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– Vete a descansar. Si vuelves al tajo te hará falta.

– Gracias -dijo saliendo de allí con paso cansino. Parecía que la compañía del capitán ya no le agradaba.

Roberto se sentó a mirar el fuego. Tornell estaba muy raro. ¿Qué les estaba pasando? ¿Por qué no podía ser Tornell un compañero más y no un preso? La idea de dejar Cuelgamuros y que él quedara allí se le hacía desagradable. Ni siquiera habían hablado de continuar la investigación de aquel caso, aquellas pesquisas llevadas a cabo por dos locos que iban contra todo. Aquello les había unido con un vínculo inexistente, pero fuerte. Tornell no quería reconocerlo pero Alemán lo sabía, era su amigo y le apreciaba. Tanto como Roberto al preso. Para el militar era más fácil, claro: él era uno de los verdugos y Juan Antonio, un penado. Intentó ponerse en su lugar, ¿cómo podría su mente albergar cualquier sentimiento positivo hacia uno de aquellos salvajes que durante años le habían reducido a la condición de un ser infrahumano, un prisionero? Se sintió mal, despreciable. Salió de allí dando un portazo. Se ahogaba. Tenía algo que hacer.

Pasó por donde la casamata de Solomando y se atizó un par de coñacs. Pertrechado con un buen capote salió de nuevo al exterior. Hacía un frío horrible. Saludó al centinela y se apostó bajo unos pinos. No tuvo que esperar mucho. A eso de las doce y media vio una figura rechoncha que bajaba caminando tras salir del campo. Era Baldomero Sáez. Dejó que pasara junto a él, le dio ventaja y le siguió.

Después de bajar un par de cientos de metros, el falangista se paró y encendió un cigarrillo. El pequeño botón incandescente destacaba en mitad de aquella inmensa oscuridad. Pasó un rato, quizá quince minutos. Entonces comenzó a oírse un rum rum, un ruido sordo, grave, como si un gran gato ronroneara haciéndose audible bajo el sempiterno viento que aullaba en aquellos parajes. Una luz. Era un coche. Se fue acercando. Cuando llegó a la altura de Sáez se detuvo. En su interior se encendió una pequeña lucecita. Vio dos camisas azules y un tipo uniformado. Llevaba varias estrellas en los galones, aunque no pudo ver bien su graduación. El falangista, rechoncho y de lentos movimientos, subió al coche y desaparecieron. ¿Qué estaba pasando allí? ¿Por qué se reunía Sáez de esa forma, en secreto, con militares y falangistas? ¿Qué era aquello? ¿Conspiraban o sólo se iban de putas? La situación en Cuelgamuros había terminado por convertirse en un rompecabezas imposible de resolver. Alguien había matado a Abenza. Higinio había ayudado al asesino a falsificar el recuento y había terminado siendo asesinado por ello. El crío, que parecía saber algo, había fallecido en un accidente y el Julián, que probablemente había robado las ampollas con que el asesino había sobornado a Higinio, había aparecido tieso por una sobredosis de morfina. Todo eran accidentes, desgracias, demasiadas para ser fruto de la coincidencia.

El asesino había intentado desviar su atención incriminando al jefe de los anarquistas, Perales, con una nota falsa. Era listo. Se habían producido tensiones entre anarquistas y comunistas por el asunto de la fuga de los dos presos de los que, de momento, nada se sabía. ¿Por qué no querían los comunistas que los anarquistas llevaran a cabo la fuga? ¿Preparaban ellos otra?

¿Por qué estaba Tornell tan raro? ¿Era sólo por la muerte del Julián? ¿No sería éste un simple adicto, metido en una trama de tráfico de morfina para asegurarse el suministro, que había terminado matando a los demás al verse descubierto? Tornell se quitaba de en medio y él había perdido todo control sobre el asunto. Aquello era demasiado complejo, su mente no entendía, estaba perdido. Decidió volver a casa y se fue a la cama. Pasó una mala noche, agitada. Despertó pronto y se fue al comedor a desayunar. Cuando salía se encontró con el señor Licerán.

– ¿Consiguió hablar usted con Tornell? ¿Han arreglado las cosas?

– Sí -dijo-. Anoche hablamos. Había intentado hacerlo a mediodía pero no pude encontrarlo y…

– Sí, estuvo comiendo con un amigo suyo del frente, en el depósito de explosivos.

– ¿Cómo? -preguntó al recordar que su amigo le había dicho que había estado leyendo cartas a los presos. Había mentido.

– Sí, sí, a la hora de la comida lo vi comiendo donde el depósito. Me pareció raro verle por allí y le pregunté. Me dijo que había ido a ver a un viejo amigo.

