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– ¿Cómo ha ido? -preguntó en francés.

– Mal. -Le dio un pequeño apretón y después se inclinó sobre Chantal-. ¡Hola, chiquilla! -exclamó sonriendo.

Chantal hizo un gorgorito.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó Jane.

– Se trataba de una familia cuya casa se encuentra a cierta distancia del resto del pueblo, así que creían encontrarse a salvo. – Jean-Pierre se encogió de hombros-. Después llegaron algunos guerrilleros heridos en una escaramuza que tuvo lugar más al sur. Por eso se me hizo tan tarde. -Se sentó sobre unos almohadones-. ¿Hay té?

– Lo están preparando -contestó Jane-. ¿Qué clase de escaramuza?

El cerró los ojos.

– Lo de siempre. El ejército llegó en helicópteros y ocupó un pueblo por razones que sólo ellos conocen. Los habitantes huyeron. Los hombres se reagruparon, recibieron refuerzos y empezaron a hostilizar a los rusos desde la ladera de la montaña. Hubo muertos y heridos en ambos bandos. Por fin los guerrilleros se quedaron sin municiones y se retiraron.

Jane asintió. Le tenía lástima a Jean-Pierre: era deprimente tener que atender a las víctimas de una batalla sin sentido. Banda jamás había sufrido una incursión de esa clase, pero ella vivía con miedo constante de que en algún momento le tocara: se veía como en una pesadilla, corriendo y corriendo, abrazada a Chantal mientras las hélices de los helicópteros batían el aire por encima de su cabeza y las balas de las ametralladoras se enterraban en la tierra a sus pies.

Entró Fara con té verde bien caliente, un poco de ese pan sin levadura que ellos llamaban nan, y una vasija de piedra que contenía manteca recién batida. Jane y Jean-Pierre empezaron a comer. La manteca era un lujo poco común. Por lo general empapaban el nan que comían a la tarde en yogur, leche cuajada o aceite. A mediodía habitualmente comían arroz con una salsa con gusto a carne, que podía o no contener carne. Una vez por semana preparaban pollo o carne de cabra. Jane, que todavía seguía comiendo por dos, se daba el lujo de consumir un huevo diario. En esa época del año había abundante fruta fresca para postre: albaricoques, ciruelas, manzanas y moras en grandes cantidades. Con esa dieta Jane se sentía muy sana, aunque prácticamente cualquier inglés habría considerado que las de ellos eran raciones de hambre, y para algunos franceses hubiera sido motivo más que suficiente para el suicidio.

– ¿Un poquito más de salsa Bérnaise para tu filete? -preguntó Jane, sonriente, a su marido.

– No, gracias -contestó él, tendiéndole su taza-. Tal vez otro trago de ese Château Cheval Blanc. – Jane le sirvió más té y él simuló saborearlo como si se tratara de vino-. La cosecha de mil novecientos sesenta y dos no resulta excesivamente buena, comparándola con la inolvidable del sesenta y uno, pero yo siempre he pensado que su relativa amabilidad e impecables buenos modales producen casi tanto placer como la perfección de elegancia que constituye la austera característica de su altanero predecesor.

Jane sonrió. Su marido volvía a ser el mismo de siempre.

Chantal empezó a llorar y Jane sintió una inmediata respuesta: una especie de punzada dolorosa en los pechos. Levantó a la pequeña y empezó a amamantarla. Jean-Pierre siguió comiendo.

– Deja un poco de manteca para Fara -pidió Jane.

– Muy bien. – El sacó de la habitación los restos de la comida y regresó con un cuenco de moras. Jane comió mientras Chantal mamaba. Muy pronto la pequeña se quedó dormida, pero Jane sabía que volvería a despertarse a los pocos instantes y pediría más.

Jean-Pierre apartó el cuenco.

– Hoy recibí otra queja de ti -comunicó.

– ¿De quién? -preguntó Jane con voz aguda.

Jean-Pierre parecía encontrarse a la defensiva, pero a la vez tenía un aire acusador.

– Mohammed Khan -contestó-. Pero él no hablaba por sí mismo. -Tal vez no.

– ¿Y qué te dijo?

– Que les estabas enseñando a las mujeres del pueblo a ser estériles.

Jane suspiró. Lo que la enfurecía no era sólo la estupidez de los hombres del pueblo, sino también la actitud acomodaticia de Jean-Pierre ante sus quejas. Ella pretendía ser defendida por su marido, en lugar de que él apoyara a sus acusadores.

– Detrás de todo eso está Abdullah Karim, por supuesto -afirmó.

La esposa del mullah estaba muchas veces en el río y sin duda informaba a su marido de todas las conversaciones que escuchaba.

– Quizá convenga que no continúes -advirtió Jean-Pierre.

– ¿Continuar haciendo qué?

Jane percibía el tono peligroso de su propia voz.

– Enseñándoles cómo evitar los embarazos.

Esa no era una descripción justa de lo que Jane les enseñaba a las mujeres, pero no estaba dispuesta a defenderse ni a pedir disculpas.

– ¿Y por qué tengo que callarme? -preguntó.

– Porque estás creando dificultades -explicó Jean-Pierre con un aire paciente que irritó a su mujer-. si ofendemos o agraviamos al mullah, tal vez nos veamos obligados a abandonar Afganistán. Y, lo que es peor, le daríamos mala fama a la organización Médecins pour la liberté y los rebeldes podrían negarse a recibir otros médicos, Te consta que ésta es una guerra santa, la salud espiritual es más importante que la física. Pueden llegar a decidir que prescindirán de nosotros.

