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Ahora estaba ilusionado y se alegraba por él. Se iba a casar y retomaría sus estudios. Aunque sonara raro, aunque fuera difícil de comprender, ayudando a otros se había salvado para convertirse -quizá lo era antes- en una buena persona. Por eso le apreciaba, le estimaba, y era por eso que se sentía mal, como un traidor, un mierda. Él era, en el fondo, como Roberto; pero Alemán hacía progresos, se curaba. Juan Antonio seguía enfermo de odio, los odiaba a todos, por lo que le hicieron, por lo que vio en los campos. Le parecía curioso que Alemán se creyera enfermo, cuando estaba, sin darse cuenta, dejando de odiar y él, en cambio, no podía olvidar lo que le habían hecho. Nunca. Sabía que odiaba y mucho, pero con razón. Y para terminar de complicar las cosas, todo había cambiado. Era consciente de que ahora se abría ante él la posibilidad de una nueva vida. Reduciendo pena con el invento de ese maldito jesuita, Pérez del Pulgar, sabía que saldría de allí a lo sumo en cinco años. Alemán quería ayudarle, era probable que lograra sacarle incluso antes y Toté le esperaba, aunque… no podía… no. Resultaría más fácil aceptar aquella oportunidad, salir de allí y empezar una nueva vida. Pero se había comprometido. Había dado su palabra y no quería incumplirla. ¿Cómo iba a imaginar en la profundidad de aquella celda que las cosas iban a cambiar así?

Por eso hacía días que no hablaba con Alemán. Por eso le evitaba, porque se sentía mal al saber cómo le iba a pagar lo mucho que había intentado ayudarle. ¿Cómo podía tener un amigo fascista? No. Él no era un fascista ni nunca lo había sido, se decía a sí mismo. Era un hombre al que arrolló un tren, como a él, como a todos, esa maldita guerra que cada vez se le mostraba más claramente como un gran error. ¿No hay acaso otras maneras de arreglar las cosas que matarse?

No podía tomar lo que Alemán le ofrecía, no podía, no. Era imposible. Siempre fue un tipo tozudo. Le costaba mucho trabajo replantearse las decisiones importantes una vez tomadas. No podía, simplemente, olvidar y seguir hacia delante. ¿Qué le pasaría a Alemán cuando todo se supiera? Lo fusilarían. Peor, primero lo torturarían para ver qué sabía. No quiso pensar en ello, como le decían en la Casa, no se puede hacer una tortilla sin romper unos huevos.

Capítulo 29. Trampas

Corría el día 20, más o menos, con la Navidad llamando a la puerta, cuando comenzaron a aclararse las cosas. En primer lugar, Alemán, en uno de sus arrebatos fue a ver a Tornell y lo sacó del trabajo. No le dio opción y le obligó a que le acompañara a tomar un café. Reparó en que el preso no parecía contento. Estaba demasiado taciturno. La sensación de que le ocultaba algo crecía y crecía en su interior, aunque él tampoco estaba libre de pecado, había violado su intimidad y, gracias a ello, comenzaba a intuir lo que estaba pasando. Su diario no era explícito pero mostraba que ocultaba algo. Había ciertos comentarios que Alemán veía inquietantes.

– No puedes seguir así -le dijo.

– Seguir… ¿cómo?

– Así, evitándome. ¿Qué piensas hacer?

– ¿Hacer?

– Sí, joder, con lo del puesto de cartero, con la investigación… ya sabes.

– No quiero que maten a más gente por mi culpa.

– Bien.

– ¿No vas a decir que no es por mi culpa?

– Pues no, es algo demasiado obvio. Tuvimos opiniones distintas, sí; hicimos lo que tú querías, sí; te equivocaste, sí. ¿Y por eso vamos a dejar que un asesino se vaya de rositas?

Tornell le miró como sorprendido. El viento volvía a aullar pese a que la mañana era soleada.

– No. Bueno… no sé. No tenemos nada a lo que agarrarnos. El asunto de la morfina está en vía muerta. Todos los que podían decir algo sobre el asunto han sido asesinados o, si lo prefieres, han muerto accidentalmente que es peor. Debemos dejarlo. Sinceramente, no veo el camino.

– Ni yo.

Silencio.

– Quiero cazar a ese hijo de puta -dijo Alemán muy serio-. Yo no me rindo.

– ¿Y qué más da? ¿Qué te importa? Tú sólo eres un…

– Sí, dilo, un fascista.

– No, no. -Tornell se echaba atrás, estaba claro que se arrepentía de haber estado a punto de decir algo así-. Tú nunca has sido eso. Eras un soldado, una persona traumatizada, sólo eso. Eres una buena persona, Alemán. Has cambiado.

– Estoy aquí, permanezco aquí, por este asunto. Si tú no me ayudas no sabré seguir adelante. Necesito saber si vas a hacerlo, si continúas, porque de no ser así lío el petate y me largo. Pacita me espera.

– Sí, claro… -dijo Tornell pensativo.

Roberto miró hacia el fondo, hacia los montes. Estaba cansado de aquello. Quería salir de allí y empezar una nueva vida, se lo merecía.

– No es que no quiera ayudarte, Roberto. Sabes que quiero cazarlo tanto o más que tú, es sólo que no sé por dónde seguir. Hace muchos años que no trabajo como policía. Lo del Julián me ha afectado, pero debo reconocer que esperaba identificar la escritura de alguno de nuestros carceleros. Estaba convencido de que el asesino era uno de los tuyos y al ver que no obteníamos resultados… eso me ha desmoralizado, tenía que ser uno de vosotros… No me cuadra, no. Al menos sabemos que no volverá a matar.

– ¿Cómo lo sabes?

– Tú piensas como yo. Lo sé. Es un tipo listo y ha cortado todos los nexos que podían unirle a nosotros. Permanecerá quieto, oculto, en la seguridad del anonimato.

Alemán asintió.

– Porque el muy cabrón -continuó diciendo Juan Antonio- es listo, muy listo…

De pronto, como movido por un resorte, el policía se levantó de un salto.

– ¿Dónde están las cosas de Higinio?

– ¿Cómo?

– Sí, joder, su caja, donde estaban las ampollas. ¿No tenía alguna carta?

Parecía haber visto algo muy claro, tenía los ojos muy abiertos, como el que descubre una gran verdad.

– En mi casa -repuso el militar.

– Vamos -dijo-. Rápido.

Llegaron a casa de Alemán donde Tornell se dirigió directamente a por la caja de los efectos personales de Higinio, el comunista.

Escarbó en ella y sacó un papel. Era una carta que Higinio había dejado a medias, para su madre.

– ¿Tienes la nota? ¿La que inculpaba a Perales?

– Sí, claro -contestó Roberto sacándola de una carpeta que había sobre la mesa.

Tornell tomó los dos papeles y los miró a la vez.

– ¡Hijo de puta! -exclamó.

– ¿Cómo?

– Es un pedazo de hijo de puta. Es listo, muy listo. Mira. -Y le entregó ambas esquelas.

Tras examinarlas Roberto afirmó:

– La misma letra.

– Sí. ¿Y qué te dice eso?

– ¿Que Higinio era el asesino?

Tornell estalló en una violenta carcajada.

– No, no -dijo entre risas-. Después de morir Higinio ha habido más muertes, ¿recuerdas? No. No es eso. El asesino obligó a Higinio a escribir la nota. Así no podríamos identificar su letra.

– ¿Y cómo consintió el otro en hacerlo? Una esquela en que acusaba al jefe de la CNT de su propia muerte…