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– Ay, el amor… el amor.

El, muy atento, le saludó con la cabeza. Era evidente que le había visto despedirse de Pacita.

– Usted perdone -dijo-. Espero que no nos hayamos comportado de forma incorrecta.

– ¡Qué va! Descuide, descuide -contestó el guardia ofreciéndole un pito-. Si es lo mejor que hay, ya sabe usted: las mujeres. Además, no es usted el único. Ya se sabe, la juventud. Muchas noches veo acudir al pueblo al falangista ese, al pez gordo. -Se refería obviamente a Baldomero Sáez, que desde la muerte de Casiano y su hijo se había mantenido en un discreto segundo plano-. Dicen mis compañeros que debe de tener alguna querida allí abajo, no falla, casi todas las noches baja al pueblo.

Aquello llamó su atención. Si tenía una mujer en El Escorial, ¿por qué bajaba después del toque de silencio? Era soltero, bien podía hacerlo a la tarde o, simplemente, tras la cena. ¿Por qué se ocultaba?

– Pero ¿vuelve a dormir? -preguntó el capitán.

– Sí, claro, sí. Cuando lo veo bajar, allá al fondo, se escucha un coche. Luego a eso de las dos horas o así suele volver.

– ¿Una mujer que conduce? -preguntó extrañado.

– Igual tiene algún taxi que le espera -repuso el otro.

Alemán apagó su cigarrillo y le dio las buenas noches. Aquella información podía ser valiosa. ¿Por qué se comportaba así el falangista? Sin duda, se beneficiaba a una casada. Como mínimo. Cualquier detalle que pudiera perjudicar a ese malnacido podía serle útil.

Capítulo 28. Cosas raras

Tornell supo lo del Julián el mismo domingo por la noche, en su barracón. Se lo contó el Rata, que se pasó por allí justo antes del toque de queda. Se enteraba de todo y era amigo suyo, así que fue a contárselo al antiguo policía. La mala noticia terminó por desmoralizarle, hizo crisis. Además, había ido de visita Toté y, curiosamente, aquello le había hecho sentir peor. Estaba guapísima. Ella le había dicho que le veía más repuesto, aunque, de inicio, se asustó al ver su aparatoso vendaje. Le mintió diciéndole que había sido un accidente tras resbalarse en un terraplén. Después de hacer el amor bajo el mismo árbol que la otra vez se había sentido completo. Y culpable. Ella se había sorprendido al ver cómo le saludaban los guardias civiles y los otros presos. Podía sentirse orgulloso de haberse adaptado bastante bien a aquello. Toté parecía feliz al ver que las cosas no le iban mal; al menos, en cuanto a su puesto de cartero y a su amistad con Roberto. Ella apuntó que, a buen seguro, Alemán podría interceder por él haciendo que saliera pronto de allí. No se atrevió a contradecirla. Si supiera…

Cada día se sentía peor anímicamente y su esperanza de cazar a aquel maldito asesino iba desapareciendo. Tomó su diario aprovechando que todos sus compañeros dormían y volcó en él sus reflexiones: el Julián había muerto por su culpa. Alemán tenía razón, quizá hubiera sido mejor detenerlo y hacerle contar la verdad. A aquellas alturas estaría vivo. Toté creía que poco a poco se acercaba el fin de aquel calvario y él la engañaba. No le había contado nada de la investigación, ni siquiera conocía la existencia de los asesinatos; además, ¿qué más daba? Él nunca saldría de Cuelgamuros, estaba decidido. Bueno, sí, con los pies por delante y pasando a la historia.

Tornell no dio señales de vida ni al día siguiente ni en los posteriores. El señor Licerán había contado a Alemán que se le había presentado solicitando volver al trabajo y no precisamente como cartero. Decía que ya estaba recuperado y que no quería seguir ocioso. Roberto no tenía muy claro qué le ocurría. Bueno, sí.

