Se interrumpió. Era evidente que a ella no le interesaba el programa.
– Ay, papaíto, no sé -contestó-. Los fines de semana tengo tanto que hacer: ¡deberes, fiestas, compras, clases de baile y de todo!
Ellis ocultó su desilusión.
– No te preocupes -dijo-. Tal vez algún día cuando no estés tan ocupada decidas ir.
– Sí, me parece bien -aceptó ella, visiblemente aliviada.
– Puedo arreglarte la habitación de huéspedes para que puedas venir cuando quieras.
– Muy bien.
– ¿De qué color te gustaría que la hiciera pintar?
– No sé.
– ¿Cuál es tu color favorito?
– Supongo que el rosa.
– Entonces será rosa -Ellis se obligó a sonreír-. ¿Qué te parece si nos vamos?
Una vez en el coche, de regreso a casa, ella le preguntó si tenía inconveniente en que se hiciera agujerear las orejas para ponerse pendientes.
– No sé -contestó él, prudentemente-. ¿Qué piensa tu madre?
– Me dijo que no tiene inconveniente, si no lo tienes tú.
¿Lo estaría incluyendo Gill en la decisión o simplemente le pasaba la responsabilidad?
– La idea no me gusta demasiado -agregó Ellis-. Posiblemente seas un poco joven para empezar a hacer agujeros decorativos en el cuerpo.
– ¿Te parece que soy demasiado joven para tener novio?
Ellis tuvo ganas de decir que sí. Decididamente le parecía demasiado joven. Pero él no podía impedir que creciera.
– Ya tienes edad para salir con chicos, pero no para comprometerte -explicó.
La miró de reojo para ver su reacción. Parecía divertida. Tal vez ahora ya no hablen de comprometerse, pensó.
Cuando llegaron a la casa, el Ford de Bernard estaba estacionado en la avenida. Ellis colocó el Honda detrás y entró en la casa con Petal. Bernard estaba en la sala de estar. Era un tipo bajo, de pelo muy corto, buen carácter y completamente carente de imaginación. Petal lo saludó con entusiasmo, abrazándolo y besándolo. El parecía un poco incómodo. Estrechó la mano de Ellis con firmeza.
– ¿El gobierno sigue marchando bien por Washington?
– Como siempre -contestó Ellis.
Ellos creían que él trabajaba en el Departamento de Estado y que su misión consistía en leer los diarios y revistas franceses y preparar un resumen diario para los encargados de las relaciones con Francia.
– ¿Te gustaría tomar una cerveza?
Ellis realmente no tenía ganas de tomar cerveza, pero aceptó simplemente para mostrarse amistoso. Bernard se dirigió a la cocina a buscarla. Era gerente de créditos de unos almacenes de la ciudad de Nueva York. Por lo visto Petal lo quería y lo respetaba, y él era suave y afectuoso con ella. El y Gill no habían tenido otros hijos; ese especialista en fertilidad no le había hecho ningún bien.
Regresó con dos vasos de cerveza y le entregó uno a Ellis.
– Ahora será mejor que vayas a hacer tus deberes -le aconsejó a Petal-. Tu papá se despedirá de ti antes de irse.
Petal lo volvió a besar y salió corriendo de la habitación. Bernard volvió a hablar cuando estuvo seguro de que ella ya no los podía oír.
– Normalmente no es tan afectuosa conmigo. Cuando tú andas por los alrededores exagera la nota. No comprendo por qué.
Ellis lo comprendía demasiado bien, pero todavía no quería pensar en ello.
– No te preocupes -contestó-. ¿Qué tal van los negocios?
– Bastante bien. Las altas tasas de interés no nos han perjudicado tanto como temíamos. Por lo visto la gente todavía está dispuesta a pedir dinero prestado para comprar cosas, por lo menos en Nueva York.
Se sentó y empezó a beber su cerveza.
Ellis siempre tenía la sensación de que Bernard le temía físicamente. Lo demostraba en su forma de caminar, como un perrito al que no se le permite estar dentro de la casa, y que se cuida de permanecer a distancia prudente para que no le den un puntapié.
Durante algunos instantes hablaron de economía y Ellis bebió su cerveza lo más rápidamente posible que pudo y después se levantó para marcharse. Luego se dirigió al pie de la escalera para despedirse de su hija.
– ¡Adiós, Petal! -exclamó.
Ella se asomó por el rellano.
– ¿Y qué me contestas sobre el asunto de hacerme agujerear las orejas? -preguntó.
– ¿Me dejas pensarlo? -contestó él.
– Por supuesto. Adiós.
Gill bajó por la escalera.
– Te llevaré en coche al aeropuerto -anunció.
Ellis se sorprendió.
– ¡Gracias!
– Me dijo que no tenía ganas de ir a pasar un fin de semana contigo -dijo Gill cuando estuvieron en el auto.
– Así es.
– Te duele, ¿verdad?
– ¿Se nota mucho?
– Yo lo noto con claridad. No olvides que estuve casada contigo. -Hizo una pausa-. Lo siento, John.
– La culpa es mía. No lo pensé a fondo. Antes de que yo apareciera, ella tenía una madre y un padre y un hogar, todo lo que quiere cualquier chico. Sin embargo, yo no soy algo simplemente intrascendente. Por el simple hecho de existir, amenazo su felicidad. Soy un intruso, un factor desestabilizante. Por eso abraza tanto a Bernard cuando estoy delante. No lo hace para herirme. Lo hace porque tiene miedo de perderlo a él. Y soy yo el que le provoco ese miedo.
