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Como suponía la abuela Misia, puede que se le hubiese aparecido el espíritu de un mahometano proveniente del montículo llamado el Cementerio Tártaro. De no ser por aquel nombre, se hubiera borrado el recuerdo de los prisioneros tártaros que, en tiempos muy remotos, habían estado trabajando en Ginie. Pero ¿por qué había aparecido precisamente ahora? ¿Qué le había empujado a hacerlo? ¿Quién le había mandado inmiscuirse en los acontecimientos que enturbiaban la paz de aquel lugar? Sólo podía ser Magdalena, quien se había convertido en algo así como la madre superiora de las fuerzas ocultas.

Todos estos hechos condujeron lentamente a una situación de enfrentamiento entre el pueblo y el padre Monkiewicz. Una vez puestos de acuerdo sobre la causa, razonaban lógicamente que había que suprimirla. Primero, se lo dieron a entender tímidamente, generalizando, con rodeos, utilizando comparaciones y eufemismos. Pero, al no obtener resultado alguno, declararon sin más circunloquios que había que terminar con todo aquello y que tenían un medio para conseguirlo. A lo que él contestó agitando los brazos y gritando que nunca, nunca transigiría con semejante solución y les llamó paganos. Se puso terco y no hubo manera de convencerle. Algunos aconsejaban no pedirle permiso, pero sabían que tampoco ellos se atreverían. De modo que nadie hizo nada. Mientras tanto, llegó a casa del cura otro sacerdote, para pasar unos días y celebraron exorcismos.

17

A Tomás le daba miedo salir de casa al anochecer, pero sólo hasta el día en que tuvo aquel sueño. Fue un sueño lleno de fuerza y dulzura; pero también sembrado de terror, y le habría sido difícil precisar qué prevalecía en él. No habría podido encerrarlo en unas palabras, ni al día siguiente por la mañana, ni más tarde. Las palabras no recogen las mezclas de olores, o lo que nos atrae de ciertas personas, y menos aún si nos hundimos en pozos a través de los que pasamos al otro lado de la existencia que hasta entonces conocíamos.

Vio a Magdalena en la tierra, en la soledad de la tierra inmensa, en la que había estado desde hacía tiempo y para siempre. Su vestido se había descompuesto, jirones de materia se mezclaban a los huesos resecos, y el mechón de pelo que le resbalaba por la mejilla junto al fogón de la cocina, quedaba pegado a su cráneo. Pero, al mismo tiempo, era la misma, tal como la había visto aquel día al entrar en el río, y esa simultaneidad, encerraba el conocimiento de otro tiempo que no era el que normalmente nos es accesible. Una sensación como de presión en la garganta le embargaba por completo, pervivía en él en cierto modo la forma de su pecho y de su cuello, y su contacto se transformaba en una queja, en una especie de canto: «¡Oh, por qué pasa, por qué el tiempo pasa por mis manos y mis pies, oh, por qué soy y no soy, yo, quien una vez, sólo una vez, viví desde el principio hasta el fin del mundo! ¡Oh, el cielo y el sol existirán, y yo jamás volveré a existir, estos huesos son cuanto queda de mí, oh, nada es mío, nada!». Y Tomás cayó con ella en el silencio, bajo la tierra donde se escurre la piedra y los gusanos se abren camino; él mismo se convirtió en un puñado de huesos polvorientos, se lamentaba por los labios de Magdalena y descubría, para sí mismo, las preguntas: ¿por qué yo soy yo? ¿Cómo puede ser que, teniendo cuerpo, calor, manos, dedos, tenga que morir y dejar de ser yo mismo? Quizá, en realidad, tampoco se trataba de un sueño, pues, inmerso como se encontraba en el más profundo de los abismos, bajo una superficie de acontecimientos reales, sentía su propia corporeidad, condenada, descompuesta ya tras la muerte. Pero, al mismo tiempo que tomaba parte en esta aniquilación, conservaba la capacidad de poder verificar que él, aquí, era el mismo que él allá. Se despertó gritando. El contorno de los objetos formaba parte de la pesadilla, no los percibía con mayor precisión. Cayó de nuevo en el mismo sopor, y todo volvió a repetirse en distintas versiones. El amanecer lo liberó, y abrió los ojos, aterrado. Regresaba de muy lejos. Lentamente, la luz fue recobrando el travesaño que unía las patas de la mesa, las banquetas, la silla. ¡Qué alivio al comprobar que este mundo real se componía de objetos de madera, hierro y ladrillos, y que todos ellos tenían relieve y un tacto rugoso! Saludó los objetos que ayer había menospreciado, sin casi fijarse en ellos. Hoy, le parecían tesoros. Buscaba las grietas, las hendiduras, los nudos. Pero de aquello le quedó como un poso delicioso, el recuerdo de unas zonas cuya existencia nunca hasta entonces había supuesto.

A partir de entonces, decidió que, si Magdalena se le acercaba en la arboleda oscura, no gritaría, porque ella sería incapaz de hacerle daño. Incluso deseaba que se le apareciera, aunque sólo de pensarlo se le ponía piel de gallina, pero no era desagradable, como aquel día en que estuvo acariciando una cinta de terciopelo. No reveló a nadie su sueño.

18

Lo que hicieron se realizó en secreto, y Tomás tardó mucho en enterarse, pero, cuando lo supo, aquella acción lo llenó de tristeza y horror.

Sólo los más viejos del lugar, unos cuantos campesinos propietarios, fueron admitidos. Se reunieron al atardecer y empezaron bebiendo mucho vodka. Sea como fuere, ninguno se sentía del todo tranquilo y todos trataban de darse ánimos. Habían obtenido el permiso, más concretamente, el padre Monkiewicz había dicho: «Haced lo que queráis», lo cual significaba, a todas luces, que se daba por vencido al fracasar los medios que tenía a su disposición. Poco después de la marcha de su colega -aquella noche, precisamente, no había en la parroquia más que el sacristán y la vieja ama de llaves, porque creían que, tras los exorcismos, Magdalena les dejaría en paz-, en el dormitorio se oyó un grito y Monkiewicz apareció en la puerta con su largo camisón rasgado por varios sitios, con los jirones de tela colgando. La enfermedad que contrajo, la erisipela, él mismo y todos los demás la atribuyeron al susto. El único remedio eficaz contra la erisipela, contraída después de un susto, son los conjuros. Así pues, llamaron a una curandera que se inclinó sobre él, murmurando sus encantamientos. Es sabido que las curanderas conocen fórmulas que obligan a la enfermedad a abandonar el cuerpo: las refuerzan con amenazas, fragmentos de oraciones cristianas y otras más antiguas, pero las palabras, una vez reveladas, pierden su poder, y al que las conoce le está permitido revelarlas antes de morir tan sólo a una persona. El sacerdote se sometía de mala gana a aquellos remedios. Pero, cuando se trata de recuperar la salud, no cabe la duda, y uno siempre espera que el tratamiento tendrá éxito. Asimismo, la débil esperanza de que las martirizadoras apariciones desaparecerían fue lo que venció su resistencia y le indujo a aceptar la otra propuesta.