Trepó hasta la cueva con su propio maletín médico e inició las consultas. Mientras atendía los casos habituales de mala nutrición, Malaria, heridas infectadas y par sitos intestinales, recordó la crisis del día anterior. Hasta entonces nunca había oído hablar de shock alérgico. Sin duda, a la gente que debía aplicar inyecciones de penicilina se le enseñaba qué había que hacer en esos casos, pero su entrenamiento fue tan apresurado que muchas cosas quedaron en el tintero. En realidad, los detalles médicos fueron casi totalmente ignorados partiendo de la base de que Jean-Pierre era médico titulado y siempre estaría a su lado para indicarle lo que debía hacer.
Qué época de ansiedad fue ésa, sentada en las aulas, unas veces con enfermeras diplomadas, otras absolutamente sola, tratando de aprender las reglas y procedimientos de la medicina y de la educación sanitaria, y preguntándose lo que le esperaría en Afganistán. Algunas de las clases recibidas, en lugar de tranquilizarla, la hicieron temblar. Le indicaron que su primera tarea consistiría en fabricarse un retrete de tierra para uso personal. ¿Por qué? Porque la manera más rápida de mejorar la salud de la gente de los países subdesarrollados era conseguir que dejaran de usar los ríos y los arroyos como letrinas, y ante todo era darles el ejemplo. Su maestra, Stephanie, una mujer de imprescindible aspecto maternal, con gafas, de unos cuarenta años, también hizo hincapié en los peligros de prescribir medicamentos con demasiada generosidad. La mayoría de las enfermedades y heridas de menor importancia se mejoraban sin ayuda médica, pero la gente primitiva (y también la que no lo era tanto) reclamaba siempre píldoras y pomadas. Jane recordó que al llegar a la cabaña el hombrecillo uzbeko estaba pidiendo a Jean-Pierre alguna pomada para las ampollas. Sin duda había recorrido a pie largas distancias durante toda su vida; sin embargo, en cuanto se encontró con un médico le dijo que le dolían los pies. El problema de prescribir demasiados medicamentos -aparte del desperdicio que significaba- era que una droga administrada para combatir un mal menor podría provocar tolerancia en el paciente, de modo que cuando se encontrara seriamente enfermo, el tratamiento no le haría efecto. Stephanie también aconsejó a Jane que intentara trabajar, no en contra, sino junto a los curanderos tradicionales de la comunidad. Ella tuvo éxito con Rabia, la partera, pero no con Abdullah, el mullah.
Aprender el lenguaje fue lo más fácil. En París, antes de que se le ocurriera siquiera viajar a Afganistán, estudió farsi, el idioma de los Persas, para mejorar su tarea de intérprete. El farsi y el dari eran dialectos de una misma lengua. El otro idioma principal de Afganistán era el pashto. El Valle de los Cinco Leones se encontraba en territorio tadjik. Los pashto, la lengua de los pushtuns, pero los tadjiks hablaban en dari y pocos afganos que viajaban -los nómadas, por ejemplo- hablaban generalmente pashto y dari. Si conocían algún idioma europeo era el inglés o el francés. El hombrecito uzbeko, el de la cabaña de piedra, hablaba en francés con Jean-Pierre. Era la primera vez que Jane oía hablar francés con acento uzbeko. Sonaba lo mismo que el acento ruso.
Durante el día recordó muchas veces al uzbeko. De alguna manera ese individuo la perturbaba. Era una sensación parecida a la que tenía cuando sabía que debía hacer algo importante pero no recordaba de qué se trataba. Tal vez hubiera algo extraño en ese individuo.
A mediodía cerró la clínica, alimentó y cambió a Chantal y luego preparó el almuerzo consistente en arroz y salsa de carne y lo compartió con Fara. La muchacha se había convertido en una total admiradora de Jane. Estaba ansiosa por hacer cualquier cosa que le agradara, y por la noche se mostraba renuente a regresar a su casa. Jane intentaba tratarla de igual a igual, pero aparentemente eso sólo aumentaba la adoración de la muchacha.
A la hora de mayor calor, Jane dejó a Chantal al cuidado de Fara y bajó a su escondrijo secreto, la saliente plana y soleada, oculta por una piedra voladiza de la montaña. Allí realizaba sus ejercicios posnatales, decidida a recuperar su silueta. Mientras los hacía no podía dejar de visualizar al hombrecito uzbeko, poniéndose de pie en la cabaña de piedra, y la expresión de estupefacción que se pintó en su rostro oriental. Por algún motivo, Jane tuvo la sensación de que acechaba una tragedia.
Cuando se dio cuenta de la verdad, no fue en un repentino relámpago de comprensión, sino más bien como en una avalancha: empezó como algo pequeño pero fue creciendo inexorablemente, hasta que lo cubrió todo, Ningún afgano se quejaría de ampollas en los pies, ni siquiera como excusa, porque no tenía la menor idea de la existencia de éstas, era algo tan poco probable como el hecho de que un granjero de Gloucestershire dijera que sufría de beri-beri. Además, ningún afgano, por sorprendido que estuviese, reaccionaría levantándose ante la entrada de una mujer. Y si ese individuo no era afgano, ¿qué sería? Su acento se lo decía, aunque muy pocos lo habrían reconocido, Sólo porque ella era lingüista y hablaba tanto el ruso como el francés pudo darse cuenta de que el hombre hablaba francés con acento ruso.
Así que Jean-Pierre se encontró con un ruso disfrazado de uzbeko en una cabaña de piedra en un sitio desierto.
¿Sería un encuentro casual? Era muy poco posible, pero al recordar la cara que puso su marido al verla entrar, percibió la expresión que en ese momento no había notado: una mirada culpable.
No, no se trataba de un encuentro casual, era una cita acordada con anterioridad. Y tal vez no fuese la primera. Jean-Pierre viajaba constantemente a otros pueblos para atender pacientes. En realidad se mostraba innecesariamente escrupuloso en mantener su agenda de visitas, una insistencia tonta en un país que carecía de calendarios y de diarios, pero no tan tonta si existía otra agenda, una serie clandestina de encuentros secretos.
¿Y por qué se encontraría con el ruso? Eso también era obvio, y las lágrimas inundaron los ojos de Jane cuando se dio cuenta de que el propósito de Jean-Pierre debía de ser necesariamente la traición. Les proporcionaba información, por supuesto. Les daba datos sobre las caravanas de los rebeldes. El siempre estaba al tanto de las rutas que seguirían, porque Mohammed utilizaba sus mapas. También conocía las fechas aproximadas, porque veía partir a los hombres, desde Banda y desde otros pueblos del Valle de los Cinco Leones. Obviamente proporcionaba esa información a los rusos, que por ese motivo durante el último año habían tenido tanto éxito en sus emboscadas. Y por ese mismo motivo, en ese momento el valle estaba lleno de viudas llorosas y huérfanos acongojados.
¿Qué me pasa? -pensó en un repentino ataque de autocompasión, mientras las lágrimas volvían a rodar por sus mejillas-. Primero Ellis, después Jean-Pierre; ¿por qué será que elijo a esos cretinos? ¿Habrá algo que me atraiga en los hombres que llevan una doble vida? ¿Será el desafío que significa el romper sus defensas? ¿Estoy loca hasta ese punto?
Recordó que, Jean-Pierre había dicho que la invasión soviética a Afganistán estaba justificada. En algún momento cambió de idea y ella creyó que lo había convencido de que estaba equivocado. Obviamente ese cambio de idea fue falso. Cuando decidió viajar a Afganistán para convertirse en espía de los rusos, adoptó un punto de vista antisoviético como parte de su disfraz.
¿Sería también falso el amor que le profesaba?
La pregunta en sí misma ya le resultaba terriblemente dolorosa. Escondió la cabeza entre sus manos. Era casi increíble. Se había enamorado de él, se casó con él, besó a su madre, esa mujer de expresión amargada, se acostumbró a su manera de hacer el amor, sobrevivió a la primera pelea que tuvieron, luchó por conseguir que la sociedad matrimonial diera resultado y dio a luz a su hija entre temores y dolores, ¿Habría hecho todo eso por una simple ilusión, por un títere, por un hombre a quien ella no le importaba nada? Era lo mismo que caminar y correr tantos kilómetros para preguntar cómo curar a un muchacho de dieciocho años y después volver para encontrar que ya estaba muerto. Era peor que eso. Imaginó que sería lo mismo que sintió el padre del chico que, después de cargar a su hijo durante dos días, sólo lo vio morir.
Percibió una sensación de plenitud en sus pechos y se dio cuenta de que debía de ser hora de amamantar a Chantal. Se puso la ropa, se enjugó el rostro con la manga y empezó a subir la montaña. A medida que su dolor empezó a ceder y pudo pensar con más claridad, tuvo la sensación de que siempre se había sentido vagamente insatisfecha a lo largo de su año de casada y ahora le resultaba comprensible. De alguna manera, todo el tiempo había presentido el engaño de Jean-Pierre. Debido a esa barrera que se erigía entre ambos, nunca pudieron adquirir una intimidad total.
Cuando llegó a la cueva, Chantal se quejaba a voz en cuello, y Fara la mecía. Jane tomó a la pequeña y la sostuvo contra su pecho. Chantal empezó a mamar. Jane sintió la incomodidad inicial, como un calambre en el estómago, y después una sensación en el pecho agradable y bastante erótica.
Tenía ganas de estar sola. Le dijo a Fara que se fuera a dormir la siesta en la cueva de su madre.
Amamantar a Chantal le resultó tranquilizador. La traición de Jean-Pierre empezó a parecerle un cataclismo menos importante. Estaba segura de que el amor que le profesaba su marido no era simulado. ¿Qué sentido hubiera tenido? ¿Para qué llevarla hasta allí? Ella no le era de ninguna utilidad en su trabajo de espía. Necesariamente tenía que ser porque la amaba.
Y si la amaba, el resto de los problemas podría solucionarse. Tendría que dejar de trabajar para los rusos, por supuesto. Por el momento ella no conseguía imaginarse enfrentándose a él, ¿Qué le diría? ¿Me he dado cuenta de todo, por ejemplo? No. Pero ya se le ocurrirían las palabras necesarias cuando llegase el momento. Entonces, él tendría que llevarlas a ella y a Chantal de regreso a Europa…