– Sí, la puerta estaba cerrada. Si alguien lo hubiera abierto me habría dado cuenta. No creo que haya tiempo material para hacer tal cosa, abrirlo, tomar las ampollas y cerrar como si nada en diez minutos. A no ser que…
– Que se sea cerrajero, Tornell -dijo el capitán-. Hay que mirar en las fichas de los presos. Alguno que haya trabajado como cerrajero.
– O con antecedentes por robo, con capacidad para abrir cerraduras y cajas fuertes -repuso Juan Antonio.
Salieron de allí a toda prisa dando las gracias al enfermero, que suspiró de alivio.
Después de salir de la enfermería se dirigieron hacia la oficina para comenzar a ojear las fichas de todos los penados. Buscaban cerrajeros o delincuentes especializados en robos, en asaltos a viviendas y cajas fuertes. Alemán ordenó que les llevaran algo de cena y mucho, mucho café. Entonces, dijo a Tornelclass="underline"
– Conoces a uno de los tipos que esperaban fuera cuando el enfermero sospecha que pudieron robarle las ampollas y a otro que estaba siendo atendido en ese mismo momento.
– Sí, el Julián, un tarado, y el Risas.
– Sí, el Risas, me ha llamado la atención el apodo.
– Si supieras el porqué te sorprenderías más.
– ¿Y eso?
– Porque, querido amigo, Dimas el Risas, natural de Plasencia fue fusilado por hacerse el gracioso.
– ¿Cómo?
– Sí, por cierto, creo que él no pudo robar nada, fue maestro y es un pedazo de pan. No lo veo reventando cerraduras…
– Lo del apodo, Juan Antonio.
– Sí, sí -dijo Tornell riendo-. Al acabar la guerra lo detuvieron y estaba en una cárcel en un pueblecito de Tarragona. Él y trescientos tíos más. Según cuenta, cada noche se presentaban los legionarios comandados por un sargento con muy mala hostia y se llevaban a diez o doce que no volvían.
– Jesús…
– El caso es que una noche nombran a unos tíos y uno de ellos no sale. Lo vuelven a nombrar y el tipo se pone chulo y dice que no, que no se va. Entonces los presos comienzan a ponerse levantiscos, que si de allí no sale nadie, vivas a la República y los legionarios ven que la cosa se va de madre. El jefe, el de la mala leche, saca la pistola y la amartilla apuntando a un preso. Todos reculan y entre cuatro legionarios se llevan al agitador dándole empellones. Entonces, el sargento, un chusquero de los que meten miedo, suelta una arenga, cuatro vivas a España, a la Legión y dice que al que se pase de listo, lo fusila. Todos los presos se asustan y la cosa parece calmarse. En ese momento, según cuenta Dimas, el sargento hace ademán de girarse para salir de la celda a la vez que con un movimiento brusco, destilando chulería, introduce la pistola en la funda, con tan mala fortuna que se pega un tiro en el pie.
– ¿Qué?
– Sí, claro, al hacer el ademán un poco brusco de guardar la pistola se ve que se disparó.
– ¡Qué me dices! -exclamó Alemán sin poder evitar reírse-. Pero ¡menudo inútil!
– El tío se desploma dando alaridos y lo sacan de allí entre cuatro presos como si fuera un torero al que ha cogido el toro. Según parece sangraba como un cerdo. Entonces, Dimas, no sabe si por la tensión de tantas y tantas noches esperando que fuera la última, por el miedo pasado, o por el nerviosismo, comienza a carcajearse sin poder parar. Dice que no se le iba de la cabeza la cara del tipo cuando se dio el tiro él solo, con los ojos muy abiertos, como de sorpresa, las cejas levantadas y cara de susto. Los tres legionarios que seguían en la celda comienzan a alarmarse porque aquello se les iba de madre. «Cállate, Dimas, que te fusilan», le decían sus compañeros, pero el Risas no podía parar. Total, que un cabo, dice «a ese de la risa, fusiládmelo a la de ya». Y se lo llevan.
– ¿Y él qué hizo?
– Pues nada, no podía parar de reír. Llorando de la risa y lo iban a matar. Increíble. Lo sacan fuera y se lo entregan a los miembros de un pelotón, que al parecer se habían bebido media bodega del alcalde que era de la UGT. De camino al cementerio dice Dimas que el panorama era tremendo: él por delante doblado de la risa y los cuatro legionarios y un cabo detrás de él agarrándose los unos a los otros. Llegan a la tapia del cementerio y cuando el cabo dice «¡Apunten!» un legionario contesta: «Pero a éste, ¿qué le pasa? No he visto una cosa así en mi vida». El cabo grita «¡Fuego» y entre que Dimas se encorva por una nueva carcajada, la oscuridad y la borrachera de los tiradores, las balas le pasan por encima. Excepto una que le da en el brazo y le empuja hacia atrás tirándole al suelo. Él se queda muy quieto en la oscuridad y el cabo que se acerca a darle el tiro de gracia lo da por muerto y harto de aquello se va. Pasa un rato, se levanta, se hace un torniquete y echa a andar.
