Ese día reinaba un clima de particular excitación. Esperaban la llegada de la última caravana de Pakistán. Los hombres les traerían pequeños artículos de lujo: un mantón, algunas naranjas, un brazalete de plástico, junto con el importantísimo cargamento de armas, municiones y explosivos para la guerra.
El marido de Zahara, Ahmed Gul, uno de los hijos de la partera Rabia, era el jefe de la caravana, y Zahara se encontraba visiblemente excitada ante la perspectiva de volver a verlo. Cuando estaban juntos se comportaban igual que todas las parejas afganas: ella, silenciosa y obediente; él imperioso e indiferente. Pero por la manera que tenían de mirarse, Jane se daba cuenta de que estaban enamorados; y por el modo de hablar de Zahara, no cabía ninguna duda de que ese amor era en gran medida atracción física. Ese día el deseo la tenía casi fuera de sí, y se secaba el pelo con fiereza y con frenética energía. Jane la comprendía; algunas veces ella había sentido algo muy parecido. Sin duda ella y Zahara se habían hecho amigas porque cada una reconocía en la otra un espíritu similar.
La piel de Jane se secó inmediatamente en el aire cálido y polvoriento. Estaban en pleno verano y los días eran largos, secos y calurosos. El buen tiempo duraría un mes o dos más, y después haría un frío terrible durante el resto del año.
Zahara seguía interesada en el tema de conversación del día anterior. Dejó de frotarse la cabeza con la toalla para decir:
– Digan lo que digan, la manera de quedar embarazada es hacerlo todos los días.
Halima, la esposa taciturna y de ojos oscuros de Mohamed Khan se mostró de acuerdo.
– Y la única manera de no quedar nunca embarazada es no hacerlo nunca.
Tenía cuatro hijos, pero sólo uno de ellos -Mousa- era varón y la desilusionó enterarse de que Jane no sabía cómo mejorar sus posibilidades de tener otro varón.
– Pero entonces, ¿qué le dices a tu marido después que viaja seis semanas con una caravana? -preguntó Zahara.
– Tendrías que hacer lo de la esposa del mullah e introducirlo en el agujero equivocado.
Zahara se desternilló de risa y Jane sonrió. esa era una técnica de control de la natalidad que no se había mencionado en sus cursos de París, pero no cabía duda de que los métodos modernos no cuajarían en el Valle de los Cinco Leones durante muchos años, así que tendrían que utilizar los métodos tradicionales ayudados, quizá, por una pequeña educación.
El tema de conversación recayó luego en la cosecha. El valle era un mar de trigo dorado y de cebada, pero gran parte del grano se pudriría en el campo porque durante la mayor parte del tiempo los hombres jóvenes estaban lejos luchando y los mayores hacían el trabajo lentamente al cosechar a la luz de la luna. Hacia fines del verano, todas las familias sumarían sus bolsas de harina, sus canastas de frutas secas; mirarían sus gallinas y sus cabras y contarían sus centavos. También tomarían en cuenta la escasez que habría de huevos y de carne y tratarían de adivinar el precio que ese invierno alcanzarían el arroz y el yogur. Entonces algunos de ellos empaquetarían sus escasas y preciosas pertenencias e iniciarían el largo viaje que los conduciría hacia el otro lado de las montañas donde establecerían sus nuevos hogares en los campos de refugiados de Pakistán, lo mismo que había hecho el tendero, junto con otros millones de afganos.
Jane temía que los rusos convirtieran esa evacuación en una política: que ante su incapacidad de vencer a los guerrilleros tratarían de destruir las comunidades dentro de las cuales vivían, lo mismo que habían hecho los norteamericanos en Vietnam, cubriendo de bombas y de minas zonas enteras del campo, en cuyo caso el Valle de los Cinco Leones se convertiría en un páramo deshabitado, y Mohammed y Zahara y Rabia se unirían a los habitantes de los campos de refugiados, gente sin hogar, sin patria y sin destino fijo. Los rebeldes no podían ni siquiera pensar en resistir un ataque a fondo, porque virtualmente no poseían armas antiaéreas.
Pero las mujeres afganas no sabían nada de esto. Nunca hablaban de la guerra, únicamente de sus consecuencias. Parecían no experimentar sentimientos hacia los extranjeros que traían la muerte rápida y el hambre lenta a su valle. Consideraban a los rusos como un accidente de la naturaleza, semejante al tiempo: un bombardeo era como una helada fuerte, desastrosa, de la que nadie tenía la culpa.
