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Con el ceño fruncido, Eadulf avanzó el caballo y miró hacia aquello que contemplaban los ojos horrorizados de Fidelma.

El también palideció.

– Deus miseratur… -empezó a rezar el primer verso del Salmo LXVII y calló.

Parecía inadecuado, pues no habían tenido misericordia con aquellos que formaban el curioso altar macabro que había ante ellos. Sobre el agreste suelo yacían una veintena de cuerpos; eran los cuerpos desnudos de hombres jóvenes, dispuestos en un círculo grotesco. Parecía indiscutible que habían pasado a mejor vida de una forma violenta.

Fidelma y Eadulf se quedaron inmóviles sobre los caballos, mirando el círculo de cuerpos desnudos, incapaces de asimilar lo que sus ojos ya habían aceptado.

Sin decir nada, Fidelma decidió bajar; se deslizó de la montura y avanzó uno o dos pasos. Eadulf tragó saliva, desmontó y tomó a los caballos de las riendas para amarrarlos con un nudo suelto en un arbusto próximo. Luego se acercó a Fidelma. Un ligero temblor nervioso en la mandíbula revelaba la emoción que su gesto intentaba ocultar.

Fidelma dio otro paso adelante y miró de hito en hito el círculo de muerte. Era innegable que habían colocado en una posición determinada a aquellos cuerpos desnudos, masculinos, después de haberles dado muerte.

Movió los hombros, y la mandíbula sobresalió un poco, como si se preparara para una ardua labor.

– ¿No deberíamos retirarnos? ¿Quizá los responsables de esto vuelvan por aquí? -apremió Eadulf, nervioso, oteando el horizonte.

Sin embargo, no había más vida en el valle que la bandada de cuervos, negros como la noche, que se cernían sobre ellos, volando y graznando en una nube caótica. Algunos volvían a descender con recelo, como si no confiaran del todo en lo que el instinto les dictaba: que allí había un suculento condumio, carroña sustanciosa. Pero algo les decía que había movimiento entre los cuerpos; humanos vivos que podían hacerles daño. Algunos, más osados que el resto, incluso se iban posando a poca distancia del círculo. Eadulf, al ver cómo se acercaban a los cadáveres más cercanos dando saltos para examinarlos mejor, sintió repugnancia y se inclinó para coger una piedra del suelo. No alcanzó al vil pajarraco negro, como pretendía, pero la acción en sí valió para que alzara el vuelo con un crascitar irritado, que advirtió a sus compañeros del peligro. Aun así, algunos bajaron al suelo algo más allá, para contemplar los cuerpos con los ojos brillantes de avidez.

– Apartaos, Fidelma -le instó Eadulf-. No es escena que deban contemplar vuestros ojos.

Fidelma lo miró, airada.

– ¿Y qué ojos deben hacerlo? -preguntó en un tono seco-. ¿Qué ojos sino los de una abogada que juró respetar y defender las leyes de los cinco reinos?

Eadulf titubeó, avergonzado:

– Quería decir que…

Sin embargo, Fidelma lo interrumpió haciendo un movimiento seco con la mano.

Se dio la vuelta y apoyó una rodilla en el suelo junto al cuerpo más próximo, que empezó a examinar. Después, se desplazó con pausa alrededor del círculo de cuerpos para examinarlos uno a uno. Se detuvo junto a uno de ellos durante más tiempo del que había dedicado a los demás. Eadulf se encogió de hombros y, pese a que sus ojos miraban vigilantes el campo que les rodeaba, también trataba de dar cierto sentido al siniestro grupo de cadáveres.

Lo primero que le llamó la atención fue que todos eran hombres jóvenes: el más joven de ellos apenas debía de tener diecisiete o dieciocho años, y el mayor poco más de veinticinco. Todos estaban desnudos; las pieles exangües, blancas como el pergamino, revelaban que nunca habían estado expuestas al sol en vida. También observó que los cuerpos formaban un círculo, dispuestos con los pies hacia el centro del mismo. Cada cuerpo yacía sobre el costado izquierdo. También se fijó en que no había indicios de sangre, ni de alteración del suelo en derredor del círculo. Esto hizo suponer a Eadulf que no los habían matado allí. Deducción que, en cierto modo, lo tranquilizó.