– Ya se le pasará -pronosticó Gill-. Norteamérica está llena de chicos con dos padres.
– Esa no es una excusa. Soy el culpable de esta situación y tengo que afrontarlo.
Ella volvió a sorprenderlo al darle una serie de palmaditas en la rodilla.
– No seas demasiado duro contigo mismo -aconsejó-. Simplemente no has sido hecho para esta vida. Lo supe al mes de casarme contigo. Tú no quieres un hogar, un empleo, vivir en los suburbios, hijos. Eres un poquito extraño. Por eso me enamoré de ti: porque eras distinto, loco, original, excitante. Eras capaz de hacer cualquier cosa. Pero no eres un hombre de familia.
El se quedó sentado en silencio, pensando en lo que Gill acababa de decirle, mientras ella conducía. Su intención era buena, y él se la agradecía de todo corazón, pero ¿sería cierto eso? Creía que no. No quiero una casa en los suburbios -pensó-, pero me gustaría tener un hogar: tal vez una villa en Marruecos o una buhardilla en Greenwich Village o un sobre tico en Roma. No quiero una esposa para que se convierta en mi ama de llaves cocinando, limpiando y haciendo las compras y asistiendo a las reuniones de la Asociación de Padres y Maestros; pero me gustaría tener una compañera, alguien con quien poder compartir libros, películas y poesías, alguien con quien conversar por las noches. Y hasta me gustaría tener hijos y educarlos para que sepan algo más que la simple existencia de Michael Jackson. Pero no le dijo nada de eso a Gill.
Ella detuvo el coche y se dio cuenta que habían llegado a la terminal de Eastern. Miró su reloj: eran las ocho y cincuenta. Si se apresuraba podría tomar el avión de las nueve.
– Gracias por traerme -dijo.
– Lo que te hace falta es una mujer parecida a ti, una de tu misma clase -agregó Gill.
Ellis pensó en Jane.
– Una vez conocí una.
– ¿Y que pasó?
– Se casó con un médico muy apuesto.
– ¿y ese médico es loco como tú?
– No lo creo.
– Entonces no durará. ¿Cuándo se casaron?
– Hace alrededor de un año.
– ¡Ah! -Probablemente Gill estaba calculando que fue entonces cuando Ellis volvió a reaparecer en la vida de Petal; pero tuvo el buen gusto de no decirlo-. Sigue mi consejo -agregó-. Búscala.
Ellis descendió del coche.
– Te llamaré pronto.
– Adiós.
El cerró la portezuela y ella se alejó.
Ellis se apresuró a entrar en el edificio del aeropuerto. Alcanzó el vuelo justo antes de que el avión partiera. Cuando la aeronave hubo despegado, encontró una revista de actualidad en la bolsa del asiento delantero y buscó algún informe sobre Afganistán.
Desde que en París Bill le informó de que Jane seguía de cerca su proyecto de viajar a ese país con Jean-Pierre, él había llevado a cabo
los acontecimientos de la guerra. La crisis de Afganistán ya no era noticia de primera plana- a menudo pasaba una semana o dos sin que aparecieran informes. Pero ahora por lo menos una vez por semana encontraba alguna noticia en la prensa.
había cesado la calma del invierno y
En esa revista se hallaba un análisis sobre la situación rusa en Afganistán. Ellis comenzó a leerlo con cierta desconfianza, porque le constaba que muchos de esos artículos de las revistas procedían de la CÍA; algún periodista recibía un informe exclusivo de lo que pensaba el servicio de inteligencia de la CÍA sobre determinada situación, pero en realidad se convertía en el canal inconsciente de una información errónea dirigida al servicio de espionaje de otro país, y el artículo que escribía no tenía más relación con la verdad que el que podría haber sido publicado en Pravda.
Sin embargo, esa noticia parecía genuina. Afirmaba que los rusos estaban preparando tropas y armamentos para realizar una gran ofensiva de verano. Ese verano era considerado por Moscú como decisivo:
Debían demoler la resistencia ese año, puesto que en caso contrario se verían obligados a llegar a alguna clase de acuerdo con los rebeldes. Eso le pareció sensato a Ellis: se preocuparía por averiguar lo que opinaba la CÍA en Moscú, pero tenía la sensación de que coincidirían.
El artículo mencionaba el Valle Panisher entre las zonas de blancos cruciales.
Ellis recordó que Jean-Pierre había mencionado el Valle de los Cinco Leones. Había aprendido un poco de farsi en Irán y creía recordar que panisher significaba cinco leones, aunque Jean-Pierre siempre hablaba de cinco tigres, quizá porque no había leones en Afganistán. El artículo también mencionaba a Masud, el jefe rebelde: Ellis recordaba que Jean-Pierre también le había hablado de él.
Miró por la ventanilla, observando la puesta del sol. No cabe ninguna duda -pensó con temor-, de que este verano Jane va a correr un grave peligro.
Pero no era asunto suyo. Ahora ella estaba casada con otro. Y de todos modos, no había nada que él pudiera hacer al respecto.
Volvió las páginas de la revista y empezó a leer un artículo sobre la situación en El Salvador. El avión con las rugientes turbinas continuó su marcha rumbo a Washington. Hacia el oeste, el sol se ocultó y reinó la oscuridad.