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– ¿El qué?

– Repita, repita.

– Pero… ¿qué?

– Eso que ha contado, lo de la mascota.

– Que era un tío asqueroso, un marrano. Insoportable. Tenía una rata en una caja y era repugnante, enfermizo. Yo me lo tomaba como un sacrificio que ofrecer al Señor. Nadie quería dormir con él.

– ¿Se da cuenta? ¡Tenía una rata! ¡Una rata como mascota! ¡El degollador del puerto!

– Sí, eso he dicho -repuso Cebrián.

Entonces, Tornell quedó de nuevo mirando al infinito, como el que piensa en algo importante, como si estuviera haciendo una suma compleja. Parecía pensar.

– Lo tenemos… lo tenemos -farfullaba como un loco-. Es fácil, pero claro, hay que hacerlo bien.

Salió corriendo hacia el despacho.

– ¡Alemán! ¡Alemán! -gritaba fuera de sí-. ¡Ven aquí, ven!

El capitán y el director se personaron en la oficina. Lo miraban como si hubiera perdido definitivamente la cabeza. Tornell se puso blanco como la cera. Sufría una gran impresión, de eso no había duda. Por un momento hizo ademán incluso de desplomarse. Era presa de una gran agitación.

– ¡Agua, rápido! -dijo el capitán Alemán.

Le dieron un vaso de agua y pareció recuperarse. Entonces miró hacia Cebrián.

– Repita eso -le dijo de nuevo.

O estaba loco o era un pesado.

– ¿El qué? -Su caridad cristiana comenzaba a agotarse.

– Lo que me ha contado de su celda, de Paco el Cristo, el degollador del puerto…

– ¿Cómo? -dijo Alemán.

– Espera -repuso Tornell alzando la mano derecha-. Siga Cebrián.

– …yo… pues eso, decía que… Que era insoportable dormir con él, porque tenía una mascota, una rata que se pasaba la noche royendo cosas, moviéndose, se comía hasta la caja.

– Voilà!-gritó el antiguo policía.

– No sé qué me dices, Tornell -contestó Alemán.

– Tenemos al asesino. ¡Lo tenemos! Lo conozco. Sé quién es. Debió de cambiar de identidad durante la guerra. Claro, al principio de la misma abrimos las cárceles y salieron los presos políticos y los otros, los comunes. Ahí volvió a la calle. Con un nombre nuevo, claro.

– Pero ¿quién? -preguntó el capitán, que comenzaba a enfadarse.

– Lo veo claro, era de Don Benito. ¡Don Benito! Por eso lo mató. ¡Vamos, no hay tiempo que perder!

Capítulo 31. El asesino

Cuando se produjo el desenlace, Tornell se comportó como un auténtico loco, pero un loco que sabía lo que se hacía. Alemán, pese a que tenía sus dudas, hizo lo que su amigo ordenaba, por lo que, siguiendo sus instrucciones, fue a buscar a dos guardias civiles y se dirigió hacia la cripta. Mientras tanto, el policía dijo que volvería en un momento pues tenía que ir a «hacer unas preguntas». Tornell insistió mucho en que Alemán llevara su arma, ya que el asesino, como sabían, era un tipo muy peligroso. Roberto llegó con los «civiles» a la explanada frente a la cripta donde se había citado con su amigo el policía. Dio órdenes expresas de que se le obedeciera en todo, aunque hubo un momento en que su comportamiento llegó a parecerle el de un auténtico lunático. Pensó que incluso podía haber perdido la cabeza. Al fin apareció por allí, muy alterado:

– Vamos -dijo echando a caminar muy resuelto-.Ya lo he localizado. Está aliviándose.

Y les guió hacia unos pinos inmensos dando un enorme rodeo.

– No hagan ruido -insistió-, y al menor movimiento, le disparan.

Llegaron bajo aquellos árboles donde tres presos, bastante separados, hacían sus necesidades en cuclillas. Hedía. Uno de ellos terminó, y tras limpiarse con una piedra, se levantó y se fue. Quedaban dos.

