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Capítulo 6. El general

Por aquellas fechas, Roberto Alemán se hallaba en Figueras trabajando en aduanas. Disfrutaba de un puesto cómodo, tranquilo, en el que se vivía bien gracias a las múltiples requisas, con abundante tiempo libre y mejor alojamiento. ¿Qué más se podía pedir? Los intentos de los contrabandistas por pasar a la península diversas mercancías eran muchos y pese a que la corrupción imperante les hacía mirar a menudo a otro lado; intervenían muchos alijos, por lo que él y sus hombres se hallaban bien servidos recuperándose del desgaste de la guerra y disfrutando de las mieles de la victoria. El, por su parte, después de «su crisis» se sentía como anestesiado, sin ilusión. No veía el norte ni tenía objetivos claros, pero estaba decidido a no volver a dar problemas a la superioridad, así que cumplía con su trabajo de la mejor manera posible e intentaba matar el tiempo leyendo. Leía todo lo que caía en sus manos, lo que se podía, lo que permitía la censura: mucha novela de aventuras, Doyle, Dumas y, sobre todo, Wilkie Collins. Le chiflaba. Aquellas lecturas le permitían evadirse y viajar en el tiempo a una época en que las cosas estaban claras, los malos eran malos y los buenos, buenos. La verdad era que estaba perdido. Vacío. Los libros eran, de largo, mucho mejor que el mundo en que vivía. Pese a la victoria que tanto celebraban unos y otros y que a él le daba igual. Por desgracia lo suyo era matar, la guerra, asaltar una cota, una posición, un búnker y allí, en la oficina, se aburría. Sin saberlo añoraba la guerra. Se veía a sí mismo como un loco, porque, ¿cómo puede alguien sentirse cómodo en una guerra? Era un soldado, lo había descubierto por accidente, sí. Por uno de esos extraños requiebros que, a veces, da la vida. Era lo que mejor sabía hacer y tenía serios problemas para adaptarse a una vida, digamos, normal. Había leído algo al respecto pues no era tonto y había llegado a cursar dos años de Medicina. Aquello estaba descrito como fatiga de guerra, síndrome de estrés postraumático y había sido estudiado en miles de casos tras la Primera Guerra Mundial. Alemán sabía que pese a conocer la causa de su posible trastorno, no tenía respuesta para algo así. Intuía, sin querer reparar del todo en ello, que algo no funcionaba bien en el interior de su mente. Un buen día llegó un despacho de Capitanía que le urgía a hacer el petate de inmediato y presentarse a la jornada siguiente a las siete de la tarde en un domicilio de la Gran Vía madrileña. Se hacía referencia a «un inminente cambio de destino». Sin aclarar nada más. Aquello le extrañó sobremanera pero, como buen militar, estaba acostumbrado a obedecer órdenes sin preguntar y aquel repentino viaje suponía cierto aliciente en su ya de por sí rutinaria y triste vida. Cuando, ya en Madrid, tocó el timbre del domicilio que se le indicaba en el despacho, le abrió una fámula impecablemente vestida con uniforme negro, bastante largo, rematado con un delantal y cofia de puntillas, estos últimos de color blanco.

– Pase, señor -le dijo sin preguntar siquiera. Parecía evidente que allí le esperaban.

Alemán la siguió mientras ella le llevaba a un amplio despacho que apareció tras una puerta corredera.

– ¡Alemán! -dijo de pronto una voz que le resultaba familiar.

– Coronel Enríquez -contestó él cuadrándose al momento.

El dueño de la casa se echó a sus brazos, pues le profesaba un profundo y paternal afecto, a la vez que el recién llegado se percataba de que en sus galones brillaba ya la estrella de general.

– Perdón, ¡qué digo coronel! ¡A sus órdenes, mi general!

– Déjate de idioteces, Roberto, estás en tu casa.

– Pero, yo… No sabía.

– Siéntate, capitán. Descansa, descansa…

Y dicho esto, el anfitrión llamó a la criada, que les sirvió un par de copas de coñac. El despacho era amplio, con grandes cristaleras y estaba tapizado por una inmensa librería que lo ocupaba todo, repleta de volúmenes de mil y una procedencias.

– Bueno, bueno… te preguntarás qué haces aquí.

– Pues más bien sí.

– Te he mandado llamar, mejor dicho, trasladar. Vas a trabajar conmigo.

– Otra vez.

– Otra vez. Eres el mejor oficial que he tenido a mis órdenes y te necesito para un asunto.

– Lo que sea, mi general.

Entonces, Enríquez le miró con cara de pocos amigos y Alemán tuvo que rectificar:

– … bueno, lo que sea, Paco.

– Así está mejor. Pero antes de nada, ¿cómo estás?

– Bien. ¿Por qué lo preguntas?

– Me refiero a tu… «crisis».

– Eso es historia.

– ¿Tienes novia?

– No.

– Malo.

– Paco, no ocultaré que no soy la Alegría de la Huerta, pero he aprendido a soportarme y me refugio en mi trabajo y en la lectura.

– Te quedas a cenar -dijo sin dar lugar a que el otro pudiera responder con una negativa-. Delfina ha preparado algo especial.

– ¿Y la familia?

– Mis dos hijos, como sabrás, han ido ascendiendo. Uno está en Melilla y el otro de agregado en Argentina.

– ¿Y las chicas?

– Tula se casó, vive con su marido en Burgos y Pacita ha salido de compras con mi esposa. Ya la verás, está hecha una mujer… Dice mi Delfina que os va a casar.

– ¿Cómo?

– Estás perdido, te lo advierto. Cuando a mi mujer se le mete algo en la cabeza…

Ambos estallaron en una carcajada mientras brindaban entrechocando las copas.

– ¿Estás bien, entonces?

– Sí, señor.

– No conseguiste hacerte matar en la División Azul.

– No -dijo Alemán sonriendo con timidez, como el que se siente descubierto.

– No debían haberte permitido que te alistaras en esa locura. Era evidente que querías dejar este mundo.

El joven oficial ocultó que seguía sintiendo lo mismo.

– Al menos, ganaste otro buen puñado de condecoraciones.

– Chatarra -dijo Alemán con aire nostálgico.

– Así me gusta, Roberto, modesto ante todo. Me costó sacarte de allí y que te mandaran a aduanas.

– ¿Fue usted?

– ¡De tú, de tú, cojones!… Pues claro. Cuando te hirieron la segunda vez me puse a ello y sabes cómo soy.

– Vaya.

– Sé que no me vas a dar las gracias por hacerlo. Pero la División Azul no era lugar para ti. Cumpliste de sobra en la guerra.

Se hizo un silencio entre los dos.

Era obvio que Enríquez esperaba una explicación.

– Mi coronel… -dijo Roberto Alemán.

– Paco, joder, Paco. Además te recuerdo que soy general.

– Creo que te debo una explicación por lo que hice.

– De eso nada. Un error, un mal momento, lo tiene cualquiera. Pasaste las de Caín al principio de la guerra. Cuando saliste de la Academia de Alféreces Provisionales me fijé en ti. Eras una máquina de guerra. Llevabas el odio en los ojos. No he visto a nadie comportarse como tú, de manera casi suicida pero responsable con todos y cada uno de sus hombres. Si no fuera por «el incidente», ahora serías coronel. Tenías un futuro muy brillante.