El escándalo en torno a Magdalena duró aproximadamente medio año y había empezado por su culpa. Bien pudo no ocurrir nada. Peikswa la encontró ya como ama de llaves en la casa parroquial y a nadie debería importarle lo que había ocurrido entre ellos: un cura es también un hombre. Pero ella empezó a comportarse incorrectamente. Caminaba adelantando la barbilla, balanceándose, casi bailando. Era evidente que le encantaba acercarse a él de ese modo cuando tenía algo que decirle, para dar a entender claramente a las demás mujeres: vosotras besáis sus manos y su sotana, pero yo lo tengo entero para mí. Lo cual les permitía luego imaginarlo a él, al mismo que lo veían ante el altar, desnudo con ella en la cama y adivinar lo que se decían y lo que hacían. Es sabido que, en esta clase de asuntos, se pueden perdonar muchas cosas, mientras no intervengan imágenes enojosas que difícilmente pueden apartarse de la mente.
Al considerar el comportamiento de Magdalena en su conjunto (había servido al viejo párroco durante dos años), los habitantes de Ginie, en largas e interminables conversaciones, decidieron que ya con anterioridad no todo marchaba como era debido. Si el matrimonio no se celebró y el chico se casó en seguida con otra, no fue sólo por su edad -ya tenía veinticinco años como mínimo-, ni del todo por ser pobre, hija de jornaleros sin tierras, venidos de lejos. De nada sirvieron los consejos, el chico estaba dispuesto a actuar en contra de la voluntad de sus padres; en esto, nadie podía negar que la chica era hábil. Pero, al último momento, él cambió de parecer. Se asustó: encontró que era demasiado ardiente y desenfrenada. Este y muchos otros detalles aparecían ahora bajo una luz nueva, y se complementaban unos a otros. Y para aquel que hubiera podido ponerlo en duda, allí estaba ahora ese féretro.
Como Antonina, al pronunciar el nombre de Magdalena, escupía al suelo, Tomás tampoco le tenía simpatía, sin saber exactamente por qué. Ella le llamaba a la cocina y le daba pasteles cada vez que iba a la parroquia, en tiempos del padre «Pues-Pues». En realidad, en aquella época, la admiraba y sentía en su presencia como un nudo en la garganta. Sus faldas revoloteaban, fuertemente ceñidas a la cintura; cuando se inclinaba sobre la lumbre y probaba la comida con una cuchara, un mechón de pelo le resbalaba junto a la oreja y, de lado, debajo de la blusa, se veían bambolear sus pechos. Les unía el hecho de que él sabía cómo era ella y ella ignoraba que lo supiera Tomás. Él confesó su pecado, pero ya había visto. Junto al río, había un árbol muy inclinado por encima del agua, al que se podía subir y esconderse entre las hojas. El corazón late con fuerza: ¿vendrá, no vendrá? El Issa comienza a ponerse rosado por el sol poniente, los peces corretean ágiles. Se distrajo observando el vuelo de unos patos y ella ya estaba allí, tanteando con el pie si el agua estaba fría, mientras se quitaba la blusa por la cabeza. No entraba en el agua como las demás mujeres, quienes se agachan y levantan varias veces, salpicando a su alrededor. Lo hacía despacio, paso a paso. Los pechos se separaban a uno y otro lado, y, debajo del vientre, no era muy negra: sólo un poco. Se sumergió y empezó a nadar «estilo perro», levantando a veces un surtidor con el pie, hasta la zona en que las hojas de los nenúfares cubrían el río. Más tarde, volvió y se lavó con jabón.
Lo que llegaba a oídos de Tomás quedaba poco claro para él, pero, aun así, era espantoso. No le parecía posible que el mismo hombre que tronaba contra el fuego del infierno fuera él mismo un pecador. Y, si el que imparte la absolución, es igual a los demás, entonces ¿qué valor tiene ese perdón? Por lo demás, Tomás no se hacía preguntas concretas y, desde luego, nunca se hubiera atrevido a plantearlas a los mayores. Magdalena adquirió para él el encanto de las cosas prohibidas. En cambio, los mayores se enfadaban con ella. Separaban lo que Tomás no era capaz de hacer: ella era una cosa, y el sacerdote vestido con la casulla, otra. Pese a todo, Magdalena había estropeado la armonía, había enturbiado la paz y había enfriado el entusiasmo por los sermones.
