Tornell se encontraba mal por varios motivos. Después de repasar las fichas de los presos y teniendo en cuenta quién había pasado por la enfermería aquel día en que el practicante se ausentara por unos minutos, todo apuntaba en una dirección de cara a identificar al ladrón de las ampollas. Tenía un candidato claro. Pero no quería reconocerlo. Intuía que Alemán sospechaba lo mismo, aunque no había dicho nada. El Julián era el único que, después de pasar por la enfermería, tenía un historial de robos de cajas fuertes y domicilios que le hacían sospechoso. Era perfectamente capaz de abrir ese armarito y llevarse las ampollas. Tornell no quería presionarle, y mucho menos que fuera detenido o maltratado; bastante debía de haber pasado el pobre con aquellos experimentos de Vallejo-Nájera. Sabía que, tarde o temprano, aquella cuestión se interpondría entre Alemán y él, y no sabía cómo resolverlo. Además, Roberto le trataba muy bien, siempre lo había hecho. Le llamaba cariñosamente «el baturro», por el vendaje que llevaba en la cabeza, y se encargaba solícitamente de que descansara, durmiera las horas necesarias y que no le faltara de nada. Aquello le hacía sentirse más culpable aún y así lo anotó en su diario. Alemán se estaba curando pero él seguía enfermo de odio. Claro, para el capitán era más fácil; habían ganado la guerra y tenía un futuro, pero él, no. Él sólo ansiaba vengarse como juró en Miranda, Albatera, los Almendros y tantos y tantos campos en los que le redujeron a la condición de subhumano. Al menos, Alemán, por su parte, había conseguido la escritura de todos los empleados del campo así como de guardianes, «civiles» y demás, con el subterfugio de la encuesta. Tornell pensó en dedicar el día siguiente a examinar dichos cuestionarios para comparar los distintos tipos de letra con la de la nota acusadora. Esperaba que aquella gestión les deparara el éxito. La próxima visita de Toté se aproximaba y no sabía qué iba a pensar ella cuando viera el aparatoso vendaje que llevaba. Se sintió también mal por ella. La estaba engañando tras hacerle creer que había un futuro para ellos, al igual que a Alemán. Por otra parte se había presentado el nuevo director, un «misicas», un meapilas. Era soltero y, según decían, muy pío. No le daba buena espina. Por cierto, se rumoreaba que Franco iba a asistir a una misa allí en la cripta, en la mañana del día de Navidad. Interesante. Al menos todo iba como habían pensado. Hacía mucho frío, era diciembre y se acercaba la Navidad.
El sábado 14, a la tarde, Tornell y el señor Licerán terminaron de repasar la escritura de los empleados y guardias del campo: ninguna coincidía con la de la nota. ¿La habría escrito de verdad el asesino? A pesar de que aquel crimen era la principal preocupación de Alemán, había varias dudas que asaeteaban su mente, aunque la principal era: ¿por qué el asesino había intentado desviar la culpa hacia los anarquistas? Y sobre todo… ¿por qué a los comunistas les incomodaba tanto la fuga de éstos? Algo preparaban, ¿una fuga masiva? Debía de tratarse de algo grande. No se le escapaba que Tornell cambiaba de tema cuando le hablaba de eso y decía que nada tenía que ver con la investigación. Entonces, en su mente se encendió una luz. No, era una idiotez. Un momento, un momento. Sí, era posible. Franco iba a menudo a las obras. ¿Estarían preparando un atentado? ¡Qué tontería! Era una locura. Estaba perdiendo la cabeza, jugar a detectives no era lo suyo. Todo aquello lo pensaba repantigado en su sillón, en su saloncito, con las piernas en alto y despachando una buena copa de coñac. Solo. Tornell estaba muy raro, demasiado, aunque en aquel momento pensó que bien podía ser porque el asesino no se encontrara entre los custodios de los presos quitándole la razón, quizá porque al día siguiente llegaba su mujer o también porque las entrevistas con los posibles ladrones de la morfina le habían dejado en una situación difícil que había generado tensiones entre ellos. Se veía venir, y así ocurrió.
El policía no le ocultó la verdad cuando fue a su casa para contarle que había charlado con los cuatro posibles candidatos y que no había visto nada raro en tres de ellos. Pero con el cuarto habían surgido verdaderas sospechas. Era el Julián, al parecer uno de los miembros de su círculo más o menos habitual. Según le contó era íntimo, uña y carne, de un tipo al que apodaban David el Rata, que a su vez tenía mucha relación con Berruezo, el gran amigo de Tornell que había conseguido que le llevaran a Cuelgamuros.
Alemán recordó que el Julián era aquel tipo que estaba siendo atendido por una astilla en la nalga aquel día en que el enfermero le dejó a solas en el consultorio. Había sido ratero, sabía abrir cajas fuertes y había estado a solas con el armario de la morfina durante, al menos, diez minutos. Tornell, que leía en la gente como en un libro abierto, relató a Roberto que cuando le había sacado el tema, el sospechoso se había quedado parado, el rostro demudado, los labios morados. Por un momento pensó que el tipo iba a desmayarse, aunque de inmediato se recompuso. Era él, no había duda. Intentó presionarle pero el otro se cerró en banda. ¿Por qué había robado la morfina? O mejor dicho, ¿para quién? ¿Traficaba con ella? Tornell intentó convencerle de que hablara, pues estaba en una situación difícil. El otro, al parecer, lo negaba todo. El policía le hizo ver que si había robado la morfina para el asesino, si conocía su identidad, estaba en verdadero peligro. Pero según le contó a Roberto, el Julián se había reído de aquello. ¿Por qué no sentía miedo? ¿No había visto lo que ocurría a los que se habían cruzado en el camino de aquel loco? ¿Acaso no sería él el tipo que iba matando presos? Alemán lo vio claro y le dijo a Tornell que debían actuar rápidamente.
– Tenemos que detenerlo. No hay tiempo que perder. Por primera vez tenemos algo a que agarrarnos: un hombre que conoce al asesino y que ¡está vivo para contarlo! ¿Te das cuenta? -se escuchó decir a sí mismo-. Tenemos que mandarlo detener y hacerle cantar.
– No, no. Es mi amigo. De ninguna de las maneras -dijo Tornell negándose en redondo a aquello.
Discutieron.
– Hay que detenerlo, llevarlo al cuartelillo y que le saquen el nombre del asesino a hostia limpia. Igual hasta es él.
– ¿Estás loco? Nosotros no actuamos así, Roberto. Creía que éramos amigos.
– Y lo somos, Juan Antonio, y lo somos, pero no podemos dejar que ese tipo siga matando gente. Es cuestión de tiempo, en cuanto el asesino sepa que has hablado con el Julián, éste será hombre muerto.
– No.
– Los «civiles», Tornell. Se lo sacarán.
– No, Roberto, no. Por favor. ¿De qué sirven las cosas que te conté? ¿Vas a incurrir en la misma brutalidad que esa gentuza? Pensé que habías cambiado.
– Éste no es un asunto político, Tornell, es policial; hablamos de una bestia. ¿Cuántos hombres más pueden morir?