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Allen Winderman invitó a Ellis Thaler a almorzar en un restaurante que se especializaba en mariscos y con vistas al río Potomac. Winderman llegó a su cita con media hora de retraso. Era éste el típico funcionario de Washington: traje gris oscuro, camisa blanca, corbata rayada; lampiño como un tiburón. Dado que era la Casa Blanca quien pagaba, Ellis pidió langosta y un vaso de vino blanco. Winderman pidió Perrier y una ensalada. Todo en Winderman era demasiado apretado: la corbata, los zapatos, sus horarios y su autocontrol.

Ellis se mantenía en guardia. No podía rechazar la invitación de un ayudante del presidente, pero no le gustaban los almuerzos discretos y extraoficiales, y tampoco le gustaba Allen Winderman.

Winderman fue directamente al grano.

– Quiero tu consejo -dijo.

Ellis lo detuvo.

– Ante todo necesito saber si informaste a la Agencia sobre nuestro encuentro.

Si la Casa Blanca deseaba planear alguna clase de espionaje sin informar a la CÍA, Ellis no quería saber nada del asunto.

– Por supuesto -aseguró Winderman-. ¿Qué sabes sobre Afganistán?

De repente Ellis sintió frío. Tarde o temprano esto va a involucrar a Jane -pensó-. Por supuesto que están enterados de la relación que tenía con ella; no mantuve en secreto el asunto. En París le dije a Bill que pensaba pedir a Jane que se casara conmigo. Después llamé a Bill para averiguar si realmente había ido a Afganistán. Y todo eso quedó registrado en mi informe. Y ahora este cretino está enterado de su existencia y piensa utilizarlo.

– Sé algo sobre el asunto -contestó con cautela. y después recordó un verso de Kipling y lo recitó:

cuando estés herido y abandonado en los llanos de Afganistán y salgan las mujeres a cortar tus despojos, coge tu rifle y pégate un tiro,

y preséntate a tu Dios como un soldado.

Por primera vez Winderman se mostró incómodo.

– Después de dos años de hacerte pasar por poeta, debes de saber bastante sobre esos asuntos.

– Los afganos también -contestó Ellis-. Son todos poetas, así como todos los franceses son gourmets y todos los galeses cantantes.

– ¿Es cierto eso?

– Es porque no saben leer ni escribir. La poesía es una forma artística verbal. -Winderman se impacientaba visiblemente; en su agenda no cabía la poesía. Ellis continuó hablando-. Los afganos pertenecen a tribus de montaña, seres salvajes y valientes que apenas han salido del medievo. Se dice que son particularmente amables, valientes como leones y crueles hasta el punto de desconocer la piedad. El país que habitan es áspero, árido y estéril. ¿Y tú, qué sabes de ellos?

– Los afganos no existen -aseguró Winderman-. Hay seis millones de pushtuns en el sur, tres millones de tadjikos en el oeste, un millón de uzbekos en el norte y alrededor de una docena de otras nacionalidades con menos de un millón de representantes. Las fronteras modernas significan muy poco para ellos: hay tadjikos en la Unión Soviética y pushtuns en Pakistán. Algunos se dividen por tribus. Se parecen a los pieles rojas, que nunca pensaron en sí mismos como norteamericanos, sino como apaches, crowso sioux. A los afganos les da lo mismo luchar entre ellos que luchar contra los rusos. Nuestro problema es conseguir que los apaches y los sioux se unan contra los rostros pálidos.

– Comprendo -contestó Ellis, asintiendo, a la vez que se preguntaba: ¿Y qué tendrá que ver Jane con todo esto?-. Así que el problema es: ¿quién será el Gran Jefe?

– Eso es fácil. El más prometedor de los líderes guerrilleros es, con mucho, Ahmed Shah Masud, del Valle Panisher.

El Valle de los Cinco Leones. ¿Adónde quieres ir a parar, astuto cretino?

Ellis estudió el rostro suave y afeitado de Winderman. El tipo permanecía imperturbable.

– ¿Y por qué es tan especial ese Masud? -preguntó Ellis.

– La mayoría de los líderes guerrilleros se contentan con controlar sus tribus, cobrar impuestos y negar la entrada a sus territorios al gobierno. Masud hace mucho más que eso. Sale de su refugio en las montañas y ataca. Está situado dentro de un radio de tres blancos estratégicos: Kabul, la ciudad capital; el túnel de Salang, en la única carretera que va de Kabul a la Unión Soviética, y Bagram, la principal base aérea militar. Está en condiciones de infligir graves daños, y lo hace. Ha estudiado el arte de la guerra de guerrillas. Ha leído a Mao. Es, sin duda el cerebro militar más importante del país. Y tiene medios para financiar sus campañas. En su valle hay minas de esmeraldas que se venden en Pakistán: Masud se embolsa un impuesto del diez por ciento sobre todas las ventas y utiliza el dinero para sostener su ejército. Tiene veintiocho años, es un individuo carismático y la gente lo adora. Finalmente, es un tadjik. El grupo étnico más numeroso es el de los pushtun y todos los demás grupos los odian, así que el líder no puede ser un pushtun. Los tadjikos son los que les siguen en número y en importancia. Existe la posibilidad de que el pueblo se una bajo el mando de un tadjik.

– ¿Cosa que nosotros queremos facilitar?

