Casiano, después de una vida de sufrimiento, de haber perdido a su familia, de la guerra, del presidio, estalló como una bomba de relojería. Salió corriendo hacia el falangista gritando:
– ¡Tú! ¡Tú! ¡Hijo de puta!
Justo cuando llegó junto a su víctima y le agarró por el cuello, sonó un disparo.
Casiano cayó muerto al instante. Un guardia civil había hecho fuego contra el preso segando su vida en una milésima de segundo.
Después de presenciar aquella tragedia, Tornell y Alemán quedaron un tanto desorientados. Habían muerto los últimos miembros de una familia: uno asesinado vilmente por uno de los carceleros y el otro, la criatura, aplastado por una piedra enorme que había caído inexplicablemente. Tres hombres más habían resultado heridos. Uno de ellos tenía la cabeza machacada, por lo que se temía que no pasara de aquella noche. Otro, un tipo de Burgos, iba a perder una pierna. Nadie se preocupó de aquello pues allí los accidentes estaban a la orden del día pero Tornell sospechó que aquello era un asesinato. Alemán y él habían subido al lugar desde el que se había desprendido la inmensa piedra. El señor Licerán -que de obras sabía un rato- les aseguró que él mismo se había encargado de que aquella mole fuera asegurada con piedras de menor tamaño. El pobre hombre no se explicaba que pudieran ceder. Tornell lo vio claro desde el primer momento: era un atentado. Otra vez, tras el lugar en que se hallaba la piedra, encontró varias colillas. ¿Casualidad? ¿No habría alguien esperando a que se le ofreciera la oportunidad de atacar al crío? Roberto pensaba que no, que la piedra iba dirigida contra ellos dos porque se estaban acercando al asesino. Tampoco era descabellado. Debían ser cautos. Tornell no pudo evitar sentirse frustrado. El crío quería hablar con él sobre algo. ¿Había muerto por eso? Comenzaba a albergar serias dudas sobre si estaba haciendo lo correcto. ¿No debería abandonar aquella investigación de una vez? Quizá debía centrarse en cumplir su pena, ver pasar los días y eludir complicaciones hasta que llegara su momento. El afán de venganza nunca deparó nada bueno. En cualquier caso, después de aquel incidente, Alemán y Tornell comenzaron a perderse en esa extraña sensación de irrealidad que se produce cuando sientes que te superan los acontecimientos. A pesar de que los hechos comenzaban a darles la razón y de que habían encontrado una buena pista con el asunto de la morfina, tenían la sensación de que aquello se complicaba por momentos. Sentados en la pequeña salita de la casa del militar, frente a sendas copas de coñac, intentaron aclarar su situación en aquel caso.
– Veamos -dijo el preso tomando su copa a la vez que miraba hacia su interior y contemplaba cómo aquel líquido ambarino se movía a merced de lo que decidiera su mano-. Está claro que alguien mató a Abenza. No pudo asistir al recuento de las doce y se notó su ausencia en el de las seis de la mañana. Eso quiere decir que alguien…
– Falsificó el recuento. Y tuvo que ser Higinio.
– Y luego, alguien lo mata.
– ¿Casualidad?
– No, claro. El asesino es alguien listo y despiadado. Sabía que Higinio podía identificarle. Y tras matarlo deja una nota inculpando al responsable de la CNT que, curiosamente, había tenido sus más y sus menos con Higinio.
– Un señuelo -apuntó el capitán.
– Correcto, Alemán, correcto -repuso Tornell señalándole con un dedo.
Roberto sacó un par de cigarrillos y fumaron con delectación. El fuego ardía, acogedor, en la chimenea. Fuera, el viento aullaba como mil perros rabiosos. Se estaba bien allí dentro, a salvo. Tornell continuó a lo suyo.
– Alguien colocó el anónimo para que Perales cargara con la culpa. Lo más normal habría sido que lo hubieran corrido a hostias en el cuartelillo y que hubiera confesado lo que le quisieran hacerle firmar.