Concluido su examen, Fidelma se puso en pie. A unos nueve metros de ellos había un riachuelo y, sin pronunciar palabra, se dio la vuelta y se dirigió hacia allí con decisión. Se inclinó sobre él, se lavó manos y brazos y se echó agua fría en la cara.

Eadulf la esperó, paciente. Había pasado suficiente tiempo en los cinco reinos de Eireann para saber cuan escrupulosos eran los irlandeses con la limpieza. Aguardó con paciencia hasta que hubo terminado. Al volver, aún con una expresión grave, volvió a detenerse ante el círculo de cuerpos.

– ¿Veamos, Eadulf, qué habéis observado? -preguntó tras una breve pausa.

Eadulf dio un respingo de asombro. No había advertido que ella había reparado en su observación. Eadulf reaccionó al instante.

– Todos son hombres jóvenes -indicó.

– Cierto.

– Los han dispuesto de un modo predeterminado, en un círculo, y no los han matado aquí.

Fidelma enarcó una ceja inquiridora.

– ¿Qué os hace pensar tal cosa?

– Si los hubieran matado aquí, habría vestigios de un forcejeo. El suelo de alrededor está intacto, y tampoco hay restos de sangre. Los mataron en otra parte y luego los trajeron aquí.

Ella asintió en señal de aprecio al oír la observación.

– ¿Y qué diríais de los pies?

Eadulf la miró con curiosidad.

– ¿Los pies? -preguntó, vacilante.

Fidelma señaló al suelo.

– Si os fijáis en los pies, veréis que cada joven tiene durezas, heridas y llagas, como si les hubieran obligado a caminar descalzos una larga distancia o por un terreno escabroso. Las abrasiones son recientes. ¿No contradice esta explicación vuestro argumento de que los trasladaron aquí?

Eadulf se concentró con denuedo.

– No necesariamente -dijo pasado un momento-. También podrían haberlos hecho marchar hasta el lugar donde los mataron, y luego haberlos traído hasta aquí, ya muertos, para colocarlos en este orden peculiar.

Fidelma le mostró su aprobación.

– Muy bien, Eadulf. Al final acabaréis siendo un dálaigh. ¿Algo más? No habéis mencionado las marcas de grilletes en los tobillos izquierdos.

En realidad, Eadulf no había reparado en aquellas marcas y, después del comentario de Fidelma, le parecieron evidentes. La monja añadió:

– ¿Habéis contado el número de cuerpos?

– Creo que hay unos treinta.

Fidelma torció un momento el gesto.

– Debes ser más preciso. Hay exactamente treinta y tres cuerpos.

– Bueno, me he aproximado bastante -replicó a la defensiva.

– No, eso no vale -objetó ella con sequedad-. Pero volveremos a ello en un momento. Habéis comentado que están dispuestos en un orden peculiar. ¿Tenéis alguna otra observación que hacer a ese respecto?

Eadulf miró el círculo e hizo una mueca.

– No.

– ¿No tenéis nada que decir sobre el hecho de que todos estén tumbados sobre el lado izquierdo, con los pies hacia el centro del círculo? ¿Esto no os sugiere nada?

– Sólo que podría tratarse de una suerte de ritual.

– Ah, un ritual. Mirad bien. Los cuerpos están colocados sobre el costado izquierdo. Empezad a mirar por la parte superior del círculo y seguidlo…, están situados en el sentido que recorre el sol, lo que nosotros llamamos deisol.

– No sé si os termino de entender.

– En tiempos paganos realizábamos algunos ritos girando deisol o en el sentido de la trayectoria del sol. Aun hoy en día, en un funeral, muchos insisten en caminar alrededor del camposanto tres veces en el sentido del sol con el féretro.

– ¿Queréis decir con eso que podría tratarse de un símbolo pagano? -preguntó Eadulf con un escalofrío; fue a santiguarse, pero se contuvo.

– No tiene por qué -lo tranquilizó Fidelma-. Cuando al santísimo Patricio le concedieron las tierras sobre las que edificaría su iglesia, se decía que tuvo que caminar deisol en derredor de ésta alzando un báculo y, de este modo, haciendo uso de nuestros antiguos ritos y costumbres, consagró solemnemente la tierra al servicio de Cristo.