Quedaron mirando hacia otro lado, los dos. Era la primera vez que discutían.
– Mira, Alemán. No quiero que detengan al Julián. Estuvo preso en San Pedro de Cardeña e hicieron experimentos con él.
– ¿Cómo?
– Sí, en San Pedro de Cardeña, un psiquiatra hizo experimentos con los prisioneros de las Brigadas Internacionales para investigar el biopsiquismo de la patología marxista.
– No entiendo nada de lo que me estás contando.
– Sí, hombre, sí, Vallejo-Nájera. Mira, los brigadistas no eran nadie, no existían.
– ¿Por qué?
– Porque en cuanto entraban en territorio de la República se les retiraba el pasaporte.
– Para que no pudieran volverse atrás.
– Más o menos. Al acabar la guerra, todos los prisioneros extranjeros estaban indefensos. No eran nadie, no tenían papeles, no existían…
– Joder.
– Por eso los utilizaron en las investigaciones. Ese tipo, el psiquiatra, quería demostrar que el marxismo tenía una base patológica, que era algo típico de mentes enfermas, seres inferiores, subnormales.
– La Virgen, cuánto loco.
– Hacían experimentos, no sabemos cuáles. El Julián no se acuerda, pero quedó tarado. A los rusos, sobre todo, les medían la cabeza, a los siberianos, que tenían rasgos mongoloides, les hacían fotos para demostrar que sus cráneos eran anómalos.
– La frenología pasó de moda ya en el siglo XIX. Además, tu amigo no era extranjero.
– No, pero sospechamos que era un poco… retardado.
– Por eso experimentaron con él. ¿Y qué le hacían?
– No lo sabemos. Ni siquiera él lo recuerda, Alemán. Su mente lo borró todo hace tiempo.
– ¿Te das cuenta que bien podrías estar hablando de un loco? Quizá sea el asesino.
– No, no.
– Además, suponiendo que no lo sea, si robó las ampollas para el asesino, éste lo despachará.
– Un momento, Roberto, un momento. No está tan claro. Hemos supuesto que Higinio tenía las ampollas porque se las dio el asesino en pago a su silencio, pero ¿y si las tenía para traficar? ¿Y se las consiguió el Julián?
– Tú dices que no crees en casualidades y yo, tampoco.
– Mira… estoy cansado -dijo el policía-. Mañana viene Toté. Dame dos días, sólo eso. Si el lunes no he conseguido hacerle hablar lo detienes. Esta noche volveré a hablar con él y con su amigo, el Rata, es un tipo listo y seguro que lo convence.
– Hecho -dijo Alemán dando su brazo a torcer. Estaba enfadado, Tornell se equivocaba pero él sólo era un aficionado-. Se hará como dices.
El domingo por la mañana el Julián apareció muerto.
Lo encontraron cerca del Risco de la Nava. Junto a él había una jeringuilla usada y dos ampollas de morfina. Se sospechaba que el reo había participado en el robo de cuatro ampollas de la enfermería, dos de las cuales fueron halladas en la caja del preso Higinio Gutiérrez, asesinado en su barracón, por lo que tanto el director como el médico llegaron a la conclusión de que Julián Domínguez había muerto por sobredosis tras inyectarse el contenido de los dos viales. Don Ángel Lausín dijo no descartar el suicidio. El médico mostró a Alemán las señales de múltiples pinchazos que presentaba el cuerpo, por lo que supuso que era un adicto.
Roberto quedó en cuclillas mirando el horizonte desde las alturas. Llevaba razón y ahora aquel pobre desgraciado estaba muerto. Quizá era el asesino que buscaban y se había suicidado de verdad al ver que el cerco se estrechaba. El nuevo director, un imbécil, sugirió incluso que cerraran el caso. Quitando los guardias civiles que habían hallado el cuerpo, el director y el médico, nadie más sabía nada de aquello. Alemán dio órdenes expresas de que no se dijera nada a Tornell que, además, andaba por ahí con su mujer. Era la hora de comer y pensó que no le vendría mal reponer fuerzas y echar una siesta. Le hubiera gustado saludar a Toté, conocerla, hacerle saber la admiración y el cariño que sentía por su marido que, dicho sea de paso, le parecía un hombre notable, pero se entretuvo esperando que bajaran el cuerpo directamente al Escorial y que el forense le echara un vistazo. Sobredosis, confirmó. Tenía claras marcas de aguja en el brazo izquierdo y unas diez o doce entre los dedos de los pies. A pesar de que coincidió en que aquel tipo debía de ser un adicto, el forense le dijo que era raro, le parecía extraño que un preso pudiera costearse algo que, en el mercado negro, alcanzaría precios astronómicos. Lo habían matado, pensó Alemán para sí.
