– Significa que puedes hacernos seriales.
– ¿Yo? ¿Por qué? ¿Y a quién?
Leblond le dirigió una mirada amenazadora.
– Lo siento -se disculpó Jean-Pierre.
Leblond vaciló. Cuando volvió a hablar lo hizo en un tono de voz algo más suave, aunque su rostro mantenía la misma expresión impenetrable.
– Te vamos a someter a un bautismo de fuego. Lamento tener que usarte en una, acción como ésta cuando hasta ahora nunca has hecho nada por nosotros. Pero tú conoces a Ellis y estás aquí, y en este momento no tenemos a nadie más que lo conozca; y lo que queremos hacer perderá su impacto si no lo llevamos a cabo inmediatamente. Así que, escucha cuidadosamente, porque esto es importante. Debes ir al cuarto de Ellis. Si él está allí, tendrás que entrar, inventa algún pretexto. Acércate a la ventana, asómate y asegúrate de que Raoul, que estará esperando en la calle, pueda verte.
Raoul se movió inquieto, como un perro que oye pronunciar su nombre en una conversación.
– ¿Y si Ellis no estuviera? -preguntó Jean-Pierre.
– Habla con los vecinos. Trata de averiguar dónde ha ido y cuándo volverá. Si te parece que ha salido sólo por algunos minutos, o aún por una hora, espéralo. Cuando regrese, procede como ya te indiqué: entra, colócate frente a la ventana y asegúrate de que Raoul te vea. Tu presencia en la ventana será la señal de que Ellis se encuentra allí, así que, pase lo que pase, no te acerques a la ventana si él no está. ¿Has comprendido?
– Sé lo que quieres que haga -contestó Jean-Pierre-. Pero no comprendo el propósito de todo esto.
– Identificar a Ellis.
– ¿Y cuando lo haya identificado?
Leblond le contestó lo que Jean-Pierre no se animaba a desear, y lo que oyó le sacudió todo el cuerpo.
– Lo mataremos, por supuesto.
Capítulo 3
Jane cubrió la mesita de Ellis con un mantel blanco remendado sobre el que dispuso dos cubiertos gastados y todos distintos. Debajo del fregadero encontró una botella de Fleurie y la abrió. Estuvo tentada de probarlo, pero decidió esperar a Ellis. Sobre la mesa colocó los vasos, sal y pimienta, mostaza y servilletas de papel. Se preguntó si le convendría empezar a cocinar. No, sería mejor dejárselo a él.
No le gustaba el cuarto de Ellis. Era un lugar desnudo e impersonal. La primera vez que lo vio se escandalizó bastante. Había estado saliendo con ese hombre cálido, apacible y maduro y esperaba que viviera en un sitio que reflejara su personalidad, un apartamento atractivo y cómodo, lleno de recuerdos de un pasado rico en experiencias. Pero uno jamás diría que el hombre que vivía allí había estado casado, luchado en una guerra, consumido L S D y capitaneado el equipo de fútbol de su colegio. Las paredes blancas y frías estaban decoradas con unos pocos carteles apresuradamente elegidos. La loza era de segunda mano y las cacerolas, del aluminio más barato. Los libros de poesía que había en la biblioteca eran ediciones de bolsillo y no tenían marcas ni anotaciones- Guardaba sus vaqueros y sus suéteres en una maleta de plástico debajo de la crujiente cama. ¿Dónde estaban sus viejos boletines de colegio, las fotografías de sus sobrinos y sobrinas, su ejemplar querido de Heartbreak Hotel, el cortaplumas comprado como recuerdo en Boulogne o en las cataratas del Niágara, la ensaladera de teca que, tarde- o temprano, todo el mundo recibe como regalo de sus padres? En la habitación no había nada realmente importante, ninguna de esas cosas que uno guarda, no por lo que son sino por lo que representan; no había nada que formara parte del alma de Ellis.
Era el cuarto de un hombre reservado e introvertido, un individuo que jamás compartía con nadie sus pensamientos más íntimos. Gradualmente, y con enorme tristeza, Jane se había convencido de que Ellis era así, igual que su cuarto, frío y reservado.
Parecía increíble. ¡Un hombre tan lleno de confianza en sí mismo!, Como si nunca hubiese temido a nadie. Caminaba con la cabeza completamente alta. Totalmente desinhibido en la cama, se mostraba tranquilo con su sexualidad. Era capaz de hacer o decir cualquier cosa, sin ansiedad, vacilación ni timidez. Jane jamás había conocido a un hombre como él. Pero en varias ocasiones -tanto en la cama como en restaurantes o simplemente cuando caminaba por la calle-, cuando ella reía con él o lo escuchaba hablar, u observaba las arruguitas que se le formaban alrededor de los ojos cuando pensaba con fuerza, o cuando abrazaba su cuerpo cálido, descubría, de pronto, que él había perdido su atención en ella. Y en esos momentos, ya no era tierno, ni divertido, ni considerado, ni caballeresco, ni compasivo. La hacía sentir excluida, una extraña, una intrusa en su mundo privado. Era como si el sol se ocultara detrás de una nube.
Jane sabía que tendría que dejarlo. Lo quería locamente, pero por lo visto él no era capaz de quererla de la misma manera. Tenía ya treinta y tres años, y si hasta entonces no había aprendido el arte de vivir en intimidad, ya no lo aprendería nunca.
