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– Dame en la cabeza.

– ¿Cómo?

– No entiendes. Me golpearás, robarás mi pasaporte y te fugarás campo a través.

– Pero ¿el coche?

– Saldrás de aquí en el coche, en el maletero. Pero ellos pensarán que vas por esos montes de Dios, andando. Mañana a estas horas estarás en Portugal. Cuando llegues a Nueva York di que eres un refugiado político republicano, no habrá problema.

Tornell se quedó quieto, mirándole. De nuevo. No podía esperar algo así: la libertad en un momento, ni el mejor de sus sueños.

– Roberto…

Alemán le dio la espalda.

– Dale.

Nada.

– ¡Dale, hostias! ¡Fuerte!

Un golpe. Sintió un dolor insoportable.

– ¡Más fuerte, joder!

Sintió un nuevo impacto en la cabeza y quedó algo aturdido.

– ¿Hay sangre? -preguntó.

– Sí.

– Perfecto. -Alemán notó que el cuello cabelludo se le humedecía-. Mañana por la mañana saldré así de mi casa. Diré que vinimos aquí a hablar de un asunto relacionado con el caso y que me atacaste dejándome inconsciente toda la noche. Ganarás unas horas cruciales para escapar; además, ya te he dicho que creerán que vas a pie y te buscarán por aquí, campo a través.

Juan Antonio Tornell le miraba con la boca abierta. No podía creer lo que estaba pasando. Alemán se había vuelto loco. Sonó un claxon.

Roberto le abrazó y le obligó, entre empujones, a salir rápidamente. Sin más explicaciones. Venancio mantenía abierto el maletero y lo cerró en cuanto Tornell estuvo dentro. Nadie les vio. El coche arrancó rápidamente sin que el pobre Tornell tuviera una idea exacta de qué le estaba ocurriendo.

Alemán reparó en que no tenía tiempo, no había podido despedirse como Dios manda pero ya pensaría luego en aquello. Se sujetó un pañuelo junto a la herida y salió a toda prisa. Todo el mundo estaba en misa, en el pabellón que hacía las veces de comedor. Corrió hacia la cripta. Al día siguiente llegaba el Caudillo. Se paró justo en la entrada. Llevaba una pequeña pala y una linterna. La tierra estaba removida, justo en el suelo, junto a la pared. Tenía que darse prisa, mucha prisa. Al fin halló lo que buscaba, a no demasiada profundidad: una bomba de relojería. Un buen trabajo.

– Maldito hijo de puta -murmuró para sí sonriendo.

El reloj marcaba las nueve y cuarto. La misa del Caudillo era a las nueve de la mañana. Menuda carnicería pretendía provocar. Volando la entrada y con la cantidad de dinamita que había allí, era difícil que nadie saliera con vida. La muerte del Caudillo en la misa del día 25, ¡qué golpe!

Un momento.

Alguien había cortado los cables.

Aquella bomba no podía estallar.

¡Habían cortado los cables!

Un presentimiento le inundó haciéndole sentir una gran alegría. ¿Era posible?

Suspiró aliviado y tras sustraer un barreno, volvió a enterrar aquello.

Corrió hasta la casa del falangista, Baldomero Sáez. Había un cartón en lugar del cristal que él mismo había roto días atrás. Aprovechó el hueco para meter la mano y hacer girar el picaporte. Entró y fue directo hasta la chimenea. Justo a la derecha, en el lugar exacto que le había dicho Fermín. Levantó la alfombra. La tabla suelta.

La sacó de su sitio: un compartimiento, sin armas, con bastante dinero en efectivo. Rápido, rápido. Hizo su trabajo y salió de allí.

Al barracón de Tornell. Rápido, rápido. Quería comprobar una última cosa. No le quedaba tiempo, tenía que encerrarse en casa antes de que todos salieran de la Misa de Gallo, al menos hasta el día siguiente, para dar tiempo suficiente a Tornell. Cuando llegó junto al catre de su amigo sintió que las sienes le iban a estallar.

Sobre la cama, su diario, se lo quedó.

Tenía que comprobar un pequeño detalle, sólo uno, pero era muy importante para él. Se tiró al suelo y echó un vistazo pues quería saber qué había escondido. Allí, de cualquier manera, bajo la cama, había unos alicates.

Unos alicates.

