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justo cuando se iba, entró Jane. El le dio las buenas noches distraído, Jean-Pierre se alegraba de que el apuesto guerrillero ya no tuviera intereses sexuales por Jane desde que la vio embarazada. En su opinión, ésta mujer era demasiado ardiente y enteramente capaz de permitir que la sedujeran; y si hubiera tenido una aventura con un afgano le habría provocado innumerables problemas.

El maletín de Jean-Pierre estaba en el suelo, donde él lo había dejado, y Jane se inclinó para recogerlo. Durante un instante el corazón de Jean-Pierre se detuvo. Le quitó el maletín con rapidez. Ella lo miró con cierta sorpresa.

– Yo guardaré esto -decidió él-. Tú encárgate de Chantal. Necesita comer.

Y le entregó a la pequeña.

Mientras Jane se instalaba para amamantar a Chantal, Jean-Pierre llevó el maletín y una lámpara a la habitación delantera. Allí había cajas de productos medicinales almacenadas sobre el piso de tierra. El contenido de algunas cajas, ya abiertas, se ordenaba sobre rudimentarios estantes de madera. Jean-Pierre colocó el maletín sobre el mostrador de azulejos azules y extrajo de él un objeto de plástico negro, de un tamaño que debía ser similar al de un teléfono de campaña. Se lo guardó en el bolsillo.

Vació el maletín, colocando a un lado el material esterilizado y puso sobre la estantería lo que no había sido usado.

Regresó a la sala de estar

– Bajo al río a bañarme -le informó a Jane-. Estoy demasiado sucio para acostarme.

Ella le dirigió la sonrisa soñadora y feliz que tantas veces se pintaba en su rostro cuando estaba alimentando a Chantal.

– No tardes -le comentó.

El salió.

El pueblo por fin se estaba entregando al sueño. En algunas pocas casas todavía ardía la luz de las lámparas y desde una ventana Jean-Pierre oyó el amargo llanto de una mujer, aunque casi todos los demás hogares estaban silenciosos y oscuros. Al pasar junto a la última casa del pueblo oyó una voz de mujer que se alzaba en un lamentable canto de dolor y de soledad, y por un instante lo agobió el peso de las muertes que él había provocado, pero en seguida alejó la idea de su mente.

Siguió un sendero pedregoso entre dos campos sembrados de cebada, sin dejar de mirar constantemente a su alrededor y de escuchar con cuidado: los hombres del pueblo en ese momento debían de estar trabajando. En uno de los sembrados oyó el siseo de la guadaña, y en una angosta terraza alcanzó a divisar a dos hombres sembrando a la luz de una lámpara. No les habló.

Llegó al río, lo cruzó y trepó al risco de la orilla opuesta por un sendero serpenteante. Sabía que se encontraba perfectamente a salvo y, sin embargo, a medida que iba siguiendo en la penumbra por el estrecho sendero se sentía cada vez más tenso.

Al cabo de diez minutos de caminata, alcanzó el punto alto que buscaba. Sacó la radio de su bolsillo y extendió la antena telescópica. Era el último y más sofisticado modelo de transmisor pequeño que poseía la K G B, pero aún así allí el terreno era tan poco propicio para las radiotransmisiones que los rusos habían construido una estación receptora especial en lo alto de una colina, justo dentro de los límites del territorio que ellos controlaban, para poder recibir sus señales y hacerlas llegar a destino.

Oprimió el botón para comunicarse y habló en inglés y en clave.

– Habla Simplex. Adelante, por favor.

Esperó y volvió a llamar.

Después del tercer intento recibió una respuesta llena de interferencias.

– Aquí Butíer. Adelante, Simplex.

– Tu fiesta fue todo un éxito.

– Repito: La fiesta fue todo un éxito -fue la respuesta.

– Asistieron veintiún invitados y más tarde llegó otro.

– Repito: Asistieron veintiún invitados y más tarde llegó otro.

– En preparación para la próxima necesito tres camellos.

En clave eso significaba: Nos encontraremos dentro de tres días a partir de hoy.

– Repito: Necesitas tres camellos.

– Te veré en la mezquita.

Eso también estaba en clave: la mezquita era un sitio a algunos kilómetros de distancia donde se encontraban tres valles.

– Repito: En la mezquita.

– Hoy es domingo.

Eso no estaba en clave: era una simple precaución por si el individuo que anotaba el mensaje no se diera cuenta de que ya había pasado la medianoche. En ese caso el contacto de Jean-Pierre llegaría a la reunión con un día de anticipación.

– Repito: Hoy es domingo.

– Cambio y cierro.

Jean-Pierre volvió a plegar la antena y se puso la radio en el bolsillo. Después bajó del risco y se dirigió al río.

Se desvistió con rapidez. Del bolsillo de su camisa sacó un cepillo de uñas y una pequeña pastilla de jabón. El jabón escaseaba, pero él, como Médico, tenía prioridad.

Se metió cautelosamente en el río de los Cinco Leones, se arrodilló en el agua y se echó por encima el agua helada. Se enjabonó el cuerpo y el cabello, después tomó el cepillo y empezó a restregarse las piernas, el vientre, el pecho, la cara, los brazos y las manos. Se dedicó especialmente a sus manos, que enjabonó una y otra vez. Arrodillado en las sombras, desnudo y temblando de frío bajo las estrellas, se frotó y se frotó como si le resultara imposible detenerse.

Capítulo 7

El niño tiene sarampión, gastroenteritis y lombriz solitaria -dijo Jean-Pierre-. También está sucio y mal alimentado.

