– El asesino lo amedrentó. Es un hombre terrible, un tipo inteligente con una gran determinación y muy, muy cruel.
– Claro, qué listo.
Tornell volvía a ser el mismo. Se había apuntado un tanto identificando la caligrafía de la nota que acusaba a Perales. Pareció que su ánimo cambiaba. Aquello no les permitía avanzar nada, sólo saber que el asesino era aún más inteligente de lo que pensaban, pero su moral pareció recuperarse. El asesino había utilizado a Higinio para escribir aquella nota; era maquiavélico, el hombre al que buscaban parecía inteligente, un rival de altura. Probablemente alguien con mucha autoridad en el campo, suficiente como para hacer que un hombre escribiera una nota acusando a un inocente de su propia muerte. Alemán miró a su amigo sonriendo.
– ¿Qué me dices? ¿Seguimos?
– ¿Cómo? -dijo saliendo de sus pensamientos.
– Sí, Juan Antonio, el caso, que si seguimos con el caso.
– Nunca lo hemos dejado. Y ahora, me voy al tajo. Déjame tiempo para pensar.
Roberto quedó pensativo por un rato. Había algunas anotaciones en el diario de Tornell que parecían, cuando menos, raras. Alusiones a «vengarse», «un objetivo» y a que no habría una nueva vida con Toté. Por no hablar del asunto aquel de su mentira cuando había acudido donde los explosivos. ¿Qué hacía allí?
Decidió avisar a su fiel Venancio, para que lo siguiera como si fuera su sombra y curarse en salud.
Aquella misma noche, Alemán se dispuso a llevar a cabo su plan. Salió del campamento embutido en una costosa cazadora de aviador, un capricho de otros tiempos que supo le iba a ser útil. El viento le acuchillaba la cara. Había conseguido que su general le enviara una motocicleta que había apostado bajo el bosquecillo, desde donde debía ver pasar a Baldomero Sáez.
Tuvo suerte, porque a la una y media el falangista pasó por allí con su característico trote cochinero. Llegó el coche. El mismo ritual del otro día. Subió. En cuanto el vehículo arrancó y se alejó un poco, Alemán puso en marcha la moto y les siguió con la luz apagada. Así llegaron al Escorial. No se percataron de que les seguía. Pararon en una calle que, según creía, llamaban de la Iglesia. Había un bar que permanecía abierto. Vio muchos coches aparcados en la puerta. Demasiados. Más de cinco, quizá seis o siete. Había gente junto a los vehículos, como de guardia. Todos con camisa azul. Pasó de largo disimuladamente y volvió a Cuelgamuros. Allí se cocía algo gordo. No había duda. Entró en el campo y se fue directo a la vivienda del falangista. Dio una vuelta alrededor. No sabía qué hacer. Vio un pájaro muerto a unos pasos. Un momento. Una idea. Cogió una piedra, la envolvió con su pañuelo, miró alrededor para asegurarse de que no había nadie y rompió un pequeño cristal de la ventana de la cocina. Metió la mano e hizo girar el picaporte. Abierta.
Cogió el pájaro y entró de un salto. Encendió la luz, no tenía miedo. Todo el mundo dormía y si pasaba la patrulla podrían pensar que era el propio Baldomero quien se hallaba dentro. Escarbó en los cajones de una cómoda que había junto a su escritorio. Nada. Abrió el cajón del mismo. Miró varias cartas, nada útil. Debajo de las mismas había una nota, decía:
Estimado Baldomero:
Te recuerdo que no vuelvas a nombrar «nuestro proyecto» en ninguna carta ni documento oficial ni privado, por muy secreta que sea dicha comunicación. Has vuelto a hacerlo en una carta a mi secretario y te avisé una vez al respecto. No habrá una tercera negligencia. Han llegado las velas de cumpleaños. Recógelas en el pueblo en el bar de siempre. Aquí hasta las paredes tiene oídos ¡y ojos! Destruye esta nota nada más leerla.
Camarada REDONDO
¿Qué quería decir aquello? ¿Qué estaban preparando aquellos falangistas? ¿Qué era «nuestro proyecto»? Dejó la nota donde estaba y apagó la luz.
