Выбрать главу

¿Por qué se había dado cuenta? Parecía curioso, cierto; era ridículo, sí; que después de tantas penurias, de pasar por campos y prisiones, fuera un simple periódico lo que le había hecho comprender que sí, que se había perdido la guerra. A veces uno no quiere aceptar la realidad y es un pequeño detalle, una noticia, un comentario, lo que te hace volver en sí, comprender. Algo así como la muerte de su padre. Le vino a la cabeza porque fue un suceso similar. Él aún era soltero y vivía en la casa familiar. No fue consciente de que Germán, su padre, había muerto hasta que un mal día reparó en que, al llegar a casa del trabajo, a mediodía, no encontraba el periódico. Su padre lo compraba todos los días y ya no estaba; daba la sensación de que la prensa diaria hubiera desaparecido con él. Entonces supo que se había ido para siempre, sí, por el maldito periódico. La ausencia de aquel simple diario demostraba que su padre ya no estaba, había muerto. Y lloró como un niño.

La lectura delABC le había abierto los ojos de manera similar. ¡Qué tontería! Quién lo hubiera dicho pero Tornell pensaba, como tantos, que el país debía de haberse hundido dirigido por sus enemigos, por los fascistas. En los campos y en las prisiones muchos decían que no, que España no soportaría una dictadura, que el pueblo se alzaría en armas, que era cuestión de meses. Las democracias europeas, los rusos, el mundo libre, los antifascistas y los exiliados harían caer a Franco como si fuera un pelele. Ocurriría en meses, quizá semanas. Pero, desgraciadamente, parecía que la vida seguía como si tal cosa. Y eso le hizo saber que nadie volvería para rescatarles. La guerra se había perdido para siempre.

Tornell, leyendo el periódico, se había topado con muchas noticias que eran pura propaganda: habían concedido la laureada individual a un tipo, Gómez Landero, por su comportamiento en el Cerro del Mosquito, en el sector de Brúñete. Decían que doscientos mil niños habían acudido a un congreso católico infantil en Buenos Aires y encima, había toros. Pudo leer la crónica de la novillada que se había celebrado aquel mismo domingo en Madrid y estuvo ojeando los resultados de la liga de fútbol. Pensó en que le gustaría poder ver un partido, como cuando todo era normal. El Barcelona iba cuarto y había empatado fuera con la Real Sociedad. Al menos el Madrid iba por detrás. Estaba décimo. Un consuelo. Pero, curiosamente, lo que más le había desmoralizado, por raro que pareciera, era un anuncio a toda página, muy lujoso, de un costoso perfume, Fronda. «Muy femenino -decía-. La distinción sólo se consigue con un perfume perfecto.» ¿Tendría la gente dinero para gastar en cosas así? No, no, no podía ser. «La distinción…» ¿Acaso no debían de morir los españoles de hambre inmersos como estaban en un régimen fascista? ¿Qué estaba pasando?

«Fronda.» ¿Dónde quedaban sus sueños? Ni Dios ni amo…

Pero, al menos, había pequeños acontecimientos con los que ilusionarse. No se le hacía difícil mirar hacia delante, en absoluto. Toté llegaría en una semana. El viaje era largo y la pobre llegaría agotada pero, durante la visita del domingo, podrían verse unas horas. ¿Habría encontrado a alguien? La carta que ella le había enviado -que llegó abierta- le hacía pensar que no, pero seis años eran seis años y él tampoco podría reprocharle nada. Eran muchos los que habían sido dados por muertos y se habían encontrado con que sus mujeres, al creerse viudas, habían rehecho sus vidas. Tornell deseaba encontrarse con ella y, a la vez, temía el momento. ¿Qué pensaría ella al verlo así? Reducido a un simple espectro, un esqueleto andante, una sombra de lo que fue. ¿No sentiría repulsión al ver en qué había acabado convertido su marido? Seis años eran mucho tiempo, una vida. Tornell apenas había podido mandar noticias. Hacía ya un par de años desde que, a través de un conocido, un guardia civil de sus tiempos de policía, había podido enviar unas letras. Una carta en la que decía que había sobrevivido, mentía contando que estaba bien y que algún día saldría libre. Lloró al escribirla pero quería calmar a su mujer, hacerle saber que estaba vivo y que no corría peligro a pesar de que esto último no era, ni de lejos, verdad. Mentiras piadosas. En las cárceles nadie estaba seguro y, aunque la represión disminuía con el paso del tiempo, las sacas no habían terminado del todo en aquellos días.

