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Un elemento que caracterizó ese enfrentamiento entre Roma e Irlanda fue que no compartían el mismo concepto de celibato. Pese a que en ambas iglesias siempre hubo ascetas que sublimaban el amor físico en su entrega a Dios, a partir del concilio de Nicea (año 325 d. C.) los matrimonios clericales se condenaron, si bien no llegaron a prohibirse. El concepto de celibato de la Iglesia romana surgió a raíz de las costumbres que practicaban las sacerdotisas de Vesta con los sacerdotes de Diana. En el siglo V, Roma prohibió que los clérigos con grados de abad y de obispo durmieran con sus esposas y, poco después, que contrajeran matrimonio siquiera. En cuanto al clero común, Roma desaconsejó el matrimonio, aunque no lo prohibió. De hecho, no fue hasta la reforma realizada durante el pontificado de León IX (1049-1054 d. C), cuando hubo un serio intento de imponer al clero occidental el celibato universal. En la Iglesia ortodoxa oriental, los sacerdotes con grados inferiores al de abad y al de obispo han mantenido el derecho a contraer matrimonio hasta nuestros días.

La condena del «pecado carnal» siguió siendo algo ajeno a la Iglesia celta hasta mucho tiempo después de imponerse como dogma la postura de Roma. En los tiempos de Fidelma, ambos sexos convivían en abadías y fundaciones monásticas conocidas como conhospitae («casas dobles»), donde hombres y mujeres educaban a sus hijos al servicio de Cristo.

El propio monasterio de Fidelma, Santa Brígida de Kildare, fue una de estas comunidades de ambos sexos de la época. Cuando santa Brígida fundó la comunidad en Kildare (Cill-Dara, «la iglesia de los robles»), invitó a un obispo llamado Conlaed a unirse a ella. La primera biografía de la santa, escrita en el año 650 d. C, fue obra de Cogitosus, un monje de Kildare coetáneo de Fidelma, que deja patente el carácter mixto de la comunidad.

Asimismo debería destacarse que, como muestra de igualdad con los hombres, las mujeres de esta época podían ser sacerdotes de la Iglesia celta. La propia Brígida fue ordenada obispo por el sobrino de Patricio, Mel, y no fue un caso excepcional. De hecho, en el siglo VI la Iglesia de Roma escribió una protesta contra la práctica de la Iglesia celta de permitir que mujeres oficiaran el santo sacrificio de la misa.

A fin de ayudar a los lectores a situarse en la Irlanda donde vivió Fidelma, la Irlanda del siglo VII -ya que las divisiones geopolíticas quizá no resulten familiares-, he proporcionado un mapa esquemático; para facilitarles la identificación de los nombres personales, también he añadido una lista con los personajes principales.

En general, he desdeñado el empleo de topónimos anacrónicos por razones obvias, si bien he cedido a algunos usos modernos, como Tara, en vez de Teamhair, Cashel, en vez de Caisel Muman, y Armagh en lugar de Ard Macha. Ahora bien, he sido fiel al nombre de Muman, en vez de emplear la variante posterior de «Munster», que se formaría al añadir el stadr (lugar) de Norse al nombre irlandés de Muman en el siglo IX d. C. y que se anglicanizaría posteriormente. También he mantenido la denominación original de Laigin, en vez de la forma anglicanizada de Laigin-stadr, que en la actualidad se conoce por Leinster.

Con estos antecedentes en mano, podemos adentrarnos ya en el mundo de Fidelma. Los hechos de esta historia ocurrieron durante el mes que los irlandeses del siglo VII conocían como Boidhmhís, el mes del conocimiento, que más tarde, al dar un nuevo nombre al calendario, se llamaría Iúil, o julio, según la forma latina de Julio César, que reformó el calendario romano. Los acontecimientos se desarrollan durante el año 666 d. C.

Por último quisiera comentar que, en el segundo capítulo, hay una alusión indirecta al poco respeto que Fidelma tiene por la abadesa Ita de Kildare. Los motivos que lo explican se encontrarán en el cuento «Hemlock at Vespers» («Cianuro a la víspera»), publicado por primera vez en el tomo Midunnter Mysteries 3, de la editorial Hilary Hale (Little, Brown & Co., Londres, 1993) y reimpreso en Murder Most Irish por Ed. Gorman, Larry Segriff y Martin H. Greenberg (Barnes 8c Noble, Nueva York, 1996).

Personajes principales

Sor Fidelma de Cashel, dálaigh (o abogada) de los tribunales de Irlanda en el siglo VII.

Hermano Eadulf de Seaxmund's Ham, monje sajón de South Folk.

En Cashel

Colgú de Cashel, rey de Muman y hermano de Fidelma.

Ségdae, obispo de Imleach, comarb de Ailbe.

En Gleann Geis Laisre, jefe de Gleann Geis.

Colla, tánaiste o presunto heredero de Laisre.

Murgal, druida de Laisre y brehon.

Mel, escriba de Murgal.

Orla, hermana de Laisre y esposa de Colla.

Esnad, hija de Orla y Colla.

Artgal, guerrero y herrero de Gleann Geis.

Rudgal, guerrero y constructor de carros de Gleann Geis.

Marga, boticaria.

Cruinn, posadero de Gleann Geis.

RoNan, guerrero y granjero de Gleann Geis.

Bairsech, esposa de Ronan.

Nemon, prostituta.

Hermano Solin, clérigo de Armagh.

Hermano Dianach, joven escriba del hermano Solin.

Ibor de Muirthemne.

Mer, mensajero.

En otros lugares

Mael Dúin, de los Uí Néill del norte, rey de Ailech.

Ultan, obispo de Armagh, sucesor de Patricio.

Sechnassuch, de los Uí Néill del sur, rey supremo de Tara.

Capítulo 1

Se acercaban cazadores. Humanos. Los aullidos estremecedores de sus perros resonaban por la estrecha cañada. Sobre las aguas de una laguna apareció un zarapito moteado de rabadilla blanca, que alzó el vuelo a su pesar al tener que dejar atrás un potencial surtido de cangrejos; abrió el largo pico curvado para soltar, irritado, un chillido de alarma, inquietante y quejumbroso: «¡Cu-li! ¡Cu-li!», y remontó el vuelo hasta no ser más que una mancha negra moviéndose en círculos cada vez más amplios hacia un cielo límpido. El único elemento que había en la bóveda celeste era la inmensa esfera fulgurante y áurea, que descendía ya por la mitad oeste del cielo y cuyos rayos cabrilleaban sobre las aguas añiles del lago, como una miríada de joyas refulgentes al tocarlas.

Era un día caluroso y lánguido. Pero el letargo de la atmósfera se veía ahora perturbado, cuando la inquietud general empezó a extenderse. Una nutria, combando tras su luengo cuerpo una tenaz cola, echó a correr encorvada y con pasos oscilantes para ponerse a cubierto en el agua. En un sendero, un gamo de cornamenta palmeada, aún cubierto de un pelaje aterciopelado que no tardaría en mudar con la llegada del celo, se detuvo alzando el hocico. Si el aullido de los perros no lo hubiera anunciado, al percibir el peculiar rastro del hombre, el único depredador temido, el animal habría huido hacia arriba buscando la protección de las montañas, lejos de la amenaza que se aproximaba. Sólo un animal siguió mordisqueando la aulaga y el brezo, ajeno a la actividad frenética de las demás criaturas del bosque. De pie, firme sobre una prominencia rocosa, había una cabra salvaje, pequeña y lanuda, de cuernos incipientes. Sin dejar de mover rítmicamente las mandíbulas, se mantuvo impertérrita, indiferente y apática.