Volvió a la cocina y dejó el pájaro en el suelo, justo delante de la ventana. Parecería que se había empotrado contra el cristal, rompiéndolo. La cerró y se fue hacia la puerta principal. Salió y se giró para cerrarla lentamente, sin hacer ruido. Empezaba a sentirse nervioso, el corazón le latía desbocado en las sienes. Entonces notó algo frío en la nuca. Era suficientemente veterano como para saber que se trataba del ánima de un arma.
– No se mueva -dijo una voz tras él.
Había tres figuras que le acechaban. Aquello comenzaba a escapársele de las manos, de veras.
Capítulo 30. Espías
Roberto Alemán no comprendía qué estaba pasando. El Poli bueno, Fermín, y dos individuos más lo habían llevado a su casita para atarle a una silla. ¿Qué ocurría? Llegó a pensar que igual era el asesino y le pegaban un tiro por meterse en un asunto que se le había ido de las manos hacía mucho tiempo. ¿Qué estaba pasando? ¿Quiénes eran aquellos tipos?
– Tranquilo, Alemán, soy agente del SIAEM -dijo Fermín, que apenas había abierto la boca desde que le habían detenido.
– ¿Cómo? -exclamó Roberto con los ojos fuera de las órbitas.
– Sí, mi capitán, el SIAEM, el Servicio de Inteligencia del Alto Est…
– Sé, lo que es el SIAEM, joder. Pero ¿tú… Fermín…?
El guardián asintió.
– Soy sargento del Ejército de Tierra. Desde siempre he trabajado en esto, en prisiones. Desde los primeros días de la guerra comprendimos que podíamos sacar más información de los presos desde dentro. He sido de todo, preso, carcelero… ¡incluso cura!
Alemán no salía de su asombro.
– Pero, ellos, los presos, te creen un vigilante más, te llaman el Poli bueno, o algo así.
Fermín sonrió satisfecho.
– Éstos son mis compañeros. Padilla y Gironés.
Alemán negó con la cabeza como el que no entiende.
– Vale, vale -dijo-. Pero… ¿qué hago yo aquí?
– Casi da usted al traste con la Operación Brutus.
– Operación ¿qué?
– Brutus. Participó en la muerte de César, ¿recuerda?
– Tiene algo que ver con los asesinatos, claro.
– En absoluto. De eso no sabemos nada. Ni nos incumbe. Cuatro presos muertos no son algo que nos interese. Estamos aquí por otro motivo. Me infiltraron este verano porque nos llegó un rumor…
– ¿Alguna fuga?
Fermín volvió a sonreír, esta vez, con aire condescendiente.
– No -aclaró-. Eso son minucias para el SIAEM. Nos llegó un rumor, fiable, bueno, digamos que… material de primera clase.
– ¿Sí?
– Esto es absolutamente confidencial.
– Me hago cargo, Fermín.
– Es usted militar, un hombre de ley, y me consta que no está metido en este asunto. Tengo su palabra.
– La tiene.
– Sabe usted que Franco viene mucho por aquí, y en ocasiones incluso con poca o muy poca escolta. Le gusta aparecer así, de pronto, sin avisar.
– ¿Y?
– Que quieren atentar contra la vida del Generalísimo.
En aquel momento, Alemán lo vio todo claro. Como el agua. Ya lo había pensado antes en una ocasión al menos. Estaba claro, sí, clarísimo. Ya sabía por qué habían surgido las tensiones entre cenetistas y comunistas cuando dos miembros de la CNT planeaban su fuga. Era evidente a la luz de aquellos acontecimientos. En aquel momento no entendió por qué el Partido Comunista se había opuesto a aquella fuga, pensó que quizá ellos también preparaban una huida colectiva, pero no; aparte de los dos fugados de la CNT no se había producido ningún intento. No, no era eso. Ahora lo sabía.
Estaban preparando algo y la fuga de dos presos podía dar al traste con sus planes. Podía provocar que las autoridades interrogaran a presos o llevaran a cabo registros y aquello, decididamente, no les convenía. El fallecido Higinio y su gente estaban preparando ¡un atentado contra Franco!
– Claro -se escuchó decir-. Ahora está claro. Los comunistas.
– ¿Qué dice? -repuso Fermín mirándole como si fuera tonto.