Sólo una vez recibió noticias de ella en todos aquellos años, estando en Ocaña. Una carta que aún llevaba encima, siempre. Al menos ese papel que guardaba como el más valioso de los tesoros, al que se había aferrado dos veces al ver de cara a la muerte, era la prueba de que ella sabía que estaba vivo y le había seguido la pista en su periplo por aquellas prisiones de Dios. En los momentos más duros, en los campos, pensaba en Toté. Cuando creyó morir, se acordaba de ella, en las Ramblas, hermosa, con aquel traje de flores que se ponía al llegar el verano y que tanto le gustaba. Recordaba perfectamente el día en que la conoció: 14 de abril de 1931, día de la proclamación de la Segunda República.

Fue en la plaza de Cataluña, rodeada de miles de personas; ella destacaba por su belleza agitando una pequeña señera. Le pareció la mujer más hermosa del mundo. Alta, delgada, distinguida. Llamaba la atención con su pelo moreno y largo que agitaba con gracia al mover la cabeza. Aquel día la siguió hasta su casa y se aficionó a rondarla cuando salía del trabajo. Una tarde, cuando ella acudía al cine acompañada de una amiga, la joven se giró muy resuelta y le dijo a bocajarro:

– Caballero, si va usted a seguirme todos los días, lo mínimo que podría hacer es presentarse, ¿no?

Él apenas supo balbucear su nombre esbozando una sonrisa torpe y bobalicona.

Desde entonces no se habían separado. María José Bernal Bellido, así se llamaba la chica. El la llamaba Toté, puesto que ella le contó que, de niña, todos sus primos la llamaban así. Él hizo lo mismo y poco a poco todo el mundo acabó por llamarla como en su infancia: Toté. Sus suegros, gente adinerada de Ezquerra, le aceptaron desde el principio pues sabían que simpatizaba con los socialistas. Se casaron a los ocho meses de haberse conocido. Era algo poco usual pero aquél era un mundo en continuo cambio. Las cosas ya no serían como antes. Iban a transformar aquella sociedad y no quedaría nada de las injusticias del pasado. Hasta la guerra, claro. Tornell se aferraba con desesperación a aquellos recuerdos. Cerraba los ojos y dejaba volar su mente viviendo aquellos momentos una y otra vez. Evadiéndose de la realidad, rememorando los días felices como único escape. Eso no se lo podían quitar. Aguardaba impaciente la visita de Toté y, al menos, la espera era dulce.

Allí en Cuelgamuros no había mucho con lo que matar el tiempo. Se sentía bien lejos del temor a las sacas o al maltrato de los guardianes de las cárceles. Tan sólo había dos encargados que vigilaban al destacamento Carretera: uno era buen hombre. Tornell no acertaba a explicarse qué hacía allí. Los presos le apodaban «el Poli bueno» y se llamaba Fermín. El otro era una mala persona, de las que se crecen con la guerra y con la dominación sobre otras personas. Estaba alcoholizado y los presos le conocían como «el Amargao». Era un mal tipo, como para tenerle miedo. Tornell y sus compañeros tenían muy claramente delimitada la duración de los turnos de uno y otro. Si había que hacer una visita al botiquín o acercarse al economato, era mejor hacerlo durante el turno de Fermín. Muchas tardes, antes de que avisaran para la cena, jugaban a los bolos en una pequeña explanada frente a los barracones. Fermín incluso había participado alguna que otra vez. Jugaba bastante bien. A pesar de la guerra, a veces se topaba uno con gente así, de buen corazón. El otro, el guardián malo, había sido legionario y decían por ahí que había perdido la hombría por la explosión de una granada durante la toma de Bilbao. Licerán se reía de aquello y aseguraba que debía de ser mentira, pero quizá fuera aquél el motivo del odio enfermizo que el guardián malo sentía por todos los vascos. Aquellos dos eran el día y la noche, aunque en líneas generales, incluso el Amargao, los dejaba vivir en paz.