Una vez más se sintió impotente porque todas las muertes que le rodeaban, excepto la de Higinio, parecían accidentales. Algo que, en aquel lugar, no suponía nada extraordinario. Aquello se complicaba, y mucho. No se veía con ánimo de volver al Valle de los Caídos. Él tenía razón y Tornell, no. ¿Cómo iba a decírselo? Era obvio que su nuevo amigo se había equivocado; el Julián estaba muerto en gran parte por su culpa. Los presos no se habían enterado, así que nadie se lo podía decir salvo los guardianes que estaban sobre aviso. De momento, claro. Porque en aquel campo todo terminaba sabiéndose tarde o temprano. Si hubieran detenido al Julián, como él pretendía, en aquel momento estaría vivo. O habría confesado ser el asesino. Bien es cierto que le habría caído algún guantazo que otro, sí, pero no le cabía duda de que hubiera cantado, entre el miedo a los guardias civiles, al asesino -si es que no era él mismo- y a la posibilidad de tener que volver a un campo de concentración.
Habló por teléfono con el nuevo director desde El Escorial, desde el despacho del forense. Tampoco le gustaba aquel tipo con pinta de seminarista, Ildefonso, delgado, alto, con un sempiterno suéter color lila con un enorme cuello de camisa que asomaba bajo el mismo como los dos colmillos de un vampiro. Era un curilla. De inmediato dijo que dispondría misas por el alma del difunto. Insinuó que eso le había sucedido por no haber acudido a misa a primera hora; pensaba que el Julián era el asesino y volvía a insistir en que cerraran el caso.
Alemán estaba furioso, aunque quizá aquel imbécil hasta tenía razón, así que avisó al chófer y se fue a Madrid. Pasó la tarde con Pacita sin poder quitarse el asunto de la cabeza tras enviar al chófer de vuelta. La única prueba que les permitía seguir el husmillo era la morfina, el único testigo era el Julián y ahora estaba muerto. Siempre ocurría lo mismo, cada vez que se acercaban, cuando hallaban algún posible testigo que pudiera ayudarlos, éste acababa fiambre. Aquello parecía una novela de aquellas que vendían en los quioscos, de asesinatos, a las que su hermano el de la UGT era tan aficionado. Nunca le gustaron; era desesperante que siempre que se acercaba uno a la resolución del caso ocurriera algo que impedía al lector saber lo que realmente estaba pasando. Suponía que eran trucos de escritor de folletines, pero le ponía nervioso. Era todo tan previsible…
En aquel caso la realidad era mil veces más compleja que el más enrevesado de los vodeviles. El asesino se movía rápidamente, de aquello no había duda.
No quería ver a Tornell, discutir, decirle «ya te lo dije». Su amigo había perdido la objetividad por ser, precisamente, un prisionero. Él no se daba cuenta pero Alemán sí, y su tozudez le había costado la vida a un hombre. Supuso que se sentiría culpable cuando supiera la noticia. Volvió en el coche de su general acompañado por su novia. Se despidieron entre arrumacos y vio el auto alejarse diciendo adiós con la mano. Al menos tenía a Pacita. Convino que Tornell lo tenía mucho peor. Sí, estaba su mujer, Toté, pero las cosas no debían de ser sencillas para él. A fin de cuentas era un preso, le parecía evidente que desde el principio había creído en que el asesino era un guardián o un guardia civil, hipótesis que a Alemán no le parecía descabellada, la verdad. Pero los hechos apuntaban cada vez más en el otro sentido, así que era de esperar que Tornell no estuviera, precisamente, contento. Además, en cuanto supiera lo del Julián, si es que no lo sabía ya, se sentiría responsable de su muerte. Cuando se disponía a subir hacia su casa, el guardia civil que vigilaba la entrada le dijo: