– Muy bien -dijo. Y para disimular la brusquedad de su marcha pidió a los demás en tono de broma-: No os comáis mi almuerzo, regresaré.
Tomó a Raoul del brazo y salieron de la cafetería.
Jean-Pierre tenía intenciones de detenerse y hablar junto a la puerta, pero Raoul siguió caminando por el corredor.
– Me ha enviado el señor Leblond -explicó.
– Estaba empezando a pensar que él se encontraba detrás de todo esto -admitió Jean-Pierre.
Hacía un mes, Raoul lo había llevado a conocer a Leblond quien le propuso que viajara a Afganistán, aparentemente para ayudar a los rebeldes como lo hacían los médicos franceses, pero en realidad para convertirse en espía de los rusos. Jean-Pierre se sintió orgulloso, aprensivo, pero sobre todo emocionado ante la oportunidad que se le presentaba de efectuar algo realmente espectacular por la causa. Su único temor fue que la organización que enviaba médicos a Afganistán lo rechazara por ser comunista. No tenían manera de enterarse de que era miembro del Partido y él decididamente no se lo iba a decir, pero era probable que supieran que simpatizaba con el comunismo. Sin embargo, había muchos comunistas franceses que se oponían a la invasión de Afganistán. Existía también la posibilidad remota de que una organización cautelosa pudiera sugerir que Jean-Pierre se sentiría más feliz trabajando para otro grupo de luchadores de la libertad; ellos también enviaban gente a ayudar a los rebeldes de El Salvador, por ejemplo. Pero en definitiva, eso no sucedió: Jean-Pierre fue inmediatamente aceptado por Médecins pour la Liberté. Cuando le dio la buena noticia a Raoul, éste le anticipó que mantendrían otra reunión con Leblond. Tal vez de eso quería hablarle Raoul en ese momento.
– ¿Por qué tanto pánico? -preguntó.
– Quiere verte inmediatamente.
– ¿Ahora? -preguntó Jean-Pierre, enojado-. Estoy de guardia. Tengo pacientes…
– Estoy seguro de que alguien más podrá encargarse de ellos.
– Pero, ¿por qué tanta urgencia? No tengo que viajar hasta dentro de dos meses.
– No se trata de Afganistán.
– Y entonces, ¿de qué se trata?
– No sé.
¿Entonces por qué estás tan asustado?, se preguntó Jean-Pierre.
– ¿No tienes ni la menor idea?
– Sé que han arrestado a Rahmi Coskun.
– ¿El estudiante turco?
– Sí.
– ¿Por qué?
– No sé.
– ¿Y eso qué tiene que ver conmigo? Yo apenas lo conozco.
– El señor Leblond te lo explicará.
Jean-Pierre alzó las manos en un gesto de impotencia.
– No puedo irme de aquí tan fácilmente.
– ¿Y qué sucedería si de repente te sintieras mal? -preguntó Raoul.
– Se lo comunicaría a la enfermera jefe y ella me buscaría un sustituto. Pero…
– Entonces, llámala. -Habían llegado a la entrada del hospital y en la pared había una serie de teléfonos interiores.
Esta puede ser una prueba -pensó Jean-Pierre-, una prueba de lealtad para ver si soy lo suficientemente serio como para que me encomienden esa misión. Decidió arriesgarse a sufrir la furia de las autoridades del hospital. Descolgó el teléfono.
– Me acaban de comunicar una repentina emergencia familiar -explicó cuando lo atendieron-. Será necesario que usted se ponga inmediatamente en contacto con el doctor Roche para que me sustituya.
– Por supuesto, doctor -le respondieron de inmediato-. Espero que no haya recibido malas noticias.
– Se lo diré más tarde -replicó él, apresuradamente-. Adiós. ¡Ah! ¡Un minuto! -Tenía un postoperatorio que había sufrido hemorragias durante toda la noche-. ¿Cómo está la señora Ferier?
– Muy bien. No ha vuelto a tener hemorragias.
– Perfecto. No dejen de vigilarla atentamente.
– Sí, doctor.
Jean-Pierre colgó.
– Bueno, vamos -dijo a Raoul.
Se dirigieron al aparcamiento y subieron al Renault 5 de Raoul. El sol había caldeado el interior del coche. Raoul conducía con rapidez por las calles laterales. Jean-Pierre estaba nervioso. No sabía exactamente quién era Leblond, pero suponía que el individuo tenía algo que ver con la K G B. Jean-Pierre se descubrió preguntándose si había hecho algo que ofendiera a tan temida organización, y si así fuera, qué castigo le infligirían. Sin duda era imposible que hubieran averiguado algo con respecto a lo de Jane.
El hecho de que le hubiera pedido que lo acompañara a Afganistán no era asunto de ellos. De todos modos habría sin duda otra gente en el grupo, tal vez alguna enfermera para ayudarlo a él, quizás otros médicos destinados a otros puntos del país: ¿qué inconveniente había en que Jane estuviera entre ellos? No era enfermera, pero podía seguir un curso acelerado, y tenía la enorme ventaja de hablar farsi, el idioma persa, que era muy parecido a la lengua que se hablaba en la zona a la que se dirigía Jean-Pierre.
Esperaba que ella lo acompañara por idealismo y deseo de aventura. Y esperaba que una vez allí olvidara a Ellis y se enamorara del europeo que tuviera más cerca, que sin duda sería él.
También esperaba que el partido jamás se enterara de que él la había alentado a viajar por motivos personales. No era necesario que ellos lo supieran y tampoco tenía forma de enterarse. O por lo menos eso era lo que él suponía. Tal vez se hubiera equivocado. Tal vez su actitud los hubiera enfurecido.