– Sí, no hay duda. El asesino mató a Higinio porque éste le conocía. Le había ayudado a ocultar que Abenza no estaba en el recuento para darle tiempo a cometer el crimen y muy probablemente incluso conseguir una coartada.
– Le sobornaría, claro -apuntó Tornell.
– La morfina.
– Puede ser.
– ¿Y la nota? No deja de ser una pista -dijo Alemán.
– No coincide con la caligrafía de ningún preso -señaló Tornell.
– ¿Quizá un guardia, un capataz, un empleado de las constructoras?
– ¿Podrías comprobarlo?
– Si les hago escribir para comparar las escrituras se lo tomarán a mal. Esto puede levantar ampollas.
– ¿Y un impreso?
– No te sigo, Tornell.
– Sí, hombre, preparamos un documento con cuatro preguntas sobre la investigación. Nada comprometedor, vaguedades del tipo «¿Tuvo usted trato con Abenza?» Cosas así. Con la excusa de que no te da tiempo a hablar con todos los guardias y empleados del campo. Así tendremos una muestra de la escritura de todos ellos y las podremos comparar con la de la nota.
– ¡Eres un monstruo, amigo! Sí, señor, ¡un impreso! Tú sí que sabes.
Tornell se señaló la sien con el índice por toda respuesta. Quedaron pensativos por un momento, mirándose el uno al otro.
– Ojalá que hubiera contado con alguien como tú a mi lado durante la guerra -dijo Roberto.
El preso sonrió. Entonces, lentamente y tras estirar el brazo con la copa en la mano demandando más coñac dijo:
– No me veo en tu bando.
– Ni yo en el tuyo.
El olor del coñac, reparador, inundó el cuarto de nuevo.
– ¿Cómo lo llevabas?
– ¿El qué? -preguntó el militar.
– Sí, ya sabes, el Movimiento, el Imperio, todas esas tonterías… claro, tú no creías en ellas.
– Yo no creía en nada. ¿Recuerdas? Nunca me metí en política, nunca. Sólo quería matar.
– Quiero decir… ¿hay algo que no te convenciera de tu bando? ¿Comulgas totalmente con el ideario de… Franco?
– Los curas.
– ¿Cómo?
– Los curas me sacan de quicio. Tanta misa y tanta monserga.
Tornell parecía sorprendido.
– Pero… -balbuceó-… ¿tú no eres creyente?
– Mis padres y mi hermana, sí, mucho. Yo, si quieres que te sea sincero, ni siquiera pensaba mucho en ello, ni en política tampoco. Siempre fui hombre más de ciencias que de letras. La verdad es que tengo la sensación de que todo eso de la religión, ya sabes, Dios y esas cosas, no es más que una invención de los hombres para no sentirse solos.
Silencio.
– ¿Y tú? -preguntó Alemán.
– Ateo.
Estallaron en una carcajada. Roberto volvió a tomar la palabra.
– ¿Y tú, amigo? Ya que nos hacemos confesiones, ¿hay algo que no pudieras soportar de tu bando, Tornell?
– El desorden -dijo sin pensar-. Nos llevó a la maldita debacle.
– No te falta razón.
– Los anarquistas… en fin, aquello parecía una verbena. Creo que había que ganar primero la guerra y luego hacer la revolución, no lo contrario, que es lo que proponían ellos.
– Eso que dices es más bien de orientación comunista, ¿no?
Por un momento, Alemán vio la sombra de la duda asomarse a su rostro. Le pareció que Tornell, incluso, llegaba a ponerse nervioso.
– Nunca milité en ningún partido -dijo Tornell-. ¿Y tú?
– No, yo tampoco, ya te lo dije. Quería matar rojos. Ni siquiera me tomaba los permisos que me daban cuando ganaba alguna condecoración. Apenas si abandoné el frente pese a los ruegos y las órdenes de mis superiores.