Peikswa empezó a bajar la cuesta y todos se preguntaban qué haría con el féretro. Cuando llegó junto al carro, volvieron la cabeza. El cura estaba llorando. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas, una tras otra; le temblaban los labios: los apretó con fuerza y volvió a abrirlos tan sólo para rogar que subieran el cuerpo hasta la iglesia. Preparaba para la suicida un entierro cristiano. Quitaron la manta y apareció la caja, de pino blanco. La cogieron entre cuatro y comenzaron a subir la empinada cuesta, de modo que Magdalena quedaba casi de pie.
15
Para envenenarse con raticida, hay que haber perdido toda esperanza y, al mismo tiempo, haber sucumbido de tal modo a los propios pensamientos que éstos acaban por separar del mundo, hasta el punto de dejar de ver todo lo que no sea el propio destino. Magdalena habría podido conocer muchas ciudades, países, personas, inventos, libros, y pasar por varias de las encarnaciones accesibles a los seres humanos. Habría podido ser -pero era imposible explicárselo, ni mostrárselo con alguna varita mágica- como millones de mujeres iguales que ella y que sufrían igual que ella: todo habría sido inútil. Tampoco habría servido para nada el que pudiera intuir la desesperación de aquellos que, en el mismo instante en que ella se ocasionaba la muerte, luchaban todavía por una hora, un minuto de vida. Cuando los pensamientos cejaron por fin, y el cuerpo se halló frente a frente ante el último terror, era ya demasiado tarde.
Hay que comprender que había quedado en muy mala situación poco antes de que marchara el viejo párroco, cuando su prometido rompió con ella. Tras el descalabro de aquel amor, surgió en ella el frío convencimiento de que ya nada cambiaría, que sería así para siempre. Todo en su interior se agitaba y se rebelaba, no podía seguir así; ¿qué hacer con aquella certeza de que transcurrirían los días, los meses y los años y, de pronto, mirad, ya se ha vuelto vieja? Se despertaba al amanecer y se quedaba echada con los ojos abiertos; le parecía terrible tener que levantarse y proseguir con sus quehaceres diarios. Se sentaba en la cama y se cogía los pechos con las manos: igual que ella rechazados, tendrían que compartir con ella su soltería y marchitarse inútilmente. ¿Y qué más? ¿Ligar con chicos en los bailes para que la llevasen al granero o al prado, y luego se riesen de ella? Se sentía totalmente hundida cuando el padre Peikswa se hizo cargo de la parroquia.
El columpio se detuvo un instante, para luego volver a bajar a toda velocidad, hasta cortar la respiración. De pronto, el cielo y la tierra cambiaron, el mismo árbol que veía desde la ventana era distinto, las nubes no se parecían a las de antes, todas las criaturas se movían como si estuvieran llenas de oro puro y lo irradiaran. Nunca creyó que pudiera llegar hasta ese punto. Había recibido una recompensa por su sufrimiento y, aunque luego tuviera que sufrir durante toda la eternidad, valía la pena. Contribuía no poco a su felicidad la deliciosa sensación de la ambición saciada: a ella, la pobretona casi analfabeta, a ella, que no podía encontrar marido, la había elegido él, un sabio, a quien nadie podía igualar.
Y entonces -hay que comprenderlo- fue despojada de todo y condenada al desamor, esta vez para siempre. Peikswa, consciente del escándalo y obligado a elegir, la entregó como ama de llaves a un párroco de un pueblo lejano, tan lejano que ambos vieron claramente que la ruptura sería definitiva. En aquella casa junto al lago, en compañía de un viejo malhumorado, Magdalena no aguantó mucho tiempo: sólo el suficiente como para volver a caer en aquella negra noche que la había acompañado antes del período de felicidad. Se envenenó cuando el viento silbaba entre los juncos y la ola depositaba blancas salpicaduras de espuma sobre la arena, golpeando contra la quilla de las barcas amarradas a la pasarela.