– ¿Y no lo están todos? -preguntó Jane.

Hablaban en francés, tal como lo hacían normalmente entre ellos, y la madre los miraba alternativamente a uno y a otro, preguntándose qué estarían diciendo. Jean-Pierre notó su ansiedad y se dirigió a ella en dari.

– Tu hijo sanará -aseguró Simplemente.

Cruzó hasta el otro lado de la cueva y abrió el armario donde guardaba los medicamentos. Todos los chicos que llegaban a la clínica eran automáticamente vacunados contra la tuberculosis. Mientras preparaba la inyección, observó a Jane de reojo. Le estaba administrando al chico pequeño sorbos de una bebida rehidratante: una mezcla de glucosa, sal, soda y cloruro de potasio disueltos en agua destilada, y entre sorbo y sorbo le iba lavando suavemente la cara. Sus movimientos eran rápidos y llenos de gracia, como los de un artesano. Jean-Pierre notó sus manos finas que tocaban al chiquillo angustiado con dedos suaves, acariciadores y tranquilizantes.

Le gustaban las manos de su mujer.

Se volvió al sacar la aguja para que el chico no la viera, y después la mantuvo oculta en la manga y se volvió nuevamente, esperando que Jane terminara. Le estudió el rostro mientras ella limpiaba la piel del hombro derecho del muchachito empapándole una zona con alcohol. Era un rostro travieso de grandes ojos, nariz respingada, y una boca ancha casi siempre iluminada por una sonrisa. En ese momento su expresión era seria y movía el mentón de un lado a otro, como si estuviera apretando los dientes: señal de que se estaba concentrando. Jean-Pierre conocía todas sus expresiones y ninguno de sus pensamientos. A menudo -casi continuamente- especulaba acerca de lo que ella estaría pensando, pero tenía miedo de preguntárselo porque esas conversaciones los conducían con facilidad a terreno prohibido.

tenía que estar constantemente en guardia como un marido infiel, por temor de que algo que dijera, o aún la expresión de su rostro, lo traicionara. Cualquier conversación sobre verdad y deshonestidad, o sobre confianza y traición, o sobre libertad y tiranía, era tabú, y había infinidad de temas que podían conducirlos a hablar de ello: el amor, la guerra, la política. El se mostraba cauteloso hasta cuando hablaban de cosas completamente inocentes. En consecuencia había una peculiar falta de intimidad en la vida matrimonial de ambos.

Hacer el amor era algo extraño. El no podía llegar al orgasmo a menos que cerrara los ojos e imaginara que estaba en otra parte. Le resultaba un alivio no haber tenido que acostarse con ella durante las últimas semanas, debido al nacimiento de Chantal.

– Cuando quieras, estoy lista -dijo Jane, y él se dio cuenta de que le estaba sonriendo.

– ¿Cuántos años tienes? -preguntó Jean-Pierre en dari, mientras tomaba el brazo del chico.

– Siete.

Mientras el niño le contestaba, Jean-Pierre le clavó la aguja. La criatura inmediatamente empezó a aullar. Al oírlo, Jean-Pierre pensó en sí mismo a los siete años, cuando montado en su primera bicicleta se cayó y empezó a aullar exactamente igual que ese chiquillo afgano, un agudo grito de protesta ante un dolor inesperado. Clavó la mirada en el rostro compungido de su paciente, recordando hasta qué punto a él mismo le dolió la caída y la furia que le provocó, y se descubrió pensando: ¿Cómo he podido llegar aquí desde allí?

Soltó al chiquillo que corrió a refugiarse en brazos de su madre. Contó treinta cápsulas de Griscofulvin de doscientos cincuenta gramos y se las entregó a la mujer.

– Hazle tomar una por día hasta que no te queden más -dijo en dari-. No se las des a ningún otro, él las necesita todas. -Eso se encargaría de curarle la solitaria. El sarampión y la gastroenteritis tendrían que seguir su curso-. Manténlo en la cama hasta que desaparezcan las manchas y encárgate de que beba mucho líquido.

La mujer asintió.

– ¿Tiene hermanos o hermanas? -preguntó Jean-Pierre.

– Cinco hermanos y dos hermanas -contestó orgullosamente la mujer.

– El debe dormir solo, porque en caso contrario los demás también enfermarán. -La mujer le dirigió una mirada dubitativo: posiblemente tenía una sola cama para todos sus hijos. No había nada que Jean-Pierre pudiese hacer para solucionar ese problema-. Si cuando se terminen las tabletas no está mejor, vuelve a traérmelo.

Lo que la criatura realmente necesitaba era lo único que ni Jean-Pierre ni la madre podían proporcionarle: una comida abundante, sustanciosa y nutritiva.

Los dos abandonaron la cueva: la criatura delgada y enferma y la mujer débil y cansada. Probablemente había recorrido varios kilómetros, ella con el chiquillo en brazos durante la mayor parte del camino, y ahora regresarían andando. De todos modos cabía la posibilidad de que el chico muriera. Pero no de tuberculosis.

Quedaba otro paciente: el malang. Era el hombre santo de Banda. Medio loco y muy a menudo medio desnudo, vagaba por el Valle de los Cinco Leones desde Comar, a treinta y siete kilómetros río arriba de Banda, hasta Charikar, situada en la planicie controlada por los rusos, a noventa kilómetros hacia el sudoeste. Balbuceaba al hablar y tenía visiones. Los afganos creían que los malangs daban buena suerte, y no sólo toleraban su comportamiento, sino que les proporcionaban comida, bebida y ropa.