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– Por eso murió Carlitos. Era de Don Benito -dijo Tornell.

El reo asintió y el antiguo policía siguió hablando.

– Carlitos era de Don Benito y el crío andaba deprimido. Yo le dije que aquí, el supuesto David, era de su mismo pueblo. Pensé que cuando hablara con alguien de su localidad se sentiría mejor, más animado. Tardó varios días en poder verlo, porque el Rata estaba en un pelotón desbrozando cortafuegos fuera del campo, pero al final se vieron, ¿verdad?

El preso volvió a asentir, esta vez, con los ojos cerrados. Tornell continuó hablando:

– Yo le dije al crío, «¿has hablado con el Rata?» y me contestó, «sí, ya te contaré», lo dijo así, con retintín. Supongo que el pobre crío descubrió que no eras de su pueblo. ¿No es así?

– Sí -dijo Rullán-. En cuanto hablamos me preguntó, intenté escabullirme pero enseguida notó que yo no era de allí. Que mentía. No conocía ninguna de las familias ni los lugares de los que él me hablaba. Supe que estaba en peligro. Tornell estaba aquí. Él me metió en la cárcel. Cuando lo vi llegar me supe descubierto, pero no, milagrosamente no me reconoció, yo tenía un nombre falso y estaba irreconocible. De tener el pelo y barba muy largos y pesar más de cien kilos había pasado a ser un fantasma delgado, raquítico, con el cráneo rapado. Tuve suerte de que Tornell no pudiera recordar quién era por mi aspecto actual, pero llegó a decirme que le sonaba mi cara. Por un momento me asustó. Entonces apareció ese maldito entrometido, ese crío, Abenza. Supe que estaba en peligro. Tornell es muy listo y si el crío le iba con el cuento estaba perdido. Si averiguaban quién era de verdad era hombre muerto. Tuve que matarlo.

El antiguo policía tomó de nuevo la palabra:

– Sobornó a Higinio con dos ampollas de morfina que le consiguió el Julián para que falsificara el recuento y simuló una fuga.

– Sí, le dije a Higinio que estaba ayudando al chaval a escapar. Que necesitaba unas horas de margen. Pero luego, usted… tú, maldito… -Alemán hizo ademán de acercarse y suavizó el tono-… comenzaste a investigar con el capitán, y claro, todo el mundo comenzó a murmurar que aquello era un asesinato.

»Higinio vino a verme, me hizo muchas preguntas. Entonces ustedes le presionaron y me dijo que iba a cantar. Lo cité en el barracón y lo liquidé. En ese momento llegó Tornell, le ataqué y no me vería así si no llega a ser porque llegó el capitán. Casi me da un tiro porque lo intenté descalabrar. Apenas pudo verme. La cosa se puso fea. Todo se me complicaba, nunca fue mi intención matar a nadie. Ahora había atacado a un oficial. Yo había obligado a Higinio a firmar una nota acusando al jefe de los anarquistas. Intenté desviar la atención por esa vía, además, no había sobornado a Higinio con ningún frasco de morfina, listillos. Falsificó el recuento por una simple hogaza de pan. El Julián, mi amigo, había robado unas ampollas de morfina y le pedí dos. Las puse en la caja de Higinio para despistar, así pensarían que el asesino estaba implicado en algún tejemaneje de drogas, supe que pensarían incluso en… -Levantó la vista hacia el capitán de la Guardia Civil pero no se atrevió a decir que era morfinómano.

– Entonces nosotros fuimos a por el Julián -dijo Alemán-.Y le presionamos.

– Sentí tener que matarle. Era un amigo… un alma Cándida… pero… comenzó a hacerme preguntas también. Me hubiera delatado. Era o él o yo -repuso con una frialdad inquietante-. ¿Cómo me descubriste, Tornell? Necesito saberlo.

