El preso le miró como con una mezcla de lástima y respeto.
– ¿No será que querías hacerte matar?
– Me lees el pensamiento pero no creas. Lo supe hace poco. Cuando llegué aquí.
Volvieron a quedar en silencio, paladeando el coñac. Aquel ambiente animó al capitán a hacer una confesión:
– ¿Sabes? Cuando acabé la guerra intenté quitarme la vida. Me corté las venas.
– Vaya.
– No, no temas, creo que lo he superado. No recuerdo bien cómo ocurrió, lo tengo todo como en una nube. Actué de forma mecánica, instintiva. Mi ordenanza me salvó la vida.
Se hizo un incómodo silencio entre los dos. Otra vez. Se miraron a los ojos.
Entonces Tornell dijo sin pensar:
– ¿Sabes? Yo te conocí.
– ¿Cómo?
– No, no. No te conocí directamente. Fue en noviembre del treinta y seis. Como había sido policía me destinaron a las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia. -Alemán puso cara de pocos amigos-. No te preocupes, no hice nada de lo que deba arrepentirme. El gobierno quería poner orden, terminar con los «paseos» y sobre todo, con las checas…
Alemán se incorporó un poco en su sillón. Estaba alerta. Tornell continuó hablando.
– … yo iba y venía, arreglaba entuertos, polémicas entre comités, en fin… Una misión imposible… Recuerdo que estaba en Madrid y me llamaron para que esclareciera un suceso: un preso se había escapado de la checa de Fomento llevándose por delante a dos guardias. Querían depurar responsabilidades por si había que fusilar a algún negligente.
– Vaya.
– Sí, accedí a tus declaraciones e interrogué al personal de la checa. Emití un informe, los responsables de tu fuga estaban muertos.
– ¿Tenías que buscarme a mí?
– Si hubiera sido posible, sí. Pero la ofensiva sobre Madrid era inminente y tu prima declaró que te habías pasado. Sinceramente, no creí que pudieras lograrlo, supuse que habrías quedado en tierra de nadie, malherido…
– Pues lo conseguí.
– Lo sé.
De nuevo ese silencio incómodo.
– Y me alegro de que lo consiguieras -añadió el preso.
Alemán miraba al suelo, como bloqueado. Tenía los ojos enrojecidos, se le saltaban las lágrimas.
– Siento lo que te pasó, Roberto. Quería decírtelo desde que te conocí, pero no tuve huevos.
– ¿Por qué?
– Por si me tomabas por uno de ellos. Por un chequista.
– Tú nunca has sido así.
– Sí, lo sé, pero tú no me conocías… Lo siento, amigo. Quiero que sepas que entiendo que salieras de allí hecho una bestia. Tú no eras un verdugo, eras una víctima.
– Que se convirtió en verdugo.
– Sí, Roberto, para no volver a pasar por aquello.
Alemán quedó mirando al frente con los ojos abiertos, como el que ve una gran verdad. Entonces, de pronto, se levantó. Tornell empezó a alarmarse. El capitán hincó una rodilla y, tras situarse frente a él, le dio un fuerte abrazo.
– Gracias, Juan Antonio, gracias.
Sin separarse de aquel mastodonte que le apretaba contra sí, el preso acertó a decir:
– Gracias… ¿por qué?
– Por ayudarme a comprender lo que pasa dentro de mi maldita cabeza.
Volvieron a sentarse como antes. De nuevo ese inquietante silencio. Alemán, cambiando de tercio, como solía hacer, preguntó de golpe:
– ¿Sabes, Roberto? A veces me pregunto por qué sentimos simpatía por determinadas personas, por qué elegimos a nuestros amigos.
– ¿Y?
– Cuando llegaste aquí, todos te vimos como un tipo peligroso, un loco. Pero yo, en el fondo, sabía lo que te había ocurrido y pensaba que eras, como todos nosotros, una víctima.
– Quizá, pero mírate, yo estoy solo. Me maldigo por haber sobrevivido a mi familia, gente mejor que yo, pero tú, tus amigos, habéis perdido una guerra. Sé que debe de ser muy duro, amigo. Tornell, tú también lo debes de haber pasado mal.
El preso sonrió con amargura.
– Y que lo digas.
– Lo siento, de verdad -prosiguió el capitán-. De veras.
– Lo sé.
– Si alguna vez quieres hablar de ello… -dijo Alemán llenando las copas de nuevo-…ya sabes… sin ningún problema…
– Necesitaría toda una vida para contarte lo que vi -dijo Tornell.
Alemán debió de poner cara de no entender, porque, de inmediato, Juan Antonio aclaró:
– Te pondré un ejemplo: Albatera, el muro de las lamentaciones…
– ¿Cómo?
– Sí, Roberto, sí. Te pregunto que si sabes qué era el muro de las lamentaciones.
