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– ¡No se trata de una broma! -exclamó con furia-. Estoy hablando de mi vida.

El sacudió la cabeza con incredulidad.

– ¡No puedes ir a Afganistán!

– ¿Por qué no?

– Porque me amas.

– Eso no significa que deba estar a tu disposición.

Por lo menos no había dicho: No, no te amo. El miró su reloj de pulsera. Esto era ridículo: dentro de algunas horas iba a decirle todo lo que ella quería oír.

– No estoy dispuesto a hablar sobre nuestro futuro de esta manera. Es un tema que no podemos tratar así a la ligera.

– Yo no te esperaré indefinidamente -aseguró.

– No estoy pidiendo que me esperes indefinidamente, te pido que esperes unas horas. -Le acarició la mejilla-. ¡No discutamos por unas horas!

Ella se puso de pie y lo besó en la boca con fuerza.

– No irás a Afganistán, ¿verdad? -preguntó él.

– No lo sé -contestó ella con tono inexpresivo.

Ellis trató de sonreír.

– Por lo menos te pido que no vayas antes del almuerzo.

Ella también sonrió y asintió.

– No, antes del almuerzo, no.

él la miró un instante y después salió.

Las amplias aceras de los Campos Elíseos estaban repletas de turistas y de parisienses que habían salido para su paseo matinal, arremolinándose como rebaño de ovejas bajo el cálido sol de primavera, y todas las mesas de los cafés de las aceras se encontraban ocupadas. Ellis permaneció cerca del lugar convenido, llevando una mochila comprada en una tienda de equipajes baratos. Tenía todo el aspecto del norteamericano que recorre Europa haciendo autostop.

Deseó que Jane no hubiera elegido justamente esa mañana para una discusión: en ese momento estaría rumiando y cuando él llegara la encontraría de pésimo humor.

Bueno, tendría que dedicarse un rato a alisarle las plumas encrespadas.

Se sacó a Jane de la cabeza y concentró sus pensamientos en la tarea que le esperaba.

Existían dos posibilidades con respecto a la identidad del amigo de Rahmi, ese individuo que financiaba el pequeño grupo de terroristas. La primera era que fuese un turco acaudalado, amante de la libertad, que había decidido, por razones políticas o personales, que se podía justificar el uso de la violencia contra la dictadura militar y quienes la apoyaban. Si ése fuera el caso, Ellis sufriría una enorme decepción.

La segunda posibilidad era que se tratara de Boris.

Boris era una figura legendaria dentro de los círculos en los que Ellis se movía: entre los estudiantes revolucionarios, los exiliados palestinos, los conferenciantes políticos, los editores de diarios extranjeros mal impresos, los anarquistas y los maoístas y los armenios y los vegetarianos militantes. Se decía que era un ruso, un hombre de la K G B dispuesto a financiar cualquier acto izquierdista de violencia que se llevara a cabo en Occidente. Muchos dudaban de su existencia, especialmente aquellos que habiendo intentado obtener fondos de los rusos, fracasaron. Pero Ellis observó que de vez en cuando algún grupo que durante meses no había hecho más que protestar porque no contaba con medios para comprarse una fotocopiadora, de repente dejaba de hablar de dinero y adquiría gran conciencia de su seguridad: entonces, poco tiempo después, se producía un secuestro o un tiroteo, o estallaba una bomba.

Ellis pensaba que era evidente que los rusos proporcionaban dinero a grupos tales como los disidentes turcos: era imposible que no aprovecharan una posibilidad tan barata y tan poco arriesgada de causar problemas. Además, Estados Unidos financiaba secuestros y asesinatos en Centroamérica y él no suponía que la Unión Soviética fuese más escrupulosa que su propio país. Y como en esa clase de trabajo el dinero no se guardaba en cuentas bancarias ni se giraba por télex, alguien debía de encargarse de entregar los billetes; por lo tanto era evidente que existía una figura como la de Boris.

Y Ellis tenía muchísima necesidad de conocerlo.

Rahmi pasó caminando exactamente a las diez y media, con expresión tensa y vestido con una chaqueta Lacoste rosada y unos pantalones marrones inmaculadamente planchados. Dirigió una mirada vehemente a Ellis y en seguida volvió la cabeza.

Ellis lo siguió a varios metros de distancia, tal como lo habían convenido.

En el siguiente café con mesas en la acera se hallaba la figura musculosa y demasiado fornida de Pepe Gozzi, ataviado con un traje de seda negro, como si acabara de salir de misa, cosa que probablemente había hecho. Sobre las rodillas tenía un portafolio de grandes proporciones. Se puso de pie y empezó a caminar más o menos a la altura de Ellis, de manera que cualquiera que los viera no sabría si iban juntos o no.

Rahmi subió la colina, hacia el Arco de Triunfo.

Ellis observó a Pepe de reojo. El corso poseía un instinto animal de autoconservación: disimuladamente se fijaba si alguien le seguía; primero, al cruzar la calle, pudo con toda naturalidad mirar hacia atrás mientras esperaba que cambiaran las luces, y en otra oportunidad, cuando pasó junto a la tienda de una esquina, pudo ver reflejada en la vidriera la gente que tenía a sus espaldas.

A Ellis le gustaba Rahmi, pero no Pepe. Rahmi era un individuo sincero y de elevados principios, y mataba probablemente a quien lo merecía. Pepe era completamente distinto. Actuaba por dinero y porque era demasiado bruto y estúpido para sobrevivir en el mundo de los negocios legales.

Tres manzanas después del Arco de Triunfo, Rahmi dobló por una calle lateral. Ellis y Pepe lo siguieron. Rahmi cruzó la calle y entró en el Hotel Lancaster.

Así que ése era el lugar del encuentro. Ellis deseó que la reunión se realizara en el bar o en el comedor del hoteclass="underline" se hubiese sentido más seguro en un lugar público.

Después del calor de la calle, el vestíbulo de mármol estaba fresco. Ellis se estremeció. Un mozo de smoking miró sus vaqueros. En ese momento Rahmi se introducía en el pequeño ascensor del extremo del vestíbulo en forma de L. Sería en una habitación del hotel, entonces. Que así fuera. Ellis siguió los pasos de Rahmi, y Pepe se apretujó con ellos en el ascensor. Cuando subían, Ellis se dio cuenta de que tenía los nervios de punta. Subieron hasta el cuarto piso, Rahmi los condujo hasta la habitación 41 y llamó.

Ellis trató de mantener una expresión tranquila e impasible.

La puerta se abrió lentamente.

Era Boris. Ellis lo supo en cuanto su mirada se posó sobre él y sintió que lo recorría un estremecimiento de triunfo y al mismo tiempo un frío temblor de miedo. El hombre tenía la palabra Moscú escrita sobre toda su persona, desde su corte de pelo barato hasta sus zapatos sólidos y prácticos; en su mirada dura y en la expresión brutal de su boca estaba impreso el sello de la K G B. Ese hombre no se parecía a Rahmi ni a Pepe; no era ni un idealista apasionado ni un mafioso. Boris era un terrorista profesional de corazón de piedra que no vacilaría en volarle la cabeza a cualquiera o a los tres hombres que tenía frente a sí.

Te he estado buscando durante mucho tiempo, pensó Ellis.

Boris mantuvo la puerta entreabierta durante un instante, escudando en parte su cuerpo mientras los estudiaba. Después dio un paso atrás y les habló en francés.

– Entren.

Ellos entraron en la sala de estar de una suite. Estaba exquisitamente decorada y amueblada con sillas, ocasionales mesitas y un aparador, los cuales parecían ser antigüedades del siglo XVIII. Sobre una delicada mesa lateral se veía un cartón de cigarrillos Marlboro y una botella de coñac comprado en el mercado libre. En el otro extremo de la habitación, una puerta entreabierta daba al dormitorio.

La presentación que hizo Rahmi fue nerviosa y rutinaria.

– Pepe. Ellis. Mi amigo.

Boris era un hombre de anchas espaldas, llevaba una camisa blanca arremangada que dejaba al descubierto sus brazos gruesos y velludos. Sus pantalones de sarga azul eran demasiado gruesos para esa época del año. Sobre el respaldo de una silla colgaba una chaqueta a cuadros negros y marrones que no combinaba para nada con el color de sus pantalones.

Ellis depositó su mochila sobre la alfombra y se sentó. Boris señaló la botella de coñac.

– ¿Una copa? -preguntó.

Ellis no tenía ganas de beber coñac a las once de la mañana. Contestó:

– Sí, un café, por favor.

Boris le dirigió una mirada dura y hostil; después dijo:

– Bueno, todos tomaremos café -dijo dirigiéndose al teléfono.

Está acostumbrado a que todo el mundo le tenga miedo -pensó Ellis-; no le gusta que yo lo trate de igual a igual.

Era evidente que Boris inspiraba un temor religioso a Rahmi quien se movía inquieto, abrochando y desabrochando el botón superior de su chaqueta mientras que el ruso llamaba al bar del hotel.

Boris colgó y se dirigió a Pepe.

– Me alegro de conocerlo -dijo en francés-. Creo que usted y yo podremos sernos de mutua utilidad.

Pepe asintió sin hablar. Se inclinó hacia delante en la silla de terciopelo y su figura poderosa cubierta por el traje negro parecía extrañamente vulnerable en contraste con esos muebles tan bellos como si ellos pudieran romperlo a él. Pepe tiene mucho en común con Boris -pensó Ellis-; los dos son tipos fuertes y crueles, sin rastros de decencia ni de compasión. Si Pepe fuese ruso, estaría en la K G B; y si Boris fuera francés, estaría en la mafia.

– Muéstrenme la bomba -ordenó Boris.

Pepe abrió su portafolio. Estaba lleno de unas piezas de aproximadamente treinta centímetros de largo por dos centímetros y medio de ancho, de una sustancia amarillenta. Boris se arrodilló en la alfombra y hundió el dedo índice en una de las piezas. La sustancia cedió como si fuese arcilla. Boris la olió.

– Me imagino que esto es C3 -dijo, dirigiéndose a Pepe. Pepe asintió.

– ¿Dónde está el detonador?

– Lo tiene Ellis en la mochila -contestó Rahmi.

– No, no lo tengo -negó Ellis.

Durante un instante en la habitación reinó el más absoluto silencio. En la cara apuesta y juvenil de Rahmi se pintó la expresión de pánico.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó agitadamente. Sus ojos aterrorizados miraban alternativamente a Ellis y a Boris-. Me prometiste, yo le dije que tú…

– Cállate la boca -ordenó Boris rudamente.

Rahmi permaneció en silencio. Boris miró expectante a Ellis.