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Sacó del cajón parte de una cadena de oro. Era sencilla y sin adornos, de unos sesenta centímetros de largo.

Fidelma había visto a otros reyes de Cashel celebrar la ceremonia y, de pronto, tomó conciencia de lo que iba a suceder a continuación. No obstante, no salía de su asombro.

– ¿Quieres concederme el título de la Niadh Nasc? -susurró.

– Así es -confirmó su hermano-. ¿Quieres arrodillarte y hacer el juramento?

La Niadh Nasc, la orden de la Cadena o el Collar de Oro, era una venerable fraternidad nobiliaria de Muman que surgió a partir de la antigua élite guerrera de los reyes de Cashel. El honor residía en la presentación personal del rey Eóghanacht de Cashel, y quien lo recibía le juraba lealtad personal a cambio de una cruz que llevaría al cuello, creada a partir de un antiguo símbolo solar, cuyo origen -se decía- se perdía en la noche de los tiempos. Había escribas que decían que su fundición se remontaba a casi un milenio antes del nacimiento de Cristo.

Fidelma se arrodilló lentamente.

– Fidelma de Cashel, ¿juras por todas las cosas que aceptas defender y proteger al legítimo rey de Muman, jefe de tu comunidad, y que recibirás en hermandad a los compañeros de la orden de la Cadena de Oro?

– Lo juro -susurró Fidelma, y colocó su mano derecha sobre la de su hermano, Colgú, el rey.

Este tomó la cadena de oro y rodeó con ella las manos juntas en un acto simbólico de unión.

– Con conocimiento de tu lealtad para con mi persona, comunidad y orden, y del solemne voto que has jurado obedecer, defender y guardar por igual, te adscribo a mi servicio y te invisto con la dignidad de la Niadh Nasc. Que sea la muerte, y no el deshonor, lo que rompa este vínculo.

El silencio se impuso en la sala durante un momento y luego, con una risa incómoda, Colgú desenrolló la cadena e hizo levantar a su hermana del suelo dándole un beso en cada mejilla. Acto seguido, se volvió hacia la caja y sacó otra cadena de oro. De un extremo de ésta colgaba una cruz de hechura singular; una cruz blanca con los extremos romos, en medio de la cual había incrustada una cruz sencilla. Era la insignia de la orden, una cruz anterior al simbolismo cristiano. Con gravedad, Colgú la puso alrededor del cuello de su hermana.

– Cualquier persona de los cinco reinos de Éireann reconocerá esta insignia -dijo con solemnidad-. Has rechazado la protección de mis guerreros en carne, pero esta cruz te brindará su protección en espíritu, pues quien ofendiere a un miembro de esta orden, también ofenderá a los reyes de Cashel y a la hermandad de la Niadh Nasc.

Fidelma sabía que las palabras de su hermano no eran vanas. Era muy difícil ser admitido en la orden, y muy pocas mujeres gozaban de tal honor.

– Llevaré la insignia con dignidad, hermano -reconoció con un hilo de voz.

– Que esta cruz te proteja en tu viaje al Valle Prohibido y en tu negociación con Laisre. Recuerda también mi exhortación, Fidelma: cave quid dicis, quando et cui.

Guárdate de lo que digas, cuándo y a quién.

El consejo de su hermano resonó en la mente de Fidelma al dirigir la atención a las imponentes y tenebrosas cumbres de las montañas que se alzaban ante ella.

Capítulo 3

La subida a través de las estribaciones, montaña adentro, fue más larga de lo que Eadulf había esperado. El camino se torcía y retorcía como una sierpe, atravesando escarpados terraplenes de roca y tierra, y pequeños pero caudalosos riachuelos que manaban de los elevados picos; cruzando claros boscosos y bosques sombríos, y a través de amplios pasos y desfiladeros rocosos. Eadulf se admiró de que hubiera personas que pudieran habitar lugares tan aislados, pues Fidelma le había asegurado que aquélla era la única ruta de acceso a la región por el sur.

