– ¿Qué habéis visto? -preguntó Eadulf volviéndose hacia donde ella había clavado la mirada, por si les amenazaba otro peligro.
Los rayos del sol se reflejaban en algo que había en un tojo, a unos metros de ellos.
Sin decir nada, Fidelma se dirigió hacia allí, abriéndose paso entre el espeso arbusto, para luego inclinarse y levantarse con el objeto en la mano.
Eadulf alcanzó a oír el grito ahogado que soltó.
Corrió a su lado para ver lo que tenía en las manos.
– La torques de un guerrero -observó Fidelma innecesariamente.
Eadulf tenía conocimientos de sobra para reconocer el collar de oro que solían llevar antaño los paladines selectos de irlandeses y britanos, y hasta entre los galos de épocas más antiguas. El collar medía unos veinte centímetros de diámetro, y estaba elaborado con ocho alambres enroscados, soldados en dos extremos fundidos. Tenía intrincadas sartas de cuentas, tachonados y minúsculas perforaciones en círculos concéntricos. Era una pieza de oro bruñida, y el lustre del metal revelaba que no hacía mucho que aquella torques estaba allí.
Fidelma examinó con detenimiento las líneas y luego le entregó la torques a Eadulf, a quien le sorprendió la levedad del objeto, pues creía que estaba hecho de oro macizo. Sin embargo, los extremos eran huecos, y los alambres enroscados pesaban muy poco.
– ¿Guarda alguna relación con lo ocurrido? -preguntó, señalando con la cabeza los cuerpos yacientes.
– Puede que sí. Puede que no.
Fidelma tomó la torques de las manos de Eadulf y la colocó con delicadeza dentro del marsupium, la pequeña bolsa que llevaba colgada a la cintura.
– Tanto si hay alguna relación como si no, una cosa es cierta: no hace mucho tiempo que se ha caído, porque reluce demasiado y está recién bruñida. Hay otro detalle revelador: pertenece a un guerrero de rango.
– ¿Un guerrero de Muman?
Fidelma negó moviendo la cabeza.
– Existe una sutil diferencia entre los diseños de los artistas de Muman y los de otros reinos -explicó-. Yo diría que esta torques es obra de los hombres del reino de Ulaidh, situado en algún lugar del norte.
Fidelma se disponía ya a montar cuando le pareció ver algo más. Un adusto gesto de satisfacción se reflejó en sus facciones.
– He aquí una prueba de vuestro aserto, Eadulf -anunció, señalando con el dedo.
Eadulf fue hasta allí para ver mejor la zona que señalaba Fidelma. Sobre un terreno pedregoso en el cual la aulaga crecía de forma irregular, había una parte cubierta de barro. Vio que en aquella zona del terreno había surcos entrecruzados.
– Esto indica que trajeron los cuerpos hasta aquí en carros. ¿Veis los surcos más profundos? ¿Yveis ésos, menos profundos? Los más profundos se deben al paso de los carros cargados, y los más superficiales, al de los carros después de descargar los cuerpos.
Fidelma siguió las huellas un trecho. Luego, se detuvo a su pesar.
– Desgraciadamente, no podemos seguirlas. Nuestra prioridad es completar el viaje a Gleann Geis -observó, mirando hacia donde conducían las huellas-. Parece que las señales provienen del norte; son difíciles de seguir sobre un terreno tan pedregoso. Yo diría que vinieron del otro lado de esas colinas.
Extendió el brazo para señalar el lugar al que se refería. Por un momento se quedó de pie, dudando, antes de volverse para contemplar, repugnada, la multitud creciente de cuervos.
– Bueno, poco más podemos hacer ya por estos pobres diablos. No tenemos tiempo, ni fuerzas, ni herramientas suficientes para darles sepultura como es debido. Aunque quizá Dios creó a los carroñeros precisamente con este propósito.
– Por lo menos deberíamos rezar por los muertos, Fidelma -protestó Eadulf.
– Decid vuestra oración, Eadulf, y yo añadiré el amén por mi parte. Pero deberíamos partir en cuanto sea posible.