Había cortado los cables de su propia bomba.

– El muy cabrón… -dijo hablando solo.

Su amigo había renunciado a matar a Franco. Y lo había hecho por él.

Capítulo 33. La exitosa operación Brutus

Don José Manuel Fernández Luna, comandante en jefe del SIAEM, se apuntó un valioso tanto con el Caudillo al abortar el intento de magnicidio gracias a la brillante y exitosa Operación Brutus. El caso había quedado resuelto y los responsables se encontraban a disposición de la justicia. Todos los participantes en la operación iban a ser ascendidos. Como habían averiguado previamente, los sediciosos se proponían atentar contra la figura del Jefe de Estado durante la celebración de la Eucaristía que, a petición del Caudillo, iba a celebrarse durante el día de Navidad y a primera hora de la mañana en la cueva donde se ubicaría en un futuro el mausoleo del llamado Valle de los Caídos. A tal efecto, dispusieron sus efectivos en torno a los que sospechaban iban a ser los tres tiradores que debían llevar a cabo el cobarde atentado. Justo en el momento de la consagración, aprovechando que el Generalísimo se hallaba de rodillas y situado en el altar justo delante de todos los asistentes, uno de ellos, Eleuterio Fernández Vilches, falangista, estudiante de Derecho de diecinueve años, profirió el grito de: «¡Franco, traidor!».

Pensando que aquélla debía de ser la consigna elegida por los conspiradores para iniciar los disparos, siete hombres se lanzaron sobre el susodicho, que fue reducido sin problemas. Era un joven escuchimizado y enfermizo que había intentado sin éxito sacar una pistola de su guerrera. Los otros dos conspiradores, Baldomero Sáez, falangista, destinado en Cuelgamuros y José Antonio Ruipérez, teniente del ejército y miembro también de Falange, fueron reducidos con discreción, pues ni siquiera habían hecho intento de sacar las armas. Era probable que confiaran en que el otro, más joven e ingenuo, llevara a cabo el magnicidio cargando con toda la culpa. De inmediato se procedió a interrogar a los implicados -según procedimiento habitual- y todo fue aclarado. La participación del estudiante, así como su confesión manuscrita, habían quedado suficientemente probadas, pero la participación de los otros dos no quedaba clara, pues sólo se podía demostrar que llevaban armas y no si tenían intención de usarlas. Afortunadamente, habían recibido una nota anónima que les indicaba que excavaran en el suelo, justo en la entrada de la cripta y que registraran la casa de Baldomero Sáez. Allí, en la cueva, hallaron una bomba de relojería programada para explotar a las 9.15 de la mañana, o sea, en plena misa. Afortunadamente los cables -quizá mordidos por los roedores, quizá mal soldados por la impericia de los confabulados- estaban sueltos y el artefacto no pudo hacer explosión. De inmediato se registró de nuevo el domicilio de Baldomero Sáez y, en un compartimiento secreto sito en el suelo de madera, se halló una abundante suma dinero en efectivo y un barreno, cuya numeración coincidía con la serie de los empleados en la bomba.

Cuando se le informó del descubrimiento, Baldomero negó, porfió y acusó a los investigadores de haber colocado el explosivo ellos mismos, pero una vez pasada aquella fase inicial y, muerto de miedo, confesó su participación en el complot. Aunque, eso sí, negaba lo de la bomba, que achacaba a una trampa de sus propios compañeros.

Enfadado con ellos y tras sentirse abandonado delató a todos los participantes, que eran: el propio José Antonio Ruipérez; don Jorge Magano Sáez, comandante de aviación; Lucio Bartolomé, falangista de la centuria Enrique Barco; Laura Alonso, de la Secretaría General de la Sección Femenina; Juan Ramón Gálvez, general de Brigada; Fernando de Redondo de la Secretaría General del Movimiento, y Jesús Callejo Rodríguez, capitán de infantería. Se procedió a llevar a cabo su inmediata detención para ser debidamente interrogados. Otro de los implicados, un fanático falangista de Valladolid, Martín Expósito, se les escapó por muy poco ayudado por un cura amigo suyo, Carlos Canales, que tenía contactos en Sudamérica. El agente del SIAEM Fermín Márquez, alias agente «Patrick Ericsson», infiltrado en el campo durante meses, fue ascendido a teniente y brillantemente condecorado.