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– Sí, que los comunistas preparan un atentado.

– ¡No, hombre, no! ¿Qué comunistas? Si apenas se tienen en pie. No diga tonterías, hombre de Dios. No, no, es un golpe desde dentro. Hay un sector de Falange que pretende eliminar al Caudillo, no le perdonan la unificación con el Requeté, piensan que Franco se apropió del legado de José Antonio y quieren recuperar el verdadero espíritu de Falange. La llegada de Baldomero Sáez aquí nos lo corroboró. Estuvo espiándole, ¿sabe? Creíamos que le habían enviado a usted aquí para investigar el atentado. Son muy cautos.

Roberto se quedó de piedra. ¿Cuántas sorpresas más le quedaban por descubrir?

– ¿Y cuándo…? -acertó a preguntar:

– El día 25, durante la misa, tienen armas. En casa de Sáez, bajo una madera que se levanta, a la derecha de la chimenea, hay tres pistolas, tres Luger. Creemos que serán tres tiradores, les vamos a pillar con las manos en la masa. Por eso, es fundamental que se haga usted a un lado. ¿Qué hacía en casa de Sáez?

– Sospeché -aclaró-. Salía del campo de noche y me pareció raro. Le seguí y vi que se reunía con un montón de gente importante en el pueblo: militares y sobre todo, falangistas. Gente con chófer.

– Bien hecho, pero lo sabemos. Es asunto nuestro. No diga nada. ¿Entendido? Hoy es domingo, el viernes, durante la misa, serán nuestros. Hágase un favor y disimule, disimule. Ah, y deje tranquilo a Baldomero Sáez, no interfiera.

Roberto asintió con la cabeza y dieron por terminada la reunión. Al menos se sintió bien al saber que Baldomero Sáez iba a pagar. Se sentía como un tonto, como el marido que resulta ser el último en enterarse de una infidelidad. Haría bien en licenciarse y dedicarse a estudiar. Aunque, por otra parte, no se le iba de la cabeza el asunto de los comunistas: de rebote, sí, pero él había llegado a sacar una conclusión que no le parecía en nada errónea. La preparación de un atentado explicaba perfectamente las tensiones entre anarquistas y comunistas que tanto le habían intrigado. Entonces reparó en que Tornell no había querido aclararle aquel asunto cuando había preguntado por él. Decía que no tenía importancia. ¿Qué hacía donde los explosivos? ¿Por qué aquellas extrañas frases referentes a la venganza que aparecían en su diario?

Alemán pasó los días siguientes sin saber muy bien a qué atenerse. De un lado, estaba el asunto del asesino. Tornell parecía haberse animado pero por lo que parecía, no hacía avances. De otro, el atentado de los falangistas. Quería ver en qué acababa aquello. Ver caer a Baldomero Sáez, cómo se hundía en el fango. Como mínimo le esperaban muchos años de cárcel por delante, quizá la pena de muerte. Su mente trabajaba, aunque estaba confusa: el diario de Tornell -una traición por su parte-, el asunto de las tensiones surgidas entre comunistas y anarquistas a raíz del asunto de la fuga… y el diario… no quería verlo, era duro de reconocer, pero aquello apuntaba en una sola dirección.

El día 23, miércoles, se supo que los dos anarquistas fugados habían caído, al fin, en un piso franco de Burgos. De aquélla que los fusilaban, seguro. ¿Qué podrían contar? Pensó que habría detenciones en el campo, Perales, el jefe de los anarquistas, Basilio, el huido de Mauthausen… Quizá más.

Decidió esperar, mantenerse expectante y vigilar. Muy atentamente. Venancio seguía con discreción a Tornell, vigilándolo disimuladamente. Roberto comenzó a atar cabos. Faltaban dos días para «el gran acontecimiento» y decidió aguardar para ver caer a Sáez. Por otra parte, el asesino se les había escapado y Tornell volvía a parecer cada vez más distante. Los días de Alemán allí estaban contados. Después del 25 abandonaría el campo, el ejército y se casaría. Estaba decidido. Haría lo posible por ayudar a Tornell, sacarlo de allí, llevarlo a un lugar mejor. Enríquez les haría el favor. Pero entonces todo se precipitó.