En ocasiones, Eadulf tenía la impresión de que Fidelma no se tomaba el aspecto religioso de su vida tan en serio como sus deberes como abogada de la ley. El sajón le lanzó una mirada de desaprobación antes de volverse al círculo de cuerpos, bendecirlo y empezar a recitar en sajón:
El polvo, la tierra y las cenizas nos dan
la fuerza,
pues la gloria del hombre es frágil y vana;
tierra somos, y a la hora postrera
a la tierra habremos de volver.
En vida comemos la carne de las bestias,
de pescados diversos y aves;
pero al morir el cuerpo deviene pasto
de gusanos reptantes.
De súbito, dos enormes cuervos, más valientes que sus compañeros, plegaron sus alas y se dejaron caer sobre uno de los cuerpos, hundiendo las garras en la carne lívida. Eadulf tragó saliva, interrumpió la oración en verso y musitó una bendición acuciosa para el reposo de las almas de los jóvenes, antes de echarse atrás a toda prisa.
Fidelma había desatado a los caballos del arbusto donde Eadulf los había dejado, y le esperaba. Los animales estaban intranquilos, no sólo por el hedor de la carne corrupta, sino también por el coro voraz de pájaros que se precipitaban a picotear. Eadulf subió al caballo, al igual que había hecho ella, y se alejaron del lugar.
– En cuanto podamos, quiero regresar a este sitio para seguir esas huellas y ver si nos pueden aclarar algo más -anunció, mirando por encima del hombro las lejanas colinas.
Eadulf se estremeció.
– ¿Creéis que es prudente?
Fidelma hizo un mohín.
– Esto no tiene nada que ver con la prudencia -aclaró, y luego sonrió-. Según mis cálculos, estamos a poca distancia a caballo de Gleann Geis. Se halla al otro lado de las siguientes colinas, hacia el oeste, a través de este valle. Veremos qué tiene que decir Laisre de todo esto. Si sostiene que no sabe nada, podremos llegar a un acuerdo con presteza, regresar y seguir el rastro de esos surcos.
– Puede que llueva y que el agua las borre -se apresuró a decir Eadulf, acaso con un atisbo de esperanza en la voz.
Fidelma miró al cielo.
– Entre hoy y pasado mañana no lloverá -pronosticó con convicción-. Con suerte, el tiempo será seco unos cuantos días más.
Hacía mucho que Eadulf había desistido de preguntarle cómo podía prever el tiempo que iba a hacer. Fidelma le había explicado varias veces que podía hacerse observando el estado de las plantas y las nubes, pero aquello era superior a su entendimiento. Por tanto, se limitaba a aceptar que nunca se equivocaba. Volvió la cabeza y, al ver el cruento festín con que se deleitaban los cuervos, se estremeció visiblemente.
Al advertir Fidelma su mirada de repulsión, dijo:
– Tomáoslo con filosofía, hermano cristiano. ¿Acaso no son los cuervos una parte de la gran Creación? ¿Acaso esos carroñeros no cumplen una función que ordenó el Creador?
Eadulf tenía sus reservas.
– Son obra de Satán. Y de nadie más.
– ¿Y de qué modo? -preguntó Fidelma sin gravedad-. ¿Ponéis en duda las enseñanzas de vuestra propia Fe?
Eadulf frunció el ceño, sin comprenderla.
– Génesis -citó Fidelma-. «Y creó Dios los grandes monstruos del agua y todos los animales que bullen en ella, según su especie, y todas las aves aladas, según su especie. Y vio Dios que aquello era bueno, y los bendijo diciendo: "Procread y multiplicaos, y henchid las aguas del mar, y multipliqúense sobre la tierra las aves".»
Se interrumpió e hizo una mueca.
– «Y todas las aves aladas» -repitió con énfasis-. El Génesis no dice «todas las aves aladas, salvo las carroñeras».
Fidelma no pudo evitar una mueca de burla. Si era honesta, debía admitir que disfrutaba contrastando opiniones sobre la Fe con Eadulf.
Avivando el paso de los caballos, fueron dejando atrás la inmensa bandada negra de córvidos, que ahora alfombraba el suelo.