Debía sentirse culpable por la muerte del Julián, que a aquellas alturas ya era vox pópuli en el campo, y supuso que no querría encontrarse con él por si le echaba en cara su error. Se sintió culpable por no haberle dado la noticia personalmente pero no podía imaginar que en el campo las noticias circularan a tal velocidad. Probablemente no había acudido a verle por orgullo. El maldito orgullo. No quería verle y quizá él tampoco. Tornell se había equivocado y los dos lo sabían.

Parecía como si su relación se hubiera enfriado; debían hablar, sí, pero no estaba seguro de querer dar el primer paso.

El caso había llegado a una vía muerta y Alemán comenzaba a plantearse la posibilidad de largarse de allí en aquel mismo momento, retomar sus estudios, casarse. Aquello le superaba. No creía que el asesino volviera a actuar; ahora estaba a salvo. Eso si no era el Julián. De seguir vivo, el asesino debía de estar tranquilo: había eliminado a Higinio, que le ayudó falsificando el recuento; al crío, Raúl, que de alguna manera sabía algo y al Julián, que por algún motivo le había proporcionado la morfina para sobornar a Higinio. Del caso que le había llevado a Cuelgamuros, del asunto de los suministros, no se sabía nada; las cuentas estaban claras y todo iba en orden. El director, probablemente el culpable, había sido cesado. Luego, ¿qué hacía allí todavía? ¿Para qué alargar su estancia en aquel lugar? Entonces ocurrieron dos cosas raras. Muy raras.

La primera estaba relacionada con Tornell. En un momento dado pensó que no merecía la pena seguir distanciados, que debía dar el primer paso y tragarse el orgullo. Bien era cierto que Tornell debía haber acudido a verle para decirle: «Tenías razón». Pero no lo había hecho. Probablemente estaba hundido porque el Julián había muerto por su culpa. Bastante castigo era aquél.

Decidió hablar con él y fue a buscarlo en la pausa de la comida. No estaba con su gente, así que volvió a su casita, a leer. Al final de la tarde, el antiguo policía se presentó.

– He ido a buscarte -le dijo Alemán.

– Sí, estaba ayudando a mi sustituto a leer las cartas a los demás presos.

– Vas a volver al puesto de cartero. No tenías que haberlo dejado.

El preso negó con la cabeza.

– Tornell, escucha. Es un buen destino, no te castiga, te permite recuperarte, vivir. Bastante pasaste ya por todos esos campos de concentración. Ten cabeza, hombre.

– No me lo merezco -dijo-. Soy un inútil.

– No, no. No digas eso. Fuiste un gran policía, eres un gran policía. Eras un gran oficial, lo sé. Tienes una mujer, un futuro, saldrás de aquí, yo me encargaré de que sea pronto… hazme caso. Déjame ayudarte.

– No me lo merezco. Está muerto. Por mi culpa. Tú tenías razón.

– No, amigo, no. Hiciste lo correcto, no querías que lo curtieran.

– Tú lo dijiste, había que sacarle la información para salvarle la vida. A la primera hostia habría cantado, lo sé. ¿O acaso te crees que cuando yo era policía me comportaba como una hermanita de la caridad?

– ¿No has pensado en que igual era el asesino?

– Estoy seguro. El Julián no era el asesino -dijo muy seguro de sí mismo.

Quedaron en silencio.

– Mira… No es una opción. Tienes que volver a tu puesto de cartero, lo hacías bien. Leías las cartas. Ayudabas a la gente. No te voy a permitir otra cosa.

– Desde que se inició este asunto no ha hecho más que morir gente y no he podido evitarlo. ¿Cartero? No me lo merezco.

– ¡Nadie se lo merece más que tú! -gritó Alemán fuera de sí.

Tornell sabía cómo sacarle de quicio. ¿Por qué no se dejaba ayudar? No sabía por qué, pero aquel hombre era importante. No podía entrever que, en el fondo, ayudándole, veía la posibilidad de redimirse.

– Bien, bien, no quiero imponerte nada. Piénsatelo, ¿de acuerdo? -se escuchó decir a sí mismo. Pensó que era mejor adoptar un tono más conciliador.

Entonces el rostro de Tornell cambió, se relajó. Incluso pareció que sonreía. Alemán comprendió que había hecho bien en no obligarle a aceptar su decisión. Esperaría.