Tornell señaló a uno de ellos, el de la izquierda. Pese a estar acuclillado se adivinaba que era hombre de gran altura. Su cráneo rapado mostraba una pequeña cicatriz en la coronilla, como de una pedrada. Estaba muy delgado, como todos los penados. Juan Antonio hizo una señal explícita para que le apuntaran con las armas y le pidió las esposas a uno de los guardias. Lo hizo por gestos, sin hablar para no levantar la presa. Se movía con muchísima cautela. Era evidente que sabía desde el principio lo que iba a hacer, no en vano aquél era su trabajo. Se acercó sin hacer ruido. Cuando el sospechoso echó una mano hacia atrás para limpiarse con un canto, Tornell, rápido como un rayo, se la esposó.

– Pero… ¿qué…? -dijo el otro a la vez que se giraba.

Tornell ya le había esposado la otra mano y, aprovechando que estaba medio agachado, le propinó una patada en la boca que le hizo caer hacia atrás de forma cómica dejándolo sin sentido.

– ¡Huberto Rullán, quedas detenido por asesinato! -exclamó triunfal el antiguo policía.

Cuando David el Rata volvió en sí ya lo tenían esposado a una silla. Apenas si podía moverse. Los miró a todos con un odio asesino. Sobre todo a Tornell.

– ¡Tú! -exclamó amenazante nada más verle. Tenía la nariz rota por la patada, así que Alemán le soltó un guantazo que le hizo caer hacia atrás con silla y todo. Gritó de dolor.

– ¡Tonterías las justas! -le gritó.

No quería olvidar que aquel degenerado había matado a tres hombres y a un niño. Le daba asco. A Alemán y Tornell les acompañaban el director de la prisión, el general Enríquez, el capitán morfinómano y dos números de la Guardia Civil. Los agentes levantaron al preso a duras penas. Lloraba.

– Estás acabado -dijo Alemán-.Te fusilan. Pronto. Confiesa.

Aquel tipo miró de nuevo a Roberto con el rostro lleno de odio, por lo que éste dio un paso hacia él. Entonces, el reo bajó la vista y el capitán se contuvo.

– Eres un maldito asesino -le increpó.

Pensaba en los presos que aquella bestia había eliminado y le costaba contenerse.

Su suegro, algo confuso, tomó la palabra:

– ¿Podría alguien contarme de qué estamos hablando?

Alemán miró a Tornell, como pidiéndole que les contara.

Este dio un paso al frente y dijo:

– Este pájaro es Huberto Rullán, conocido en los ambiente más sórdidos de Barcelona como Paco el Cristo o Rasputín. Su detención me hizo famoso. Mataba prostitutas y logró atemorizar a la ciudad entera. La prensa llegó a bautizarlo como el degollador del puerto. Lo cacé con un señuelo.

– ¡Cobarde! ¡Miserable! -exclamó aquel tipo, flaco, demacrado, con la cara arrugada por el rencor.

Uno de los guardias civiles le dio un culatazo en las costillas que le dejó sin resuello y tuvo que callarse. Alemán se acercó a él y le dijo en voz baja:

– Si vuelves a interrumpir o no colaboras, te entrego de inmediato a la Guardia Civil, salgo del cuartelillo y te aseguro que te harán arrepentirte de haber nacido, ¿entendido? Estás perdido y lo sabes, te acabarán fusilando por esto, así que ahórrate al menos sufrimientos y canta.

El asesino asintió. No tenía opción.

– ¿Qué? -gritó el capitán.

– Sí, señor -musitó aquella bestia bajando de nuevo la vista al ver que uno de los guardias civiles levantaba el fusco mostrándole de nuevo la culata.

Alemán miró a Tornell como cediéndole el testigo.

– Le cayó perpetua por aquello -dijo el policía.

– Pero… -apuntó Enríquez-… No entiendo, si le cayó la perpetua, ¿qué hace aquí?

Tornell señaló al reo para que hablara.

– La guerra -aclaró Rullán-. Cuando estalló, en el lado republicano se abrieron las cárceles y salí libre. Me sumé a un grupo de anarquistas, los capacuras, y tras dar su merecido a algunos señoritos me fui p'al frente de Aragón.

– Sigue -ordenó Alemán.

– Allí me fue bien. Sé matar y aquello era una guerra. He luchado en Belchite, en Madrid, en la batalla del Ebro… Fue la última en que participé. Cuando vi que nos copaban comprendí que caía prisionero y que mi pasado me podía traer problemas, así que le quité los documentos a un muerto, un compañero, y me hice pasar por éclass="underline" David Contreras, de Don Benito. Una nueva identidad con la que sobrevivir. Mi idea era salir de España el día en que quedara libre.