Fidelma alzó una mano para pedirle que no siguiera hablando.
– Teníais todos los motivos del mundo para pensar de mí como hicisteis, pues acusar a un inocente siempre es motivo de indignación. Lamento que en el corazón de vuestro hermano no hubiera amor hacia vos o hacia los vuestros.
– Pobre Laisre -dijo la mujer, forzando una sonrisa pensativa-. Sí, incluso ahora puedo decir pobre Laisre. Estaba enfermo. Creo que su profunda locura era únicamente eso, una demencia, como una enfermedad, como un resfriado contra el que no hay remedio posible. Seguía siendo mi hermano; lo conocí antes de que la enfermedad se apoderara de su mente. Lo recordaré tal cual era entonces y olvidaré en qué se convirtió.
Colla se adelantó para tomar del brazo a su esposa y sonrió, contrito, a la dálaigh.
– Nos habéis enseñado muchas cosas, Fidelma de Cashel -comentó en voz baja.
– Espero que algunas os puedan servir para bien.
– ¿Cosas como lo que significan el amor y el perdón cristianos? -intervino Eadulf de manera oportuna-. Ésa sería una buena lección.
Colla rió con regocijo, de forma tan natural e insospechada, que Eadulf hasta se molestó.
– ¡No, no, sajón! Eso es lo último que habría aprendido aquí. ¿No es Mael Dúin de Ailech cristiano? ¿No eran cristianos los soldados que perpetraron la terrible masacre de los treinta y tres jóvenes? ¿No eran cristianos el hermano Solin y el hombre que lo envió, Ultan de Armagh? ¡Ja! El amor cristiano es lo último que ha quedado demostrado aquí -afirmó Colla, que inmediatamente se puso serio-. No, si algo he aprendido es que sólo la perseverancia puede hacer frente a la adversidad.
Con su esposa del brazo, se dirigió a la puerta de la sala consistorial. Al llegar, se detuvo y miró atrás.
– Al llegar a Cashel, decid a vuestro hermano y al obispo de Imleach que Gleann Geis aún no está dispuesto a aceptar una relación más próxima con la nueva Fe. Ya hemos conocido más inquietudes cristianas de las que nos convienen.
Colla y Orla salieron por la puerta sin más.
– ¡Cuánta ingratitud! -rezongó Eadulf, ofendido-. ¿Cómo podéis aceptar tales insultos de estos paganos?
Fidelma sonreía, impasible.
– No se les puede llamar insultos, Eadulf. Un hombre debe hablar según aquello que conoce. Tiene razón. La cristiandad de Mael Dúin, el hermano Solin y, si de veras forma parte de esta fatídica conspiración, la cristiandad de Ultan de Armagh, hacen que una eche de menos la moral de las antiguas creencias de nuestro pueblo.
Eadulf estaba escandalizado. Cuando se disponía a reprenderla, Murgal se aproximó con una expresión grave en el rostro.
– Lo cierto es que tenemos mucho que agradeceros, Fidelma de Cashel. He visto en vos la verdadera valía de una defensora moral de las leyes de los cinco reinos; una valía ejemplar.
– No la consideréis ejemplar, Murgal, pues vos mismo sois un ejemplo de ella. Sois un brehon valiente y honesto. Puede que nos separen las religiones, pero la moralidad a menudo trasciende las diferencias de fe.
– Es para mí alentador que reconozcáis algo así.
Fidelma hizo una sutil reverencia.
– Nos lo enseñan al estudiar la ley antigua. La intolerancia está hecha de la misma pasta que la mentira. Ningún desastre natural se ha cobrado tantas vidas humanas como la intolerancia del hombre para con las creencias de su prójimo.
– Muy cierto. ¿Os quedaréis un tiempo en Gleann Geis como nuestros invitados, o partiréis de inmediato hacia Cashel, como ha hecho Ibor de Muirthemne?
Fidelma miró por la ventana hacia el cielo.
– Aún nos queda día por delante. Ya no tenemos motivos para quedarnos en Gleann Geis. Tal vez un día pueda regresar al valle para hablar de cómo traeros la verdadera cristiandad. Pero ahora no es el momento. Iniciaremos el viaje de vuelta enseguida. Primero a Imleach, para consultar al obispo Ségdae, y luego a Cashel. Cuanto antes Muman esté al corriente de la conspiración que se urdió en su contra, antes podremos estar alerta contra Ailech y contra cualquier conspiración pareja que amenace la paz de este reino.
Dos hombres salían de la sala consistorial cargando con el cuerpo de Laisre.
Fidelma los observó en silencio y añadió, retórica:
– ¿Qué beneficio obtiene un hombre que gana el mundo entero y pierde el alma propia?
Murgal parecía impresionado.
– Un pensamiento sabio. ¿Acaso alguna cita de las enseñanzas del brehon Morann de Tara? No la conozco.
Eadulf le espetó con sarcasmo:
– No, es del Evangelio de San Marcos. Incluso nosotros, los cristianos, tenemos libros de filosofía.
Peter Tremayne