Estaba oscureciendo. Las mujeres empezaron a volver al pueblo. Jane caminaba junto a Zahara, escuchando sólo a medias la conversación y pensando en Chantal. Sus sentimientos con respecto a la pequeña habían pasado por varias etapas. Inmediatamente después del nacimiento, se sintió exultante de alivio, de triunfo y de alegría por haber dado a luz un bebé con vida y en perfecto estado. Después comenzó a sentirse completamente desgraciada. No sabía cómo cuidar un bebé y al contrario de lo que afirmaba la gente, sus instintos no le dictaban absolutamente nada. Empezó a tenerle miedo a la criatura. No había en ella una tendencia natural al amor maternal. En cambio sufría fantasías extrañas y pesadillas terroríficas en las que la pequeña moría: ahogada en el río, o por la explosión de una bomba o robada en medio de la noche por un tigre de la nieve. Todavía no le había mencionado a Jean-Pierre esos pensamientos por miedo de que él la creyera loca.
Tuvo conflictos con Rabia Gul, su partera. Ella afirmaba que las mujeres no debían amamantar a sus hijos durante los primeros tres días porque lo que mamaba de sus pechos no era leche. Jane decidió que era ridículo creer que la naturaleza haría que los pechos femeninos produjeran algo que fuese nocivo para los recién nacidos e ignoró el consejo de la anciana. Rabia también afirmaba que no había que lavar al bebé durante cuarenta días, pero Chantal recibió un baño di ario, como cualquier otra criatura occidental. Después Jane descubrió a Rabia administrando a Chantal mantequilla mezclada con azúcar, con la yema de su viejo dedo arrugado, y eso a Jane la puso furiosa. Al día siguiente, Rabia salió a atender otro parto y envió a una de sus múltiples nietas, una chica de trece años, Ramada Fara, para que ayudara a Jane. Esa fue una gran suerte. Fara no tenía ideas preconcebidas con respecto al cuidado de los niños y simplemente hacía lo que se le ordenaba. No era necesario pagarle: trabajaba por la comida -que era mucho mejor en la casa de Jane que en la de los padres de Fara- y por el privilegio de aprender a cuidar bebés como preparación a su propio matrimonio, que posiblemente tendría lugar en el término de un año o dos. Jane también pensó que era posible que Rabia ambicionara que con el tiempo Fara se convirtiera en partera, en cuyo caso la chiquilla ganaría prestigio por haber ayudado a una enfermera occidental a cuidar de su hija.
Una vez que Rabia desapareció del camino, Jean-Pierre se unió mucho a su mujer y a su hija. Era suave y sin embargo muy confiado con Chantal, y considerado y cariñoso con Jane. Fue él quien sugirió, con mucha firmeza, que cuando la chiquilla se despertara de noche se alimentara con leche de cabra hervida, y utilizando parte de su equipo médico improvisó un biberón para ser él quien se levantara a dársela.
Por supuesto que Jane siempre se despertaba cada vez que Chantal lloraba, y permanecía despierta mientras Jean-Pierre la alimentaba, pero eso le resultaba mucho menos agotador y la liberaba de esa sensación de terrible y desesperante extenuación que tan deprimente le resultaba.
Y por fin, aunque todavía Permanecía ansiosa y se sentía algo insegura, Jane encontró dentro d sí misma un grado de paciencia que nunca antes había poseído; y eso, aunque no fuera ese profundo instinto y ese conocimiento y seguridad que esperaba tener, sin embargo le permitía afrontar las crisis diarias con ecuanimidad. En ese momento, Jane se dio cuenta de que había estado alejada de Chantal durante casi una hora sin preocuparse.
El grupo de mujeres llegó al grupo de casas que formaban el núcleo del pueblo y una a una fueron desapareciendo detrás de las paredes de adobe de sus patios. Jane se vio obligada a ahuyentar una serie de gallinas y a una vaca huesuda para entrar en su casa. Una vez dentro, encontró a Fara cantándole a Chantal a la luz de la lámpara. La chiquilla tenía una expresión alerta y los ojos muy abiertos, aparentemente fascinada por el sonido del canto de Fara. Era una canción de cuna, de palabras sencillas y melodía compleja y oriental. ¡Qué hermosa es mi hija! -pensó Jane-, ¡con sus mejillas regordetas, su nariz chiquitita y sus ojos de un azul tan profundo!
Le pidió a Fara que preparara el té. La chica era terriblemente tímida y había llegado temblorosa y llena de temor a trabajar en esa casa de extranjeros, pero cada vez se la veía menos nerviosa y el terror que inicialmente le había provocado Jane, poco apoco se convertía en algo más parecido a una lealtad llena de adoración.
Algunos minutos después entró Jean-Pierre. Tenía los amplios pantalones y la camisa sucios y manchados de sangre y había polvo en su largo pelo oscuro y en su negra barba. Parecía cansado. Acababa de llegar de Khenj, un pueblo situado a quince kilómetros del valle, donde había atendido a los sobrevivientes de un bombardeo. Jane se alzó de puntillas para besarlo.