Tornell hizo una pausa antes de hablar, tomó aire y dijo:

– Fue muy fácil, pero debido a una casualidad. Te llamaban David el Rata porque era insoportable convivir contigo por esa mascota que te gusta cuidar. El oficinista, Cebrián, me dijo que compartió celda en la Modelo con Rullán y que era insoportable estar junto a él, apenas podía dormir por los ruidos que hacía un roedor que guardaba en una caja, una rata asquerosa. Enseguida hice la conexión. Se suponía que David el Rata era de Don Benito. Rullán de Barcelona. Pensé en ti, con muchos kilos más. Recordé la herida de Higinio, la del cuello, un trabajo similar a algo que había visto antes, un zurdo, el degollador del puerto. Ahora estabas más flaco, claro, sin barba, pero los ojos… Tu cara me había resultado familiar cuando llegué, lógicamente estabas muy cambiado por el hambre. Todo encajaba. Pero… ¿Por qué mastate al crío? A Raúl.

– Me escuchó hablando con Higinio, estábamos en plena discusión, «voy a contarlo todo», me gritaba cuando ese niñato pasaba junto a nosotros. Se paró y nos miró, lo había escuchado, claro.

– Has matado a gente inocente -dijo Alemán.

Rullán, esposado, se pasó las manos por el cráneo rapado.

– Que le lleven al juzgado -dijo el general Enríquez-. Quiero cuatro tíos con él, constantemente. Irá siempre esposado de manos y pies, incluso dentro de la celda. Hasta que lo fusilen.

Alemán observó que Huberto Rullán hipaba como un niño. Juan Antonio y él se abrazaron. Al fin. Misión cumplida.

Capítulo 32. Unos alicates

Todo terminó el día de Nochebuena, tras el éxito que habían obtenido los dos amigos deteniendo al asesino. Alemán llegó al barracón de los presos justo cuando todos salían para la Misa de Gallo. Una misa de obligada asistencia para que los presos tuvieran derecho a una buena comida al día siguiente, Navidad. Entró y sorprendió a Tornell a solas, escribiendo en su diario. Al verle entrar se sobresaltó y lo cerró de golpe. Alemán le arrojó una pequeña maleta de cartón y el preso le miró perplejo.

– ¿Qué es esto?

– Empaqueta lo que puedas. Te vas.

– ¿Me voy? ¿Adónde?

– Te vas de aquí, sales de España.

– ¿Cómo?

– No hay tiempo, escucha -dijo-. Lo tengo todo preparado. Venancio te espera en mi coche. Te llevará a la frontera con Portugal.

– Pero…

– No te preocupes -repuso el capitán tendiéndole un pasaporte que abrió al instante. Era importante hacerlo todo muy rápido, que el preso no pensara.

– Es tuyo.

– Sí, pero lleva tu foto, la tomé de tu ficha. Ahí tienes dinero y un pasaje para un barco que sale de Lisboa hacia Nueva York mañana a la noche.

– Roberto…

– No hay tiempo, empaqueta tus cosas. Aprovecharemos que todos están en la Misa de Gallo. Date prisa. Tienes que presentarte en la misma. Yo te llamaré discretamente. Está todo listo. Si te preguntan por qué sales de la misa di que tienes un apretón. Ahora, deja la maleta aquí, bajo el catre.

Esperó a que Tornell guardara sus escasas pertenencias en la maleta y se hizo el despistado cuando le vio coger algo de debajo de la almohada. Salieron.

– Ve a la misa. Yo voy a por Venancio.

– Pero… no entiendo, esto…

– ¡Ve! Ya te estarán echando de menos. ¡Corre!

Alemán no le dio opción a que pensara ni a que valorara los riesgos. Si quería que la fuga de su amigo tuviera éxito había de hacerse así, nadie debía saber nada, sólo él mismo y hasta el último momento. Avisó a su antiguo ordenanza y colocaron el coche junto a su casita. Entonces acudió a por Tornell donde se celebraba la misa y le avisó discretamente pero asegurándose de que les veían.

– Vamos, el tiempo apremia -le dijo echando a andar.

– Pero, Roberto, no entiendo…

– No hay nada que entender. Lo tengo todo pensado.

Entraron en el barracón.

– La maleta -le ordenó.

El preso se agachó a cogerla, y disimuladamente, deslizó algo bajo el catre.

– Vamos, rápido -le apremió Alemán.

– Roberto, ¿qué hacemos? ¿Te has vuelto loco? No entiendo…

– Sígueme.

Llegaron a casa de Alemán. Entraron. Venancio esperaba fuera con el coche en marcha. Roberto sabía que tenía que actuar rápido, no dejarle tiempo para pensar. Tomó un cenicero de la mesa y le dijo: