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Ahora lo lamentarían, papá, si supieran la venganza que me estoy tomando -pensó Jean-Pierre, mientras conducía la yegua por los montañosos senderos afganos-. Porque gracias a los servicios de inteligencia que yo les he proporcionado, los comunistas han conseguido estrangular las líneas de abastecimiento de Masud. El invierno pasado le resultó imposible almacenar armas y municiones. Este verano, en lugar de lanzar ataques contra las bases aéreas, las estaciones de fuerza motriz y los camiones de abastecimiento que transitan por las rutas, lucha por defenderse contra las incursiones del gobierno contra su propio territorio. Casi exclusivamente por mi cuenta, papá, estoy a punto de destruir la eficacia de ese bárbaro que desea llevar nuevamente a su país a las oscuras épocas del salvajismo, del subdesarrollo y de la superstición islámica.

Por supuesto que estrangular las líneas de abastecimiento de Masud no era suficiente. El hombre ya era una figura de renombre nacional. Además, poseía la inteligencia y la fuerza de carácter necesarias para pasar de ser un líder rebelde a presidente legítimo del país. Era un Tito, un De Gaulle, un Mugabe. No sólo había que neutralizarlo, sino destruirlo, Los rusos debían apoderarse de él, vivo o muerto.

El problema consistía en que Masud se movía con rapidez y silenciosamente de un lado a otro, como gamo en el bosque, saliendo de pronto de la espesura para desaparecer nuevamente con la misma celeridad. Pero Jean-Pierre era paciente, lo mismo que los rusos; tarde o temprano él se enteraría del lugar donde se escondería Masud durante las siguientes veinticuatro horas -tal vez por estar herido o para asistir a un funeral- y entonces Jean-Pierre utilizaría su radio para transmitir un código especial y el halcón atacaría.

Deseó poder confiarle a Jane su verdadera misión allí. Tal vez hasta lograría convencerla de que tenía razón. Le enseñaría que su trabajo como médico era inútil, porque ayudar a los rebeldes sólo servía para perpetuar aún más la miseria, la ignorancia y la pobreza en que vivía el pueblo, y para demostrar el momento en que la Unión Soviética pudiera apoderarse del país, aunque fuera tomándolo por el cuello, para arrastrarlo, pataleando y gritando, hacia el siglo XX. Tal vez ella llegara a comprender eso. Sin embargo, él sabía instintivamente que Jane jamás le perdonaría que la hubiera engañado. En realidad, se enfurecería. Se la imaginaba: sin remordimientos, implacable, orgullosa. Lo abandonaría de inmediato, lo mismo que había abandonado a Ellis Thaler. Y estaría doblemente furiosa por haber sido engañada exactamente de la misma manera por dos hombres sucesivos.

Así que siguió engañándole por el temor a perderla, como un hombre asomado a un precipicio paralizado por el miedo.

Ella sabía que algo andaba mal, por supuesto; él se daba cuenta por la manera en que lo miraba algunas veces. Pero estaba seguro de que ella creía que esto era un problema de relación entre ambos, ni le pasaba por la mente que toda esa vida no era más que un simulacro monumental.

Era imposible tener la seguridad absoluta, pero él tomaba todas las precauciones posibles para no ser descubierto ni por ella ni por nadie. Cuando utilizaba la radio, hablaba en clave, no porque los rebeldes pudieran estar escuchando -no tenían radios- sino porque podía llegar a oírlo el ejército afgano que se encontraba tan lleno de traidores que no había secretos para Masud. La radio de Jean-Pierre era lo suficientemente pequeña como para poder ocultarla en un doble fondo de su maletín, en el bolsillo de su camisa o su chaleco cuando no llevaba el maletín. En cambio tenía el inconveniente de no poseer la fuerza necesaria para mantener conversaciones largas. Le hubiera exigido un tiempo bastante prolongado poder dictar los detalles de las rutas, y los horarios de las caravanas -especialmente haciéndolo en clave-, y habría necesitado una radio y una batería considerablemente más grandes. Jean-Pierre y el señor Leblond decidieron que eso no era conveniente. En consecuencia, Jean-Pierre tenía que encontrarse personalmente con su contacto para pasarle la información.

Subió una cuesta y miró hacia abajo. Se encontraba en la cima de un pequeño valle. El sendero que había tomado descendía hacia otro valle, que corría en ángulo recto hacia ése, separado en dos por un turbulento arroyo de montaña que resplandecía bajo el sol de la tarde. En el otro extremo del arroyo, otro valle ascendía por la montaña hacia Cobak, su destino final. Cerca del río, en el punto donde se unían los tres valles, se divisaba una pequeña cabaña de piedra. La región se encontraba sembrada de edificios primitivos como ése. Jean-Pierre suponía que habían sido construidos por los nómadas y por los mercaderes viajeros para pasar la noche.