Todo comenzó a complicarse el día 24 por la mañana. Aquélla era una jornada especial, Nochebuena, y todos se sentían imbuidos por la bondad, la ilusión y, por qué no decirlo, las mejoras en las comidas y los días de descanso que deparaba la Navidad. Cebrián, el administrativo del Opus, recibió una orden del nuevo director, que avisara a Juan Antonio Tornell para no sé qué asunto de unos papeles. Envió a un preso para hacerle llegar el mensaje y en apenas un cuarto de hora se presentó en las oficinas. Cebrián autorizó al recién llegado a entrar en el despacho del director tal como éste había ordenado. Tras cerrarse la puerta, le pareció que el rector del campo levantaba la voz. Al rato se asomó y le ordenó que avisara al capitán Alemán. Este no tardó en llegar. Entró en el despacho y de inmediato también se le escuchó gritar. No es que Cebrián fuera un cotilla, pero la potente voz del capitán le puso sobre la pista del asunto, estaban ordenando al preso que retomara su puesto de cartero y éste se negaba rotundamente. Al parecer, don Roberto dejaba el campo y quería que su amigo quedara en un puesto relativamente cómodo allí. Al final le dijeron que era una orden y que no tenía otra posibilidad. Entonces, se abrió la puerta y vio que Tornell salía con aire malhumorado. Al fondo, tras la puerta entreabierta, se adivinaba al capitán y al director charlando amigablemente mientras asentían. Cebrián, refugiado en la religión, admiraba a Tornell pues gracias a él había hallado el buen camino. Se sintió obligado a decirle algo.

– Don Juan Antonio…

– Apéeme el don, Cebrián.

Cebrián, aunque el otro ya le había insistido en encuentros anteriores, no podía tutearle.

– … es usted un gran hombre, no se castigue. Siga de cartero, todos le respetan, usted les lee las cartas, hace bien su trabajo y es menos duro que trabajar en el tajo. Es por su bien.

– No me lo merezco.

– ¿Cómo que no se lo merece? Ha ayudado usted a mucha gente, cuando era policía y ahora. Míreme usted a mí. Gracias a usted soy un hombre nuevo.

– Le detuve, Cebrián, ¿recuerda?

– Sí, de acuerdo, pero me lo merecía. Yo era un estafador, un mentiroso y ahora… he descubierto a Dios y a la Obra. Y todo gracias a usted.

– No termino de verlo claro. Fue usted a la cárcel por mi culpa. ¿Qué bien le hice con eso?

– No, no. El culpable era yo.

– Sí, de acuerdo, pero fue a la cárcel al fin y al cabo.

– Reconozco, don Juan Antonio, que fue duro al principio, pero luego hallé el camino. A veces hay que caer hasta lo más bajo, convivir con escoria, con los peores criminales para luego ascender de nuevo y retomar el vuelo.

– Usted mismo lo dice, convivió con los peores criminales por mi culpa.

Cebrián sonrió al recordar.

– Sí -aceptó-. Ya le digo que no fue fácil, sobre todo en mis primeros tiempos en la Modelo. Recuerdo que me pusieron de compañero a un tipo insufrible. Venía del penal del Puerto de Santa María. Le odiaba no sabe usted cómo.

– ¿A quién, a mí?

– Sí, usted le cazó como a un ratón: Huberto Rullán, alias Paco el Cristo, había presos que le conocían como el Rasputín.

– ¡Vaya! ¡Qué casualidades! Sí, sí, yo lo detuve, el famoso degollador del puerto. Un mal bicho. ¡Menudo caso! Un tipo peligrosísimo.

– ¡Y listo! Muy listo. Vivía sólo para vengarse de usted. Era insoportable, por las noches, me refiero. No se hace usted una idea. ¡Qué cerdo! No he visto cosa igual. Un tipo apestoso. Gordo, gordo. Con ese pelo largo y esa barba que le llegaba al pecho. Un nido de piojos. Por la noche no había quien durmiera, tenía una rata en una caja a la que cuidaba como si fuera una mascota, ¡qué digo mascota! Como a un hijo. El animal se pasaba todas las noches haciendo ruidos, roía, se movía, era insoportable, además de poco higiénico, claro.

Tornell quedó paralizado frente a Cebrián, como pasmado, mirándole con la boca abierta. Al fin habló:

– Repita eso, Cebrián -dijo señalándole con el dedo. Parecía como ido.