Existían otras organizaciones que enviaban a Afganistán médicos franceses jóvenes e idealistas, pero Jane se abstuvo de recordárselo.

– Tendremos que correr ese riesgo -contestó secamente.

– ¿De veras? -preguntó él. Y ella se dio cuenta de que su marido estaba empezando a enojarse-. ¿Y a santo de qué?

– Porque realmente hay una sola cosa de valor permanente que Podemos darle a esta gente: información. Está bien que les remendemos las heridas y que les administremos drogas para matar los virus, pero nunca contarán con bastantes cirujanos ni con suficientes drogas. En cambio podemos mejorar permanentemente su estado sanitario si les enseñamos las reglas básicas de nutrición, de higiene y de cuidado de la salud. Considero que es mejor ofender a Abdullah que dejar de hacerlo.

– Sin embargo, ojalá no te hubieras acarreado la enemistad de ese hombre.

– ¡Me golpeó con un palo! -gritó Jane, furibunda.

Chantal empezó a llorar. Jane se obligó a mantener la calma. Meció a su hijita durante algunos instantes y después volvió a amamantarla. ¿Por qué no alcanzaba a ver Jean-Pierre lo cobarde de su actitud? ¿Cómo era posible que se sintiese intimidado ante la amenaza de ser expulsado de ese país olvidado de la mano de Dios? Jane suspiró de nuevo. Chantal volvió la cabeza para alejar la carita del pecho de su madre e hizo una serie de ruiditos de desagrado. Antes de que pudieran seguir discutiendo, oyeron gritos a la distancia.

Jean-Pierre frunció el entrecejo. Escuchó y después se puso en pie. Se oyó una voz de hombre en el patio de la casa donde vivían. Jean-Pierre tomó un chal y lo colocó sobre los hombros de Jane. Ella se lo ató sobre el pecho. Esta era una especie de componenda: según los afganos ella no estaba lo suficientemente cubierta mientras amamantaba, pero Jane se negaba de plano a salir corriendo de la habitación como una ciudadana de segunda clase si un hombre entraba en su casa mientras ella alimentaba a su hijita y por lo tanto advirtió públicamente que si alguien tenía objeciones, sería mejor que no fuese a ver al médico.

– ¡Adelante! -exclamó Jean-Pierre en dari.

Era Mohammed Khan. Jane se sintió tentada de decirle exactamente lo que pensaba de él y del resto de los hombres del pueblo, pero notó la intensa tensión reflejada en su atractivo rostro. Por primera vez, apenas la miró.

– La caravana cayó en una emboscada -anunció sin preámbulos-. Perdimos veintisiete hombres, y todos los abastecimientos.

Jane cerró los ojos, apenada. Ella había viajado en una caravana similar a su llegada al Valle de los Cinco Leones, y no pudo menos que imaginar la emboscada: la hilera de hombres de piel oscura y de flacos caballos que se extendía a la luz de la luna por un sendero rocoso que atravesaba un valle angosto y en sombras; el batir de las hélices de los helicópteros en un repentino crescendo; los disparos, las granadas, el fuego de ametralladoras; el pánico mientras los hombres trataban de ponerse a cubierto en la desnuda ladera; los inútiles tiros disparados contra los invulnerables helicópteros; y después, por fin, los gritos de los heridos y los aullidos de los moribundos.

De repente pensó en Zahara: su marido estaba en el convoy.

– ¿Y, y Ahmed Gul? -preguntó.

– Regresó.

– ¡Ah! ¡Gracias a Dios! -exclamó Jane.

– Pero está herido.

– ¿Cuáles de los habitantes de este pueblo murieron?

– Ninguno. Banda tuvo suerte. Mi hermano, Matullah, está bien, lo mismo que Alishan Karim, el hermano del mullah. Hay otros tres sobrevivientes, dos de ellos heridos.

– Iré en seguida -decidió Jean-Pierre.

Fue a la habitación delantera, la que en una época había sido tienda y luego clínica, y que en ese momento había quedado convertida en el lugar donde se almacenaban los medicamentos.

Jane colocó a Chantal en su cuna de fabricación casera, colocada en un rincón, y se arregló con rapidez. Probablemente Jean-Pierre necesitaría su ayuda, y de no ser así, a Zahara le vendría bien que la consolara.

– Casi no tenemos municiones -comunicó Mohammed.

Eso a Jane le preocupó muy poco. Esa guerra la asqueaba y sin duda no vertería lágrimas si por un tiempo los rebeldes se vieran obligados a dejar de matar a pobres y desgraciados soldados rusos de diecisiete años, que sin duda añoraban terriblemente sus hogares.

– En un año hemos perdido cuatro caravanas. Sólo consiguieron pasar tres -continuó Mohammed.

– ¿Y cómo consiguen encontrarlas los rusos? -preguntó Jane.

Jean-Pierre, que escuchaba desde la habitación contigua, intervino en la conversación a través de la puerta abierta.

– Deben de haber intensificado la vigilancia de los pasos, mediante helicópteros que vuelan muy bajo, O tal vez incluso por medio de fotografías tomadas por satélites.

– Nos traicionan los pushtuns -afirmó Mohammed.

Eso a Jane le pareció bastante posible. En los pueblos por los que atravesaron, a veces consideraban que esas caravanas eran una especie de imán que atraía los ataques rusos, y era muy posible que algunos lugareños pretendieran comprar su seguridad informando a los rusos dónde se encontraban los convoyes, aunque Jane no comprendía con claridad cómo lograban pasar la información a los rusos.