– ¿Y qué pasó después?
– Que lo cogieron ya en Benasque a punto de pasar a Francia.
– Por qué poco.
– ¿Entiendes ahora lo de Dimas el Risas?
– Claro, claro, lo de ese tipo es increíble. Y dices que no crees que robara la morfina.
– No, he trabajado con él. Es un maestro, Alemán, no se puede decir que sea precisamente hábil con las manos. Y ahora, repasemos las fichas. ¿Te parece?
– Me parece.
Pese al café, Tornell se quedó dormido enseguida. Alemán lo cogió en brazos y lo acomodó en el sofá del cesado director. Apenas pesaba como un niño. Estaba demasiado flaco y respiraba con dificultad. Siguió repasando fichas y encontró cuatro posibles sospechosos, dos que fueron cerrajeros y dos ladrones de poca monta. Uno de ellos, el tipo de la astilla en la nalga, el Julián. ¿Casualidad? A eso de las cuatro le venció el sueño.
Capítulo 26. Raúl
Era ya de día cuando Alemán despertó sobresaltado al notar que le zarandeaban. Vio a Tornell.
– ¡Despierta, Alemán, despierta! -decía muy excitado el preso.
– ¿Qué pasa? -acertó apenas a balbucear medio dormido como estaba.
– ¡El crío! ¿Recuerdas? ¡El crío!
– ¿Qué crío? No te entiendo.
– ¡Sí, coño! Acabo de recordarlo: el crío, Raúl.
El militar puso cara de no entender y él insistió:
– Sí, el día que me… nos atacaron, ¿recuerdas? Te dije que el crío, aquel al que defendiste del falangista, el hijo de Casiano…
– Raúl.
– Sí, ése, Raúl. ¿Te acuerdas? Ese día me dijo que tenía que hablar conmigo, que era importante.
– ¡Claro, sí! Ahora recuerdo.
– Estaba durmiendo y me he despertado de pronto. Ha sido como un fogonazo. Lo he recordado de golpe. Quiero hablar con él. Quizá mi cabeza, poco a poco, comienza a funcionar. Creo que debieron darme fuerte.
– Sí, amigo, sí.
– ¿Vamos a verlo?
– Sí, tomamos un café y vamos.
Pasaron por la cantina y tras tomar sendos cafés servidos con desgana por Solomando se encaminaron hacia las obras de la cripta. Allí, al fondo, en la explanada, vieron al crío que portaba un botijo ofreciendo agua a los trabajadores. Les saludó con la mano y se dirigieron hacia él.
¿Qué tendría que decirles? Entonces se escuchó un grito.
– ¡Cuidado! -exclamó alguien.
Alemán se giró justo a tiempo para ver que una mole se les venía encima. Apenas si logró agarrar a Tornell de la manga de la chaqueta y, tirando con fuerza, lanzarse al suelo esquivando una piedra inmensa que había rodado desde las alturas. Pasó junto a ellos levantando una enorme polvareda de color rojizo. El impacto fue brutal. Un gran estruendo les hizo saber que había chocado con algo o, a lo peor, con alguien.
Cuando Roberto logró levantarse, con la garganta reseca por la polvareda, se cercioró de que Tornell estaba bien y comprobó de inmediato la magnitud de la tragedia: una enorme piedra había arrollado a tres hombres dejando sus cuerpos como guiñapos, tirados aquí y allá. Raúl, el crío, era el cuarto. Al ser más pequeño había quedado aplastado contra otra roca mayor. La gente iba y venía con estupor, algunos se mesaban los escasos cabellos, otros gritaban e incluso varios lloraban medio histéricos. Se avisó al médico y al enfermero pero nada se pudo hacer. Una desgracia. Entonces salió de la cueva el padre del crío, Casiano. Alguien le había avisado. Tenía los ojos fuera de sus órbitas, como si no pudiera creer lo que estaba pasando. Corrió hacia donde se hallaba el pequeño cuerpo, llorando y gritando. No pudo siquiera cogerlo en brazos, pues estaba aprisionado entre la roca que había rodado y otra de mayor tamaño contra la que había quedado aplastado. Entonces levantó la mirada y vio al falangista, Baldomero Sáez, que bajaba caminando por la cuesta ajeno a aquel drama.