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– Sí, creo que lo más probable es que prepararan una fuga. Por cierto, han cesado al director -dijo Roberto.

Tornell sonrió.

– Estarás contento, ¿no? -añadió Alemán.

– Pues la verdad, sí. Pero sobre todo me alegro por perder de vista a su mujer, era una arpía. Ella era la responsable de que los presos nos viéramos obligados a llevar esos asquerosos botoncitos de colores mostrando qué pena cumplía cada uno, ya sabes, si pena de muerte, cadena perpetua… me consta que es un mezquino, pero su mujer le hacía ser mucho peor. Aunque ahora habrá que esperar a ver qué viene, me temo que como siempre el refranero tendrá razón: «Otro vendrá que bueno me hará».

Alemán asintió dándole la razón.

El coche se acercaba al campo, entre pinos, y Tornell miraba por la ventanilla pensando que a veces las personas cambian -pocas- y Alemán parecía una de ellas. Había cambiado la percepción que tenía de él, nada tenía que ver la imagen que había percibido en el día en que lo conoció, un chulo, un prepotente, y la que le habían deparado las últimas jornadas. Tenía que reconocer que o bien Alemán había evolucionado o él era otra persona y lo veía con buenos ojos. Quizá un poco de cada. Había permanecido junto a su cama en aquellos días de convalecencia en el hospital y le constaba por las monjas y enfermeras que había cuidado de que no le faltara de nada. Recordaba que al despertar, por un momento, tuvo la sensación, entre sueños, de que el capitán lloraba, pero no estaba seguro de aquello ni de nada. En cualquier caso no parecía la misma persona. Era un compañero solícito, un amigo que ayudaba a un convaleciente con tanto cariño que se le antojaba imposible que pudiera ser la misma persona que mataba rojos como si no costara. Nada más llegar al campo, Tornell se encaminó hacia su barracón donde pudo descansar un rato. Aún estaba mareado. Al momento, Alemán volvió a verle. Iba con el señor Licerán que, al parecer, se había encargado de hacer que todos los presos escribieran de su puño y letra el texto de la fatídica nota que delataba a Perales. No hubo suerte. No había caligrafía de preso alguno en Cuelgamuros que coincidiera con la de la nota. Eso abría una nueva posibilidad: que el asesino no fuera un penado, cosa que por otra parte, parecía lo más probable a ojos de Tornell. Licerán llevaba también un plato de sopa caliente preparado por su mujer para el convaleciente que tras ponerse al día pudo dormir otro rato. A la hora de comer subieron a verle algunos de los compañeros, brevemente, pues la pausa en el tajo era muy corta. Se alegró mucho de ver a Berruezo, su sargento en la guerra y su amigo. El hombre que consiguió que le trasladaran a Cuelgamuros librándole de una muerte segura y deparándole una ocasión única para cambiar las cosas. Una vez más lloraron al verse y se abrazaron como si no se hubieran visto en años. Tornell percibió cómo Alemán, discretamente, se hacía a un lado y se sonaba como si estuviera constipado. Mientras tanto, Berruezo le puso brevemente al día de todo lo que se decía por el campo. El ambiente parecía tenso. Alguien estaba matando presos, un tipo que había cometido el error de atacar a un capitán del ejército y aquello iba a provocar que los perros guardianes tiraran de la manta. Ni que decir tenía que eso no era bueno para nadie allí. Roberto le había contado lo de las ampollas de morfina durante el trayecto en coche, aspecto que daba un impresionante giro a la investigación. Aquello ya no era un simple asunto de presos. Cuando, al fin, pudieron hablar, Tornell le preguntó al capitán Alemán:

– ¿Y cómo no me lo contaste anoche? Lo de las ampollas, digo.

– Quería darte una buena sorpresa de bienvenida -contestó Roberto sonriente.

Entre los dos volvieron a inspeccionar el contenido de las pertenencias de Higinio. Nada que resaltar salvo las ampollas, claro. Eran del Ejército de Tierra.

– Me parece mucha casualidad que el capitán al mando del destacamento de la Guardia Civil sea morfinómano y que un simple preso poseyera un tesoro como éste -dijo Alemán mirando las ampollas al trasluz-. ¿Qué opinas?