– Así es. Cuanto más fuertes sean los rebeldes, tanto más daño les causarán a los rusos. Es más, este año nos resultaría muy útil obtener un triunfo de la comunidad norteamericana de inteligencia.

Para Winderman y los de su clase, no tenía la menor importancia el hecho de que los afganos estuvieran luchando por su libertad contra un invasor brutal, pensó Ellis. La moralidad había pasado de moda en Washington: lo único que importaba era el juego por el poder. Si Winderman hubiera nacido en Leningrado en lugar de Los Angeles, hubiese sido igualmente feliz, igualmente triunfador e igualmente poderoso, y habría utilizado las mismas tácticas para luchar contra los del bando contrario.

– ¿Y qué pretendes que haga? -preguntó Ellis.

– Quiero utilizar tu cerebro. ¿Existe alguna manera en que un agente secreto pueda promover una alianza entre las diferentes tribus afganas?

– Supongo que sí -contestó Ellis, justo en el momento en que llegó la comida, interrumpiendo la conversación y proporcionándole algunos instantes para pensar. Cuando el mozo se alejó, continuó hablando-. Sería posible, siempre que hubiera algo que ellos necesitaran y que nosotros les proporcionásemos, Y supongo que lo que necesitan son armas.

– Así es. -Winderman empezó a comer, vacilante, como un hombre que padece de una úlcera. Volvió a hablar entre bocado y bocado-. Por el momento compran sus armas al otro lado de la frontera, en Pakistán. Allí lo único que consiguen son copias de rifles victorianos ingleses, y de no ser copias, reciben los genuinos y malditos rifles que tienen cien años y aún siguen disparando. También les roban los Kalashnikovs a los soldados rusos muertos. Pero están desesperados por obtener artillería ligera: armas antiaéreas y misiles manuales tierra-aire, para poder derribar aviones y helicópteros.

– ¿Y estamos dispuestos a proporcionarles esas armas?

– Sí. Aunque no directamente. Mantendríamos oculta nuestra participación enviándolas a través de intermediarios. Pero eso no es problema. Podemos valernos de los sauditas.

– Muy bien. -Ellis tragó un bocado de langosta. Estaba deliciosa-. Permíteme que te diga lo que considero que debe ser el primer paso. En cada grupo guerrillero necesitamos un núcleo de hombres que conozcan, comprendan y confíen en Masud. Ese núcleo se convertirá entonces en el grupo de unión para toda comunicación con Masud. Poco a poco irán definiendo sus papeles: primero intercambio de informaciones, después cooperación mutua y por fin planes de batalla coordinados.

– Parece sensato. ¿Y cómo se llevaría a cabo?

– Yo haría que Masud organizara un plan de entrenamiento en el Valle de los Cinco Leones. Cada uno de los grupos rebeldes enviaría unos cuantos jóvenes para luchar junto a Masud durante un tiempo y aprender los métodos que lo hacen triunfar. También aprenderían a respetarlo y a confiar en él, siempre y cuando sea un líder tan bueno como dices.

Winderman asintió con aire pensativo.

– Ese tipo de propuesta puede resultar aceptable para los jefes tribales que rechazarían cualquier tipo de plan que los obligase a aceptar órdenes de Masud.

– ¿Existe algún líder rival en particular cuya cooperación resulte esencial para cualquier alianza?

– Sí. En realidad son dos: Jahan Kamil y Amal Azizi, ambos pushtuns.

– Entonces yo enviaría un agente secreto con el propósito de conseguir que los dos se sienten a una mesa de negociaciones con Masud. Cuando ese agente regresara con un tratado con las tres firmas, les enviaríamos el primer cargamento de misiles. El resto de los envíos dependería del desarrollo del programa de entrenamiento.

Winderman depositó el tenedor en su plato y encendió un cigarrillo. Decididamente tiene una úlcera, pensó Ellis.

– Eso es exactamente lo que yo pensaba proponer -aprobó Winderman. Ellis veía que ya estaba pensando cómo se las arreglaría para hacer pasar el plan como propio. Mañana podrá decir: Planeamos el asunto durante el almuerzo y en su informe por escrito se leerá: Agentes secretos especializados aseguran que mi plan es viable.

– ¿Cuáles son los riesgos? -preguntó.

Ellis meditó.

– Si los rusos se llegaran a apoderar del agente de la CÍA, obtendrían una propaganda de considerable valor de todo este plan. Por el momento tienen lo que la Casa Blanca llamaría un problema de imagen en Afganistán. A sus aliados del Tercer Mundo no les cae bien que hayan invadido un país pequeño y primitivo. Sus amigos musulmanes, en particular, tienden a simpatizar con los rebeldes. Ahora, los rusos sostienen que los así llamados rebeldes no son más que bandidos, financiados y armados por la CÍA. Les fascinaría poder probarlo apoderándose de un verdadero agente suyo con vida, justamente allí en el país, y sometiéndolo a juicio. En términos de política global, me imagino que eso nos podría perjudicar muchísimo.

– ¿Y qué posibilidades hay de que los rusos puedan apoderarse de nuestro hombre?

– Muy pocas. Si no consiguen apoderarse de Masud, ¿por qué van a apoderarse de un agente secreto, enviado para entrevistarse con Masud?

– Muy bien -dijo Winderman, apagando su cigarrillo-. Quiero que tú seas ese agente.

Esto tomó a Ellis por sorpresa. Comprendió que debía haberlo intuido, pero se encontraba demasiado enfrascado estudiando el asunto.