– ¿Donde fusilaban a la gente?
– Quiá.
Alemán ladeó la cabeza mostrando que no entendía. Tornell siguió hablando:
– ¿Sabes? Nos alimentaban con latas de sardinas requisadas al ejército de la República. Obviamente se habían echado a perder por el paso del tiempo, el aceite estaba rancio. Eso y una minúscula rebanada de pan, duro y lleno de gorgojos, putrefacto. Esa era nuestra dieta. Una vez al día. Y sin agua, recuerdo que para conseguir un vaso había que hacer una cola de un día.
– Y aquello daba sed.
– Exacto, amigo. Aquello provocaba que todos los presos padecieran de un estreñimiento atroz. Las barrigas se hinchaban. Las letrinas, por otra parte, no eran más que un inmenso agujero en el suelo lleno de mierda junto a un muro. Cuando los presos acudían allí no podían siquiera hacer sus necesidades. Teníamos que utilizar la llave de las latas de sardinas para conseguir eliminar algo parecido a la mierda de cabra. Unas bolas pequeñas y duras. La gente acababa desarrollando forúnculos por aquello, pero había que eliminar los residuos del cuerpo como fuera, claro. Muchos sufrían hemorragias tras usar la llave y se desmayaban allí mismo, sobre las heces. Los aullidos de dolor de los hombres cuando intentaban defecar eran horribles.
– El muro de las lamentaciones.
Tornell asintió.
– ¿Y tú pasaste por eso?
– Y por más -dijo-. ¿De verdad quieres que te cuente más?
– Siempre que quieras hacerlo, sí.
A Tornell le pareció ver que su amigo se emocionaba de nuevo. Quizá la salida de su letargo emocional le estaba convirtiendo en alguien demasiado vulnerable.
Pensó que, por aquel momento, era suficiente. Hay ocasiones en las que el silencio es lo mejor. Mejor que dejar aflorar esos recuerdos que, a veces, te devoran el corazón y la mente.
Capítulo 27. Diferencias
Roberto Alemán, aprovechando su nombramiento plenipotenciario, liberó a Tornell de cualquier trabajo incluso cuando estuviera ya plenamente recuperado. Insistió en que debía dedicarse sólo a la investigación. Después del mazazo que había supuesto la muerte del bueno de Casiano y su hijo, los dos amigos retomaron el asunto si cabe con más ímpetu. ¿Qué tendría que decirles el niño? Tornell repasaba el caso y se volcó, ahora que podía, en su diario. Aparte de reflexiones recogía en él aquellos aspectos de la investigación que no debían quedar en el aire. Por ejemplo, le parecía evidente que las dos ampollas de morfina que habían encontrado en la caja de Higinio no eran sino el pago que el verdadero asesino había realizado para que el comunista hiciera la vista gorda ante la ausencia de Carlitos Abenza. Sin embargo, ¿por qué se ausentó el chaval del recuento? Le parecía que la respuesta era clara: a aquellas horas debía de estar muerto. El asesino era listo, muy listo. Sabían que Abenza había asistido a la cena, luego el asesino se citó con él en las alturas entre dicha hora y las doce, lo mató y pidió a Higinio que falseara el recuento simulando que el chaval había huido y que necesitaba unas horas de margen para escapar. Hasta ahí, Tornell pensaba que su razonamiento no presentaba fisuras, se sostenía. Se imaginaba que Higinio, al ver que el chaval había muerto y que Alemán y él investigaban su asesinato debió de ponerse nervioso. Era probable que incluso hablara con el asesino y éste, al ver que podía ser descubierto, lo eliminara de un plumazo. Era un tipo atrevido, casi se diría que demasiado inconsciente, pues le atacó en el barracón y no dudó en hacer lo mismo con Tornell cuando a punto estuvo de verse descubierto. ¡Llegó incluso a agredir a un capitán! Tornell no quiso preocupar a Alemán, pero creía que éste tenía razón, a aquellas alturas pensaba que la piedra que había triturado a Raúl y a otros tres hombres, iba destinada contra ellos dos. Ahora lo veía claro. ¿Por qué aceptó Higinio las ampollas? ¿Por qué asesinó alguien a Carlitos? ¿Qué había hecho el pobre chaval? Quizá había visto algo relacionado con el tráfico de morfina en el campo, pero resultaba inverosímil que alguien dentro de la prisión, un preso, pudiera costearse algo tan, tan carísimo. Si alguien traficaba con morfina no podía ser un preso, no, imposible. Debían buscar entre los carceleros. Estaba claro. Otra posibilidad era que algunos presos hicieran de correo para alguien más importante. Un oficial o algún guardia. Quizá el capitán de la Guardia Civil podría arrojar algo de luz al respecto.