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Tornell trabajaba para la empresa de los hermanos Banús, aunque tenía que reconocer que allí, al menos, no vivía uno con la inseguridad de la sentencia -estaban ya todos sentenciados- ni de que hubiera sacas para fusilamientos. Parecía como si eso nunca hubiera ocurrido. Como si fuera cosa del pasado, de los primeros días tras la guerra: aquellos pasos en mitad de la noche, el ruido de rejas chirriando, la incertidumbre, puertas que se abrían y una voz ruda y marcial dictando una lista de nombres de los compañeros que ya no volverían. Tampoco aparecían por allí curas a adoctrinarles continuamente como ocurría en otros campos y eso se agradecía. Allí, lo prioritario era acabar el trabajo cuanto antes, por lo que sus carceleros no perdían el tiempo en monsergas.

A aquella serie de dudosos beneficios de que disfrutaban había que añadir el más apreciado por todos, que consistía en que las familias de los penados podían acudir de visita los domingos y la vigilancia no era excesiva. En suma, aquel campo deparaba unas mejores condiciones de vida que la mayor parte de las prisiones y todos eran conscientes de ello. Por eso se habían doblegado. El rancho, sin ser demasiado abundante ni excesivamente bueno, era mejor que en otros lugares, y la presencia de obreros libres junto a los presos había terminado por hacer que los guardianes relajaran la disciplina. Otra ventaja. El primer día de su estancia en Cuelgamuros Tornell, muy extrañado, le había preguntado a Berruezo:

– ¿Y las alambradas?

– No hay -contestó el antiguo sargento como riéndose de él-.Así ahorran dinero.

– ¿Y no tienen miedo de que la gente se fugue?

– ¿Adónde íbamos a ir? -repuso muy serio el cantero.

Y tenía razón. A aquello habían llegado: a ser domesticados, sometidos. La perspectiva de trabajar de sol a sol, de ser explotados por el peor de los patronos les parecía una maravilla comparada con la vida en prisión. Era mejor no pensarlo. Colás, más al día, le explicó:

– Juan Antonio, España es una inmensa prisión. Una fuga está condenada al fracaso de principio a fin. Para moverte por ahí fuera son necesarios multitud de salvoconductos. Desde que descubrieron un intento de entrada de guerrilleros desde Francia por el Valle de Arán, para pasar por los pueblos de la franja sur de los Pirineos es necesario llevar un salvoconducto del ¡mismísimo capitán general de aquella región militar! Estamos casi en el centro de la península, es imposible escapar. La distancia es inmensa. No llegaríamos ni a Madrid.

Después de saber aquello, Tornell decidió no pensar mucho en aquel asunto. Al cargo de la seguridad del destacamento Carretera había un jefe y dos guardianes. Iban desarmados para evitar que los presos pudieran quitarles el arma y provocar un motín. Aquélla era la causa de que, en líneas generales, los dos vigilantes respetaran a los presos y los presos a ellos. A diferencia de otros campos donde los guardianes hostigaban, golpeaban y vejaban de continuo a los presos, en Cuelgamuros se llegó a un equilibrio en cuanto a las relaciones entre los vigilantes y los reos. Sin duda los obreros libres tuvieron gran parte de culpa pues, en los primeros días, afeaban la conducta a aquellos guardianes con la mano demasiado larga. Además, la guerra comenzaba a ser historia. La disciplina no era extraordinaria. A lo lejos, a lo alto, se veían los tricornios de las parejas de la Guardia Civil que patrullaban la zona. No solían acercarse.