– Berruezo.

– No, no, ése trabaja con nosotros. Era otro.

– Ya.

– Bueno, pero lo importante es que ustedes se hayan arreglado.

– Sí, claro, no se preocupe -se escuchó responder quitando importancia al asunto.

Lo vio alejarse y quedó pensativo. ¿Por qué le había mentido Tornell?

¿Qué se le había perdido donde los explosivos? ¿Había encontrado alguna nueva pista y no le había dicho nada? Pensó que, a aquella hora, los presos ya estaban en el tajo y tomó una de sus típicas decisiones, impulsiva, inconsciente. Se encaminó al barracón de Tornell. Estaba vacío. Fue directo al camastro de su amigo. Se tumbó y miró debajo. Quizá actuaba así por instinto, porque ni siquiera sentía remordimientos por violar su intimidad. Levantó el colchón -si es que a aquello se le podía llamar así- y lo echó a un lado. Nada. Apartó el catre de una patada, enfadado, harto, fuera de sí, y entonces lo vio: un tablón raro, una interrupción en el color de la madera que, normalmente, quedaba oculto por el lecho. Quitó la tabla rápidamente; dentro, un diario. Bueno, mejor, una libreta que hacía las veces de diario. Lo abrió. Rezaba: «Cuelgamuros, 10 de octubre de 1943. He vuelto a la vida. Después de tanto tiempo mi cuerpo comienza a reaccionar, a recuperar el tiempo perdido y a sobreponerse al castigo…». Más tarde supo que había hecho bien en leerlo.

Tornell estaba de muy mal humor y sabía por qué. Hacía un frío de mil demonios y Toté no podría ir a verle de nuevo hasta después de Navidad, que era tanto como decir que no volvería a verla. Al menos si las cosas transcurrían como él esperaba. Para colmo se había distanciado de Roberto, a propósito, y eso le molestaba. Sabía que Roberto se había comportado como un animal durante la guerra, que había matado a mucha gente, republicanos como él… pero, a diferencia de otros sabía que lo había hecho en combate. Era consciente de que, a veces, en la vida, cuando todo sale mal, comienza a experimentarse la sensación de que todo está negro, de que no hay futuro alguno y eso hace que te hundas. Algo así le estaba ocurriendo a él. Quizá era porque veía cerca el objetivo que le había permitido sobrevivir en los campos: «un día menos para lograrlo», se decía cuando se sentía morir por esas prisiones de Dios. Quizá. ¿Por qué se había metido en aquella investigación? Las pesquisas, las preguntas y la sempiterna presencia de Alemán no eran sino obstáculos para su verdadero objetivo. ¿Por qué había cometido ese error?

No había vuelto a hablar con Alemán. Le evitaba. Desde la muerte del Julián no había sabido por dónde seguir con el caso. Había hecho algunas preguntas sobre el asunto de la morfina más que nada pero nadie estaba al tanto. El asesino se había salido con la suya. Le parecía evidente que era alguien importante, con mando, porque si no… ¿cómo iba a ser tan atrevido? Aunque, ¿por qué iba alguien importante a tomarse tantas molestias en acabar con varios presos si podría enviarlos a morir a un campo o a una cárcel? O simplemente hacerlos fusilar por cualquier excusa… No, no tenía sentido.

Franco llegaría el día 25 a una misa en la cripta. En aquella cueva que, de momento, no era más que un agujero arrancado al granito. Vendrían muchos prebostes con él. Maldición. Roberto le había ayudado cuando no tenía por qué hacerlo. Era la única persona que le había apoyado -al menos de entre sus captores- desde aquel desgraciado día en que cayó prisionero. La única persona del otro bando que le había tratado con humanidad. ¡Porque quería que le enseñara a llorar! Qué cosas… Era como un niño grande. Un idiota. Estaba loco, como una cabra. Era evidente que su paso por la checa de Fomento le había dejado tarado, aunque, en las últimas semanas había cambiado, sí. Se había portado bien con él, como un hermano. ¿Por qué? No lo sabía. Pero no le gustaba; ahora se sentía en deuda con él y eso no era bueno. ¿Qué pasaría con Alemán cuando todo acabara? Cuando su asunto hiciera crisis. Nada bueno. Sabía que Alemán se había conducido como una bestia en la guerra, pero ahora conocía su historia como él era consciente de la suya. Él le entendía y Alemán le entendía a él. A buenas horas. Quizá, si le hubiera conocido antes las cosas habrían sido distintas. Alemán era un joven que no se metía en política y que acabó en una checa. Terminó luchando en el bando nacional porque mataron a su familia, a todos. Estaba enfermo de odio. Quería morir.