– Pues opino que no creo en casualidades, amigo -dijo Tornell.

Gregorio Cortés pasó la guerra sirviendo como cabo sanitario, sin más implicación política que la de salvar vidas. Cuando el conflicto acabó se vio, como tantos, en un campo de concentración donde pensó que se moría.

No fue así. Tuvo suerte. Después de un año de cautiverio en diversas prisiones tuvo la fortuna de caer en gracia a un sargento de la Guardia Civil al que curó un uñero que le llevaba a maltraer. Aquél fue el factor detonante que mejoró su existencia pues cuando el agente fue trasladado a Canarias lo recomendó para ser destinado a las obras del Valle de los Caídos donde trabajaba con denuedo, echando demasiadas horas pero con la satisfacción de saber que salvaba muchas vidas, como hacía también el médico, don Ángel. Allí, igual le tocaba ayudar en una operación que aguantar media madrugada a la intemperie porque tenía que poner unas inyecciones y la distancia entre los asentamientos era enorme. Se encargaba del almacenaje de las medicinas y el material fungible en la enfermería, por lo que no le sorprendió que el capitán Alemán y Tornell le preguntaran por unas ampollas de morfina. Allí se sabía todo. A aquellas alturas todo el mundo rumoreaba que un tal Abenza había sido liquidado y que Higinio, el hombre al mando del PCE, había sido degollado en su mismo catre. Alemán y Tornell traían dos ampollas de morfina. Se las mostraron.

– ¿Son tuyas? -preguntó el militar.

– No, hombre -repuso Cortés-. Aquí guardamos ese tipo de material bajo llave.

– ¿Dónde? -insistió Tornell.

– En ese armario para productos químicos -contestó él sin ponerse nervioso.

– Ábrelo, por favor -ordenó el capitán no dejando lugar a duda alguna.

– Le advierto que está todo.

– Haz lo que te digo, es una comprobación de rutina -insistió él.

Cortés sacó las llaves de su batín e hizo lo que se le decía. Además, le seducía la idea de dar una lección a aquel estirado que, aunque había ayudado a algunos presos en el campo, no dejaba de ser un fascista. Hizo girar la llave, apartó un par de frascos y tomó la caja de la morfina. La abrió y se quedó mudo.

– Faltan ampollas, ¿verdad? -dijo Tornell.

– Sí, faltan cuatro -repuso Cortés muy apurado.

Los dos recién llegados se miraron.

– ¿Hay alguna forma de saber quién se las llevó? -preguntó el capitán.

– Pues la verdad… no creo -contestó el enfermero-. Que yo sepa, este armario ha estado siempre cerrado con llave.

– ¿Ha entrado aquí algún preso mientras tú no estabas?

– No, seguro, el consultorio permanece siempre cerrado con llave. Lo abro yo cuando empiezo el turno.

– Ya -insistió el antiguo policía-. ¿Y en algún momento recuerdas haber salido de aquí dejando a algún preso en la camilla? No sé, ¿alguna urgencia?

Cortés hizo memoria.

– Pues así de primeras… no sé… quizá… hay muchos accidentes aquí. Una vez estaba atendiendo a un preso… una astilla en la nalga… me llamaron del destacamento por un guardia civil que se había trastornado… y el preso quedó ahí boca abajo, sobre la camilla. Volví en apenas diez minutos.

– ¿Estaba solo? Me refiero al preso.

– En el consultorio sí, pero a la puerta había alguno esperando. Ya sabe, inyecciones, curas…

– Los nombres -ordenó el capitán.

Hizo memoria de nuevo.

– Pues el de la astilla era uno que llaman el Julián.

– ¿Y los de fuera?

– Buff, no sabría decirle. Quizá… me parece que uno de ellos era un tal Dimas, de Plasencia, fue maestro y trabaja en la cripta.

Tornell volvió a tomar la palabra.

– Sí, lo conozco, «el Risas». Cuando volviste, ¿estaba el armario cerrado? ¿Pudo alguien abrirlo?