Un rito de esa índole debe llevarse a cabo de noche. No es una regla fija, pero hay que sentir devoción; es decir, ante todo, permanecer en silencio y que no haya mirones, tan sólo personas serias y de confianza. Comprobaron el filo de las palas, encendieron las linternas y se escabulleron de uno en uno, de dos en dos, por los huertos.
Soplaba un fuerte viento que removía las hojas secas de los robles. En la aldea, ya no quedaban hogares encendidos y sólo había aquella negrura y aquel murmullo de hojas. Cuando se hubieron reunido todos en la plazoleta frente a la iglesia se dirigieron en grupo hasta el lugar y se colocaron como pudieron en círculo en la pendiente, que en aquel punto era ya muy inclinada. Dentro de los redondos cristales de las linternas, protegidas por varillas metálicas, las llamas saltaban y se encrespaban, azuzadas por los ramalazos del viento.
Primero la cruz. Estaba allí, enclavada para perdurar mientras resistiera la madera, para pudrirse y descomponerse después por su extremo enterrado y, por fin, para inclinarse lentamente con el paso de los años: la quitaron y la dejaron cuidadosamente a un lado. A continuación, de unos golpes de pala destruyeron el túmulo de la sepultura, sobre la que nadie nunca había depositado una flor: trabajaban aprisa, porque se trataba de algo horrible. A una persona se la entierra para la eternidad; ir después de unos meses a comprobar qué ha pasado con ella, es contra natura. Es como plantar una bellota o una castaña y levantar luego la tierra para ver si ya está germinando. Pero, quizás, el sentido de lo que trataban de hacer radicaba precisamente en que era preciso un acto de voluntad, una decisión, para contrarrestar, mediante una actuación inversa, otras contrarias a lo que es normal.
La tierra arenosa rechinaba. Se acercaba el momento. La pala tropieza con algo duro; miran, acercan las linternas; no, es una piedra. Siguieron hasta encontrar las tablas; les quitan la tierra, las dejan a la vista para poder abrir la tapa. El vodka había sido de gran utilidad: producía aquella temperatura interior que permitía a aquellos seres, vivos, enfrentarse a los demás, que parecían entonces menos vivos, y más aún a los árboles, a las piedras, al silbido del viento, a los espectros de la noche.
Lo que encontraron confirmó todas las suposiciones. En primer lugar, el cuerpo no se había descompuesto en absoluto. Decían que estaba como si lo hubieran enterrado el día anterior. Era una prueba suficiente: solamente los cuerpos de los santos, o de los espectros, poseen semejantes propiedades. Segundo, Magdalena no yacía de espaldas sino boca abajo, lo cual también era una señal. Pero, incluso sin estas dos pruebas, estaban decididos a llevar a cabo lo convenido. Puesto que poseían las pruebas, todo resultó más fácil, pues ya no cabía duda alguna.
Dieron la vuelta al cuerpo dejándolo boca arriba, y el que llevaba la pala más afilada se abalanzó sobre Magdalena y le cortó la cabeza en seco. Traían un tronco de álamo afilado por un extremo. Lo apoyaron en su pecho y lo clavaron, golpeando con la parte del hacha opuesta al filo, de manera que atravesó el ataúd por debajo y quedó bien hundido en la tierra. A continuación, agarrando la cabeza por los cabellos, la colocaron a sus pies, volvieron a colocar la tapa y la recubrieron de tierra, ahora ya con alivio, incluso con risas, como suele ocurrir tras unos momentos de gran tensión.
Quizás Magdalena sintiera tal terror a la descomposición física, quizás se defendiera tan desesperadamente para no entrar en el tiempo nuevo, desconocido para ella, de la eternidad, que estaba dispuesta a pagar cualquier precio, incluso a convertirse en espectro, comprando con esta dura obligación, el derecho a conservar su cuerpo intacto. Quizás. Sus labios, podían jurarlo, seguían rojos. Cortando su cabeza y destrozando sus costillas, ponían fin a su orgullo carnal, a su pagano apego a los propios labios, manos y vientre. Atravesada como una mariposa por un alfiler, tocando su propia cabeza con los pies, que llevaban los zapatos que le había comprado Peikswa, debía considerar ahora que se diluiría en la savia de la tierra, como todos.
Los alborotos en la parroquia cesaron repentinamente, y, desde entonces, no volvieron a oírse historias sobre Magdalena. ¿Quién sabe si consideró más eficaz que cocinar en una cocina invisible, o dar golpes y silbar, prolongar su vida penetrando en los sueños de Tomas, quien jamás pudo olvidarla?
19
Aquel otoño en que Magdalena asustaba a la gente, los árboles frutales dieron una extraordinaria cosecha y, como no había dónde vender la fruta, la daban a los cerdos y guardaban para el uso diario y para conservas sólo las de mejor calidad. En la hierba se pudrían montones de manzanas y peras entre las que zumbaban avispas y enjambres de avispones. Uno de ellos picó a Tomás en el labio, y se le hinchó toda la cara: no era fácil verlos, pues se introducían en el interior de las peras por un agujerito estrecho y sólo después de sacudirla bien varias veces, el blando cuerpo listado se asomaba. Tomás ayudaba en la recolección subiendo a los árboles y le producía una gran satisfacción ver que los mayores no sabían trepar como él, incluso a ramas más delgadas, a la manera de un gato. Sin cesar iban madurando nuevas variedades de peras: bergamotas, verdinales, almizcleñas y otras muchas.
A finales del verano, Tomás descubrió la biblioteca. Hasta entonces, aquella habitación angular no le había interesado, con sus paredes barnizadas de aceite, y tan helada que, cuando afuera hacía mucho calor, allí se temblaba de frío. Consiguió las llaves de los armarios y cada día encontraba en ellos algo divertido. En uno de estos armarios, con vidrieras, dio con unos libros encuadernados en rojo, con adornos dorados en las tapas y muchos dibujos en el interior. No supo leer las inscripciones, pues estaban en francés; la niña que representaban los dibujos se llamaba Sophie y llevaba unos pantalones largos terminados en puntillas. En otro armario, empotrado en la pared, entre telarañas y rollos de papeles amarillentos, descubrió un tomo cuyo título era Tragedias de Shakespeare: pasó con él largos ratos sentado en el césped, junto al verde muro de arbustos que olía a musgo y a serpol. También frecuentaban aquel lugar unas grandes hormigas rojas, y más de una vez se estuvo frotando furiosamente una pantorrilla contra la otra, pues sus picaduras eran muy dolorosas. En el espacio que se abría entre las copas de los abetos, vibraba el aire; al otro lado del valle, diminutos carros arrastraban nubecillas de polvo. En el libro, hombres con armaduras, o trajes cortos (¿llevaban las piernas desnudas, o pantalones muy apretados?), cruzaban sus espadas, caían al suelo atravesados por un estilete; las páginas, con manchas de orín, olían a moho. Seguía las líneas del libro con el dedo, pero, a pesar de estar escritas en polaco, se desanimó y consideró que trataba de asuntos destinados a los adultos.