Tornell hizo el mismo cálculo que tantos y tantos: treinta años de cárcel por delante, a una jornada de reducción de pena por día, trabajando bien podían quedar en quince, quizá en diez si lograba hacer muchas horas extra. Ahora, hasta le parecía poco. De locos. Pero se sentía revivir, veía el futuro, quería vivir la vida. Tenía un objetivo distinto a terminar con vida cada jornada que comenzaba y su organismo respondía bien. Recordaba vivamente sus primeros días allí que habían sido horribles. Le había costado adaptarse. Estaba muy débil y nunca había ejercido oficios de fuerza física. Por momentos pensaba que iba a desfallecer, a morir de cansancio, aunque seguía trabajando porque no quería volver a la cárcel o a un campo de concentración. No, no quería morir y tenía algo que hacer, un propósito para mirar hacia delante. Aquél era acicate más que suficiente para seguir y seguir con el pico. Afortunadamente, los domingos se podía descansar y, aunque aquello no era el Ritz, muchos completaban un poco la dieta con pequeños extras que hacían mucho bien. Había incluso una cantina y un pequeño economato. El señor Licerán, un buen hombre, se había encariñado con él. Cuando le veía fatigado, a punto del desmayo, le enviaba a hacer recados con cualquier excusa aquí y allá, de uno a otro destacamento. Pensaba que Tornell no se daba cuenta pero, gracias a su ayuda, logró adaptarse y seguir allí. Y a Berruezo, claro. Los dos únicos amigos de Tornell se llevaban muy bien. Colás era muy amigo del señor Licerán y todo el mundo sabía que el capataz le tenía en alta estima porque era un obrero muy cualificado y un trabajador incansable. Entre los dos le habían sacado del infierno. Y Tornell lo sabía. Las noches que ambos presos pasaban cenando con el capataz y su mujer les hacían mucho bien. Tenían dos hijas preciosas. Era como estar en casa aunque con el toque de silencio tenían que volver a su barracón. Licerán y su mujer disfrutaban, como otros empleados libres, de una vivienda pequeña pero digna y muy limpia. Una nueva vida en aquel maldito Nuevo Régimen era algo mejor que vivir el sueño de los justos en una cuneta como ocurrió a tantos y tantos. Eso pensaban todos allí. Apenas unas semanas antes había llegado un maestro, Blas Miras, que había sido comandante de infantería del Ejército Republicano. Le habían habilitado el salón que hacía las veces de comedor para dar clases de mañana y tarde a la veintena de niños cuyos padres residían en el poblado. Todo aquello iba dando al poblado ciertos visos de normalidad, como si aquello fuera un pequeño pueblo, una especie de comunidad que tras colonizar un territorio hostil comenzara a desperezarse. En suma, un lugar en el que sobrevivir tras haber escapado del infierno. Tornell sabía que, al menos, era una oportunidad.

Capítulo 5. Un diario

A pesar de que quería mantener activo aquel pasatiempo en forma de libreta que Tornell había llamado diario, pasaban días y días sin que hiciera anotación alguna. Él mismo sabía que ocurría por dos motivos: el primero, que caía tan rendido al volver al barracón, ya de noche, que no tenía apenas fuerzas ni ánimo para escribir unas letras. Aprovechaba los domingos, cuando no se trabajaba, para escribir al menos unas líneas. El segundo motivo era asunto más delicado. Era muy precavido y había escondido aquel pequeño bloc tras su camastro, entre las tablas del barracón. Sentía pereza y miedo ante la idea de moverlo todo y hacer demasiado ruido, corriendo el riesgo de que alguien le viera y pudiera delatarle. No quería dar motivos para ser enviado de nuevo a prisión por culpa de aquel pequeño relajo mental que era para él escribir unas líneas, reflexionar, poner sobre el papel lo que pensaba y lo que allí estaban viviendo. Además, lo sentiría mucho por el señor Licerán y el bueno de Colás. Tornell soportaba estoicamente las monsergas de sus captores, la propaganda y el adoctrinamiento que allí, afortunadamente, no era excesivo. Por ejemplo, le llamaba la atención el contenido de la misa y actos referentes al 12 de octubre. Aquellos idiotas creían o, mejor, pretendían creer que España era un imperio o que lo iba a volver a ser. Trabajaban mucho la propaganda, eso sí. Cualquier efeméride, por nimia que fuera, cualquier fecha que hiciera referencia, aun remotamente, a algún episodio glorioso de la historia era conmemorada con concentraciones, charlas y misas. ¡Hasta la batalla de Lepanto! Tenía que reconocer que, como los nazis alemanes o el fascio italiano, los seguidores de Franco se esmeraban en bombardear, atontar y finalmente vencer a las mentes de los ciudadanos. En aquellos días de octubre Tornell había podido ojear un periódico, elABC. Había pasado varios años incomunicado, casi sin noticias del exterior, y aquello fue un mazazo. Tuvo que reconocer que, por una parte, fue agradable comprobar cuánto habían cambiado las cosas. Pero, por otro lado, ahora se le hacía evidente que habían perdido la guerra. Perdido, sí. La habían perdido, definitivamente. Y había que aceptarlo.