Al final, Eadulf se había inclinado por Roma en vez de lona. Eadulf había trabajado por primera vez con Fidelma en la asistencia al debate entre los partidarios de la liturgia de Roma y los partidarios de las observancias de Columba en Whitby; además de religiosa, Fidelma era abogada de los tribunales de Irlanda. Habían vivido juntos varias aventuras, y en esta ocasión había regresado a Irlanda como enviado especial del hermano de Fidelma, Colgú, rey de Muman, en nombre del arzobispo de Canterbury, Teodoro de Tarso.
Eadulf sabía muy bien hasta qué punto algunos pueblos preferían aferrarse a las viejas costumbres y a las viejas ideas, en vez de optar por aquello que no conocían o no habían probado nunca.
– ¿Tanto teme a la Fe ese jefe, Laisre, al que buscamos? -preguntó.
Fidelma se encogió de hombros.
– Quizá no sea Laisre a quien debamos temer, sino a quienes le dan consejo -sugirió Fidelma-. Laisre es el jefe de su pueblo y sin duda respetará castas y posiciones sociales. Está dispuesto a reunirse conmigo para hablar sobre la posibilidad de establecer una representación permanente de la Fe en sus tierras, lo cual muestra una actitud liberal por su parte.
Interrumpió su discurso al reparar en que estaba recordando los acontecimientos de la semana anterior; estaba pensando en el día en que su hermano Colgú de Cashel, rey de Muman, le había pedido que se reuniera con él en su sala privada…
Saltaba a la vista que Colgú tenía un parentesco con Fidelma. Compartían la misma complexión alta, el color rojizo de su pelo y los mismos ojos verdes y cambiantes; la misma estructura facial y la misma forma indescriptible de moverse.
El joven rey sonrió a su hermana cuando ésta entró en la sala.
– ¿Es verdad lo que he oído, Fidelma?
Fidelma tenía un semblante solemne, con los labios ligeramente tristes.
– Hasta que no sepa qué has oído, hermano, no podré confirmarlo ni negarlo.
– El obispo Ségdae me ha dicho que has renunciado a tu lealtad a la comunidad de Brígida.
Fidelma no alteró su expresión. Se sentó junto al fuego. Tenía derecho a sentarse en presencia de un rey provincial, aun cuando no hubiera sido su hermano, sin pedir permiso. Cierto que su rango como princesa Eóghanacht le concedía este derecho -y lo imponía-, pero además era una dálaigh, un abogada de los tribunales, con título de anruth y, por consiguiente, podía sentarse ante la presencia del rey supremo en persona si éste la invitaba a hacerlo.
– Has oído bien de los labios de vuestro «Halcón de la Región Fronteriza» -respondió con tranquilidad.
Colgú soltó una risilla. Ségdae, el nombre del obispo, significaba «como un halcón»; además, éste presidía la abadía de Imleach, que significaba «región fronteriza». Imleach era el centro eclesiástico más importante de Muman y competía con Armagh por ser el principal centro cristiano de Irlanda. Desde niña, Fidelma adoraba las palabras y los significados, y solían gustarle los juegos de palabras.
– Entonces, ¿está en lo cierto el obispo Ségdae? -preguntó Colgú con sorpresa al caer en la cuenta de lo que aquello implicaba-. Creía que estabas comprometida con la comunidad de Brígida.
– Te ha dicho la verdad, me he retirado de la comunidad de Brígida de Kildare, hermano -confirmó Fidelma con un deje de arrepentimiento en la voz-. Ya no podía mantener mi lealtad a la abadesa Ita. Es una cuestión de… de integridad… No diré más.
Colgú estaba sentado frente a ella, reclinado contra el respaldo, mirándola con las piernas estiradas, en actitud pensativa. Cuando su hermana se obstinaba en una idea, de poco servía seguir insistiendo.
– Aquí siempre serás bienvenida, Fidelma. Desde que te marchaste de Kildare, has prestado buenos servicios a este reino.
– He prestado servicios a la ley -corrigió Fidelma con amabilidad-. Juré respetar y defender la ley por encima de todas las cosas. A través de los servicios prestados a la ley, he cumplido mi servicio al rey legítimo y, por tanto, a su reino.
Colgú sonrió abiertamente. Era la fugaz sonrisa picara de siempre, en la que Fidelma reconocía cierto regocijo.
– En tal caso, tengo suerte de ser el rey legítimo -respondió Colgú sin más.
Fidelma cruzó miradas con su hermano con un una expresión grave.
– Me alegra que estemos de acuerdo.
Colgú volvió a ponerse serio y preguntó:
– ¿Es ahora tu voluntad quedarte en Muman, Fidelma? Aquí hay muchos monasterios donde estarían dispuestos a recibirte. Por ejemplo, el de Imleach. O el de Lios Mhór. Y si quisieras quedarte en el palacio de Cashel estarías más que invitada a hacerlo. Aquí naciste, y éste es tu hogar. Yo apreciaría tu consejo diario.
– Iré allí donde más necesiten mis servicios. Ésa es mi voluntad.
Su hermano la escrutó con la mirada unos instantes y luego añadió:
– Cuando el obispo Ségdae mencionó que te habías marchado de Kildare, debo confesar que pensé que se debía a tu deseo de viajar al reino de Ecgberth de Kent.
Fidelma enarcó las cejas en un involuntario gesto de sorpresa.
– ¿Kent? ¿El reino del pueblo juto? ¿Por qué, hermano? ¿Por qué se te ocurrió eso?
– Porque Canterbury está en Kent y, ¿acaso no es allí donde el hermano Eadulf debe regresar?
– ¿Eadulf? -se extrañó Fidelma, ruborizándose, y luego alzó la barbilla con brusquedad-. ¿Qué insinúas?
– No insinúo nada -contestó Colgú con una sonrisa de complicidad-. Sencillamente he observado que has pasado mucho tiempo en compañía de ese sajón. Me he fijado en el trato que tenéis entre vosotros. ¿Acaso no soy tu hermano y acaso no tengo motivos para no percatarme de estas cosas?
Fidelma apretó los labios en un gesto de vergüenza que logró convertir en irritación contenida.
– Eso es absurdo -dijo con una vehemencia demasiado artificiosa.
Colgú la miró larga y pensativamente.
– Incluso los religiosos tienen que casarse -observó con serenidad.
– No todos los religiosos -señaló Fidelma, todavía aturdida.
– Así es -suscribió su hermano-, pero el celibato en la Fe está únicamente reservado a aquellos que llevan la vida de ascetas y ermitaños. Tú perteneces demasiado a este mundo para seguir ese camino.
Fidelma había conseguido contener su vergüenza y ya había recuperado la compostura.
– En fin, lo cierto es que no tengo intención de ir al reino de los jutos, ni a cualquier otro reino lejos del mío.
– En tal caso, ¿quizás el hermano Eadulf renunciará a su lealtad a Canterbury y se unirá a nosotros?
– No es asunto mío prever las acciones de Eadulf, hermano -respondió Fidelma con irritación; una irritación que Colgú desarmó con una sonrisa.
– Te enfadas porque soy muy directo, hermana. Pero no menciono este asunto por vana curiosidad. Quiero saber cómo te encuentras y si estás pensando en irte de Muman.
– Ya he dicho que no.
– Tampoco te juzgaría por ello. Me gusta tu amigo sajón. Es buena compañía, pese a ser hijo de su pueblo.
Fidelma no replicó. Guardaron silencio un momento, luego Colgú se estiró en la silla y, al cambiar de tema, su rostro adquirió una expresión de inquietud.