tráfico de estupefacientes dentro del campo.

– ¡No diga usted tonterías! El culpable es Perales. ¿Acaso no recuerda usted la nota?

– Esa nota es falsa. Le he dicho que hay un funcionario público que vio a Perales trabajando toda la mañana. He ordenado que todos los presos escriban esas mismas palabras. Comparando la caligrafía sabremos quién fue el culpable. He venido a poner en libertad al preso.

– ¡No puede ser!

– Como lo oye. Tengo plenos poderes para actuar en este asunto.

El capitán le miró de nuevo con mala cara. Parecía a punto de estallar.

Entonces se dirigió a un sargento que tomaba notas en una mesa y ordenó:

– ¡No vuelvan a llamarme para tonterías como ésta!

Y salió de allí a toda prisa. Alemán suspiró de alivio. Trujillo no parecía amante de los problemas y, como todos los drogadictos, optaba por la solución más fácil. En este caso, la huida. De inmediato ordenó al sargento que liberara al preso. Le impresionó ver a Perales, tenía un ojo morado y la cara hinchada. A pesar de que había dado órdenes explícitas de que no se maltratara al preso era obvio que se habían divertido con él.

– ¿Estás bien?

– Sí, más o menos -dijo él.

– Vamos, te acompaño. Eres libre.

– ¿Cómo?

– Lo que has oído. Estuviste trabajando durante toda la mañana de autos, ¿recuerdas? Hay un guardia que da fe de ello. Tú no pudiste ser el asesino.

Salieron de allí lo más rápido que pudieron. Perales se apoyaba a duras penas en Alemán, que mandó avisar a Basilio y ordenó que el preso descansara durante una semana. Se sintió satisfecho por las cosas que había averiguado, así que decidió pasar por el hospital a ver a Tornell. Seguro que se sentiría orgulloso de él.

Le costó trabajo poder salir de allí porque Basilio y Perales, entre parabienes, no le dejaban irse. Le juraron agradecimiento eterno. Él les dijo que fueran cautos porque la investigación referente a la fuga seguiría su curso y habían logrado ganar un tiempo valiosísimo. Cuando caminaba cuesta abajo comprobó que eran muchos los presos que le miraban con admiración. No estaba muy seguro de que aquello pudiera convenirle.

Capítulo 25. La morfina

Cuando Roberto llegó al hospital, Tornell recibía la visita del médico. Un tal Andrade, camisa vieja para más señas, que al ver entrar al capitán Alemán se cuadró diciendo: -¡Arriba España, camarada!

– Sí, sí. Buenas tardes -repuso Alemán, que parecía cansado de veras.

– Precisamente, hablaba aquí con el enfermo… -Usted dirá.

– Pues eso, que mañana mismo le damos el alta.

– ¿Ya?

– Sí, claro. Ya está en condiciones de incorporarse a su trabajo.

– Hombre, unos días más de descanso no le vendrían mal. Aquí la comida es mucho mejor -insistió Alemán.

– No, no. Si yo me encuentro bien -terció el enfermo para evitar problemas.

– Sí, se encuentra perfectamente, ¿verdad? -dijo el médico.

– Pero, hombre… Tornell ha sufrido un ataque brutal, no le vendría mal reponerse un poco antes de volver al campo.

– Este hombre está perfectamente. Ya se lo he dicho.

– Debo insistir.

– Es un preso -sentenció el médico.

– Así que, ¿se trata de eso? Si Tornell fuera uno de nosotros seguro que le dejarían ustedes aquí un par de semanas.

– Necesitamos la cama.

– Sí, para uno de los nuestros -dijo Alemán mirando el yugo y las flechas que lucía el médico en la pechera de su bata.

– En efecto, así debe ser. No querrá que sigamos perdiendo el tiempo con este… este rojo.

– La gente como usted me pone enfermo -repuso Alemán dando un paso al frente.

El médico pareció asustarse. No era hombre de acción y su oponente sí. Quedaron mirándose a la cara, fijamente. Demasiado cerca el uno del otro. Tornell llegó a temer que su nuevo amigo fuera a arrear un mamporro al doctor pero éste se mantuvo en sus trece.

– Lo dicho, mañana por la mañana se va de aquí.

Y salió de la habitación.

– Vaya, amigo. Lo siento mucho. A veces me avergüenzo de mi propia gente -se excusó Roberto.

– No te preocupes, me encuentro perfectamente. Además, estoy deseando volver al campo y retomar nuestra investigación. ¿Has averiguado algo nuevo?

– Pues sí, la verdad -dijo Alemán-. El caso es que venía muy orgulloso de mis avances pero este petimetre me ha puesto de mal humor.

– No dejes que nos amargue la fiesta y cuéntame.

– Ha habido novedades en Cuelgamuros. Creo haber demostrado que Perales era inocente.

– ¿Y eso?

– Pues, que hablé con el guardián ese al que llamas el Amargao…

– ¿Y?

– Muy sencillo, en el momento en que el asesino nos atacó, Perales estaba trabajando delante mismo de sus narices.

– ¡Perfecto! ¿Ves? No es tan difícil.

– Sí, para un policía como tú quizá no. Pero fíjate, una tontería como ésa… y al principio ni se me había ocurrido.

– Claro, el trabajo policial lleva sus pautas, aunque supongo que después de muchos años de oficio sigue uno los pasos correctos de forma automática.

– Lo primero es comprobar las coartadas de los implicados. ¡Qué razón tienes! ¿Ves? Ya hablo como si fuera un policía. -Y dicho esto Alemán estalló en una ruidosa carcajada.

– ¿Y has averiguado algo más si puede saberse, colega? -contestó Tornell con cierto retintín.

– Pues sí -repuso con una amplia sonrisa de satisfacción en los labios-. Al demostrar que Perales era inocente he logrado evitar que cantara con respecto a que Basilio se había ido de la lengua en el asunto de los anarquistas. Es un buen tipo, me ha contado su historia.

– ¿Lo de Mauthausen?

– Sí, espeluznante.

– Tuvo suerte, mucha suerte.

– Dice que le tocó la lotería y no podría contradecirlo.

Al menos de momento he ganado tiempo, aunque hay algo que sí me gustaría saber…

– ¿Sí?

– No termino de ver claro por qué el asunto enfrentó a los anarquistas y a los comunistas. En principio, a Higinio no debería haberle importado que los dos anarquistas que iban a ser procesados supieran de su futuro destino, para poder escapar a tiempo. A no ser que…

– Que a los comunistas no les conviniera el asunto de la fuga -dijo Tornell.

– ¡Exacto! -exclamó él.

– ¿Y por qué?

– Pues sólo se me ocurre una cosa, ellos también preparaban una fuga.

– Tiene sentido eso que dices -dijo Tornell suspirando de alivio.

En ese momento comprendió que debía ser cauto. Era consciente de que se encontraba en el lugar adecuado y en el momento preciso. Debía andarse con tiento. Al menos podría dirigir la investigación hacia direcciones menos peligrosas en caso de que ésta tomara un rumbo que pudiera perjudicarle.