Al mirar hacia las imponentes montañas, atisbo un destello. Parpadeó. Ya había visto el destello dos o tres veces durante el ascenso y, al principio, creía haberlo imaginado. Eadulf debió de exteriorizar esta preocupación, quizás al tensar los músculos del cuello, quizás al sostener la mirada en dirección al reflejo de luz, ya que Fidelma dijo en un susurro:

– Ya lo he visto. En la última media hora, alguien nos ha estado observando.

Eadulf se ofendió.

– ¿Por qué no me lo habíais dicho?

– ¿Deciros qué? No debería sorprenderos que alguien observe a unos forasteros que se adentran a caballo en estas montañas. Los que habitan las montañas son gente suspicaz.

Eadulf volvió a guardar silencio, pero sin perder de vista las colinas circundantes. Tenía la impresión de que el destello se debía al reflejo del sol contra un metal. Y el metal significaba armas o armaduras, lo cual siempre representaba un peligro potencial. Siguieron la marcha en silencio durante un rato, sin dejar de ascender. Hubo un momento en que tuvieron que desmontar -hasta tal punto era el camino empinado y pedregoso- y tirar de los caballos.

Al final, cuando Eadulf se disponía a preguntar a Fidelma si creía que quedaba mucho trayecto en pendiente, el camino torció en la ladera e, inesperadamente, una amplia cañada se extendió a sus pies. El brezo imperaba con una mezcla de aulaga roja, naranja y verde, en un espectáculo extraño y etéreo. No obstante, las altas cumbres seguían pareciendo lejanas.

– Este viaje es interminable -gruñó Eadulf.

Fidelma interrumpió el paso y se volvió desde la silla para mirar con severidad al sajón.

– No tanto. Sólo tenemos que cruzar esta gran cañada y pasar al otro lado de los picos que veis al final. Entonces habremos entrado en territorio de Laisre: estaremos en Gleann Geis.

Eadulf arrugó el ceño.

– Creía que nunca habíais estado en este territorio.

Fidelma contuvo un suspiro.

– Y no he estado, pero he pasado por aquí.

– Entonces, ¿cómo…?

– ¡Ah, Eadulf! ¿Qué creéis, que nuestro pueblo no tiene conocimientos de cartografía? Si no supiéramos cómo atravesar nuestro propio país, ¿cómo íbamos a enviar misioneros a las vastas tierras de Oriente?

Eadulf se sintió algo ridículo. Se disponía a hablar otra vez cuando, de súbito, observó que el cuerpo de su compañera de viaje se tensaba: Fidelma fijaba la vista al final de la cañada, hacia el cielo. Eadulf siguió su mirada.

– Aves -señaló.

– Los cuervos de la muerte -dijo ella en un tono de voz grave.

Las manchas negras contrastaban en el azul del cielo, al parecer los círculos de su vuelo descendían en espiral.

– Un animal muerto, seguro -propuso Eadulf-. Y ha de ser muy grande para atraer a tantos carroñeros.

– Grande, sin duda -asintió Fidelma mientras empujaba con suavidad al caballo hacia delante con un movimiento decidido-. Vamos, está de camino, y tengo curiosidad por saber qué atrae a tantos córvidos.

Eadulf la siguió con renuencia. A veces le habría gustado que esas cosas no despertaran tanto la curiosidad de su compañera. Él habría preferido seguir adelante para librarse del calor del día y llegar cuanto antes a su destino. Eadulf tenía bastante con haber pasado varios días montando. Prefería la comodidad de un sillón y una taza de aguamiel, dejada a enfriar en algún manantial de montaña.

Fidelma tenía que guiar con cuidado al caballo, ya que el terreno del valle sólo era plano en apariencia. Los grupos de brezos y zarzas crecían muy arraigados sobre un terreno desigual. Un ejército entero bien podría ocultarse entre aquellas plantas. Su llegada había desatado un coro de graznidos entre las aves, que siguieron volando en círculos; las que ya estaban en tierra alzaron el vuelo al verlos llegar.

Fidelma detuvo el caballo en seco, mirando fijamente la escena que tenía ante sí.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Eadulf, acercándose por detrás.

Fidelma no contestó; se había quedado de piedra sobre la silla, como una estatua, pálida y con la mirada fija.