Se sentó en el sofá y empezó a leer The Observer, que había comprado en un quiosco del bulevar Raspail de camino hacia allí. En primera plana había un informe sobre Afganistán. Parecía un buen lugar adonde ir para olvidar a Ellis.
La idea inmediatamente le resultó atractiva. Aunque París le encantaba y su trabajo era variado, ella quería más: experiencia, aventura y la posibilidad de colaborar con la lucha por la libertad. No tenía miedo. Jean-Pierre afirmaba que los médicos eran considerados demasiado valiosos para ser enviados a zonas de combate. Existía el riesgo de ser víctima a causa de una bomba mal arrojada, o de verse envuelta en alguna escaramuza, pero posiblemente el riesgo no fuera mayor que el que una corría de ser atropellada por algún automovilista en París. El estilo de vida de los rebeldes afganos le causaba una tensa curiosidad.
– ¿Qué comen? -le había preguntado a Jean-Pierre-. ¿Qué vestimentas usan? ¿Viven en tiendas? ¿Tienen baños?
– No tienen baños -respondió él-. Ni tienen electricidad. No tienen caminos, ni vino. Ni automóviles. Ni calefacción central. Ni dentistas. Ni carteros. Ni teléfonos. Ni restaurantes. Ni anuncios. Ni coca-cola. Ni informes meteorológicos, ni informes de la bolsa de valores, ni decoradores, ni asistentes sociales, ni lápices de labios, ni támpax, ni modas, ni fiestas a la hora de la cena, ni taxis, ni colas para esperar el autobús…
– ¡No sigas! -interrumpió ella. Jean-Pierre podía seguir durante horas con su enumeración-. Tienen que tener autobuses y taxis.
– No en el campo. Yo iré a una región llamada el Valle de los Cinco Leones, un refugio de los rebeldes situado al pie del Himalaya. Un lugar primitivo aún antes de que los rusos lo bombardearan.
Jane estaba completamente segura de que podría vivir feliz y contenta sin cañerías, ni lápices de labios, ni informes meteorológicos. Sospechaba que aún estando fuera de la zona de combate, Jean-Pierre subestimaba los peligros; pero de alguna manera, eso no la amedrentaba. Su madre se pondría histérica, por supuesto. En cambio su padre, de estar todavía vivo, le hubiera dicho: Buena suerte, Janey. El comprendía la importancia de hacer algo que valiera la pena con la vida de uno. Aunque había sido un médico excelente, nunca ganó dinero porque donde fuera que vivieran: Nassau, El Cairo, Singapur, pero sobre todo Rhodesia, siempre atendía gratuitamente a los pobres que acudían a él en verdadera multitud y que alejaban a los pacientes que estaban en condiciones de pagarles honorarios.
Sus pensamientos se interrumpieron al oír pasos en la escalera. Notó que apenas había leído unas pocas líneas del artículo. Inclinó la cabeza, escuchando. No parecían los pasos de Ellis. Sin embargo, alguien llamó a la puerta.
Jane dejó el periódico y abrió. Se topó con Jean-Pierre. El estaba sorprendido como ella. Durante un instante, se miraron en silencio.
– Tienes expresión de sentirte culpable. ¿Yo también? -preguntó ella.
– Sí -contestó él, y sonrió.
– Estaba pensando en ti. Pasa.
Jean-Pierre entró y miró a su alrededor.
– ¿Ellis no está?
– Lo espero de un momento a otro. Siéntate.
Jean-Pierre se instaló en el sofá. Jane pensó, y no por primera vez, que posiblemente fuese el hombre más apuesto que había conocido en su vida. Sus facciones eran perfectamente regulares, con la frente alta, nariz fuerte y bastante aristocrática, ojos pardos y una boca sensual, parcialmente oculta por una barba espesa y un bigote con algunos destellos rojizos. Usaba ropa barata pero cuidadosamente elegida, y la lucía con una elegancia displicente que Jane envidiaba.
Jean-Pierre le gustaba mucho. Su gran defecto era que tenía un alto concepto de sí mismo; pero hasta en eso era tan ingenuo que resultaba cautivador como un chiquillo jactancioso. Le gustaban su idealismo y su dedicación a la medicina. Poseía un enorme encanto. También tenía una imaginación portentosa que a veces resultaba cómica: cualquier absurdo, tal vez un simple desliz del lenguaje, lo llevaba a lanzarse a un monólogo imaginativo que podía durar diez o quince minutos. Cuando en una ocasión alguien citó un comentario de Jean-Paul Sartre sobre un futbolista, Jean-Pierre se lanzó espontáneamente a hacer el comentario de un partido de fútbol tal como lo podía haber narrado un filósofo existencial. Jane rió hasta las lágrimas. La gente afirmaba que laalegría de Jean-Pierre tenía su reverso, negros estados de ánimo, de depresión, pero Jane jamás tuvo evidencia de eso.
– Bebe un poco del vino de Ellis -dijo tomando la botella que estaba sobre la mesa.
– No, gracias.
– ¿Te estás preparando para vivir en un país musulmán?
– No exactamente.
Tenía un aspecto muy solemne.
– ¿Qué te pasa? -preguntó ella.
– Necesito hablar muy seriamente contigo -contestó él.
– Hace tres días ya mantuvimos esa charla, ¿no lo recuerdas? -preguntó ella con ligereza-. Me pediste que abandonara al tipo con quien salgo para ir a Afganistán contigo, una propuesta que pocas chicas serían capaces de resistir.
– Te pido que hables en serio.