Esto es una tontería -se dijo-. En realidad no he hecho nada malo: y aún en el caso de que lo hubiera hecho no me castigarían. Esta es la verdadera K G B, no esa institución mítica que provoca terror a los lectores del Readers Digest.
Raoul estacionó el coche. Se habían detenido frente a un lujoso edificio de apartamentos de l´Université. Era el lugar donde Jean-Pierre le fue presentado a Leblond. Se apearon del coche y entraron en el edificio.
El vestíbulo estaba en penumbra. Subieron la escalera curva hasta el primer piso y tocaron el timbre. ¡Cuánto ha cambiado mi vida desde la última vez que esperé frente a esta puerta!, pensó Jean-Pierre.
Les abrió el señor Leblond personalmente. Era un individuo delgado, de baja estatura, con gafas y una calva incipiente. Con su traje gris y su corbata plateada, parecía un mayordomo. Los condujo a la habitación trasera del edificio donde había entrevistado anteriormente a Jean-Pierre. Los altos ventanales y las complicadas molduras indicaban que en una época anterior el lugar había sido un elegante salón, pero ahora el suelo estaba cubierto por una alfombra de nylon, sobre la que se apoyaba un escritorio barato y algunas sillas de plástico de color naranja.
– Esperad aquí un momento -ordenó Leblond.
Hablaba en voz baja, cortante y seca. Un leve pero inconfundible acento sugería que su verdadero apellido no era Leblond. Salió por una puerta diferente a la de entrada.
Jean-Pierre se instaló en una silla de plástico. Raoul permaneció de pie. En este mismo cuarto -pensó Jean-Pierre-, esa misma voz seca me dijo: "Desde tu infancia has sido un comunista silencioso y leal. Tu carácter y tus antecedentes familiares nos llevan a pensar que en un papel encubierto, servirás bien al partido." Espero no haberlo arruinado todo por causa de Jane.
Leblond regresó acompañado por otro hombre. Ambos permanecieron en el umbral y Leblond señaló a Jean-Pierre. El otro individuo lo estudió detenidamente, como si quisiera grabar sus rasgos en la memoria, y Jean-Pierre le devolvió la mirada. El hombre era grandote y con hombros anchos de futbolista. Su pelo, largo a los costados, tenía una pequeña calva en la coronilla y llevaba un bigote caído. Vestía una chaqueta de dril verde desgarrada en la manga. Después de algunos instantes, asintió y salió.
Leblond cerró la puerta y se instaló detrás del escritorio.
– Ha ocurrido un desastre -informó.
No se trata de Jane -pensó Jean-Pierre-. ¡Gracias a Dios!
– En tu círculo de amigos hay un agente de la CÍA -aseguró Leblond.
– ¡Dios mío! -exclamó Jean-Pierre.
– Pero ése no es el desastre -continuó diciendo Leblond con irritación-. No es sorprendente que haya un espía norteamericano entre tus amigos. Sin duda también hay espías israelíes, sudafricanos y franceses. ¿Qué haría esa gente si no se infiltrara en grupos de activistas políticos juveniles? Y nosotros también tenemos uno, por supuesto.
– ¿Quién?
– Tú.
– ¡Ah! – Jean-Pierre se sintió desconcertado. Nunca se había considerado exactamente un espía. Pero ¿qué otra cosa podía significar eso de servir al partido en un papel encubierto?-. ¿Y quién es el agente de la CÍA? -preguntó con intensa curiosidad.
– Alguien llamado Ellis Thaler.
El impacto que sintió hizo que Jean-Pierre se pusiera en pie.
– ¿Ellis?
– ¿Así que lo conoces? Muy bien.
– ¿Ellis es agente de la CÍA?
– Siéntate -ordenó Leblond con frialdad-. Nuestro problema no se refiere a quién es sino a lo que ha hecho.
Jean-Pierre pensaba: Si Jane se entera de esto plantará a Ellis sin titubear. ¿Me permitirán que se lo diga? Y si no se lo digo yo, ¿se enterará por algún otro conducto? ¿Lo creerá? ¿Y Ellis será capaz de negarlo?
Leblond seguía hablando. Jean-Pierre tuvo que hacer un esfuerzo de concentración para escuchar lo que decía.
– El desastre es que Ellis nos tendió una trampa en la que cayó alguien bastante importante para nosotros.
Jean-Pierre recordó que Raoul le había dicho que Rahmi Coskun había sido arrestado.
– ¿Rahmi es importante para nosotros?
– No, Rahmi no.
– Entonces, ¿quién?
– No es necesario que lo sepas.
– ¿Pero para qué me habéis hecho venir aquí?
– Cállate y escucha -contestó Leblond bruscamente, y por primera vez Jean-Pierre le tuvo miedo-. Por supuesto que no conozco a tu amigo Ellis. Desgraciadamente, Raoul tampoco lo conoce. Por lo tanto, ninguno de los dos sabe qué aspecto tiene. Pero tú sí lo sabes. Por eso te hice venir. ¿Sabes también dónde vive Ellis?
– Sí. Tiene una habitación encima de un restaurante en la calle de l´Ancienne Comédie.
– ¿Y esa habitación da a la calle?
Jean-Pierre frunció el entrecejo. Sólo había estado allí una vez: Ellis no invitaba demasiado a su casa.
– Creo que sí.
– Pero ¿no estás seguro?
– Déjame pensar. -Había ido allí una noche, tarde, con Jane y otros amigos, después de una sesión de cine en la Sorbona. Ellis les ofreció café. Era una habitación pequeña. Jane se sentó en el suelo, junto a la ventana,-. Sí. La ventana da a la calle. ¿Yeso qué importancia tiene?