Comenzó a descender la ladera, conduciendo a Maggie de la brida. Posiblemente Anatoly ya estuviese allí. Jean-Pierre ignoraba su verdadero nombre y rango, pero suponía que formaba parte de la K G B y adivinaba, por un comentario hecho una vez sobre los generales, que se trataba de un coronel. Pero fuera cual fuese su rango, no parecía un burócrata. Entre ese lugar y Bagram distaban setenta y cinco kilómetros de terreno montañoso y Anatoly los recorría a pie, solo, y tardaba un día y medio en llegar. Era un ruso oriental de altos pómulos y piel amarilla, y ataviado con ropas afganas pasaba por un uzbeko, un integrante del grupo étnico mongoloide del norte de Afganistán. Eso justificaba su dari vacilante: los uzbekos poseían su propio idioma. Anatoly era valiente: por cierto que no hablaba uzbeko, así que existía la posibilidad de que fuese desenmascarado. El también sabía que los guerrilleros jugaban al buzkashi con los oficiales rusos que capturaban.

El riesgo que corría Jean-Pierre en esos encuentros era un poco menor. Sus viajes constantes a pueblos vecinos para atender enfermos no llamaban demasiado la atención. Sin embargo, podía surgir una sospecha si alguien notara que se topaba más de una o dos veces con el mismo uzbeko. Y, por supuesto, si algún afgano que hablara francés llegara a oír la conversación que el médico mantenía con ese uzbeko vagabundo. En ese caso, la única esperanza de Jean-Pierre consistiría en morir con rapidez.

Sus sandalias no hacían ruido sobre el sendero y los cascos de Maggie se hundían silenciosos en la tierra polvorienta, así que al acercarse a la choza comenzó a silbar una melodía, por si hubiese allí alguien que no fuese Anatoly; ponía especial cuidado en no sobresaltar a los afganos que estaban bien armados y tenían los nervios en tensión. Bajó la cabeza y entró. Para su sorpresa, la choza estaba desierta. Se sentó con la espalda apoyada contra la pared de piedra y se dispuso a esperar. Después de algunos instantes, cerró los ojos. Estaba cansado, pero demasiado tenso para dormir. Esa era la peor parte de su tarea: la sensación de miedo y de aburrimiento que lo sobrecogía durante esas largas esperas. Había aprendido a aceptar las demoras en ese país carente de relojes de pulsera, pero jamás a adquirir la imperturbable paciencia de los afganos. No podía dejarse de imaginar los diversos desastres que podían haberle sucedido a Anatoly. ¡Qué irónico sería que Anatoly hubiese pisado una mina rusa y se hubiese volado un pie! En realidad esas minas herían más al ganado que a los seres humanos, pero no por ello eran menos eficaces: la pérdida de una vaca podía matar a una familia afgana con tanta seguridad como si hubiera caído una bomba sobre su vivienda en el momento en que todos se encontraban dentro. Jean-Pierre ya no lanzaba una carcajada cuando veía una cabra o una vaca con una rústica pata de madera.

En medio de sus pensamientos sintió la presencia de otra persona y, al abrir los ojos, vio el rostro oriental de Anatoly a escasos centímetros del suyo.

– Te podría haber robado -dijo el ruso en perfecto francés.

– No dormía.

Anatoly se sentó, con las piernas cruzadas, sobre el suelo de tierra. Era un individuo gordo pero musculoso, con camisa y pantalones sueltos, un turbante, una bufanda a cuadros y una manta de color barroso llamada pattu alrededor de los hombros. Se quitó la bufanda para que su cara quedara libre y sonrió, dejando al descubierto sus dientes manchados de tabaco.

– ¿Cómo estás, amigo mío?

– Bien.

– ¿Y tu esposa?

Había algo siniestro en la forma en que Anatoly preguntaba siempre por Jane. Los rusos se opusieron tenazmente a su proyecto de llevarla a Afganistán, arguyendo que interferiría en su trabajo. Jean-Pierre señaló que de todas maneras tenía que viajar acompañado por una enfermera -la política de Médecins pour la Liberté consistía en enviar siempre parejas- y que él posiblemente se acostaría con su acompañante a menos que tuviera un aspecto similar al de King Kong. Finalmente los rusos aceptaron, pero a regañadientes.

– Jane está perfectamente bien -contestó-. Tuvo un bebé hace seis semanas. Una niña.

– ¡Felicitaciones! -Anatoly parecía alegrarse genuinamente-. Pero ¿no se adelantó un poco?

– Sí. Por suerte no hubo complicaciones. En realidad la partera del pueblo se encargó de ayudarla a dar a luz.

– ¿En lugar de ayudarla tú?

– Yo no estaba. En esa fecha estaba aquí, contigo.

– ¡Dios mío! -Anatoly parecía horrorizado-. Me espanta pensar que te mantuve alejado en una ocasión tan importante.

A Jean-Pierre le gustó la preocupación de Anatoly, pero no lo demostró.

– Era imposible de prever -dijo-. Además, valió la pena: la caravana de que os hablé fue destruida.

– Sí. Tus informaciones son excelentes. Te felicito nuevamente.