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También por la abuela supo las historias que se contaban acerca de Bitowt, un hombre tragón y excéntrico, famoso en toda Lituania. Cuando llegaba el verano, Bitowt mandaba preparar su carruaje, en la parte trasera hacía colocar el forraje para los caballos, se sentaba detrás del cochero, envuelto en su guardapolvo, y emprendía un viaje que duraba varios meses, pues visitaba todas las propiedades que encontraba a su paso, sin dejarse ni una: en todas le recibían como a un rey, en parte por el terror que inspiraba a todos su lengua viperina, capaz de proferir las mayores barbaridades. En su carruaje, fumaba gruesos cigarros, cuyas colillas iba tirando hacia atrás; en cierta ocasión, apenas le dio tiempo a saltar, pues del heno que transportaba empezaron a salir grandes llamaradas. En otra ocasión, llegó a una aldea en día de mercado, se acercó a un judío que vendía naranjas y le preguntó cuántas seguidas podía comer. El judío contestó que cinco. Bitowt le aseguró que él podría comerse sesenta, a lo que el judío dijo que se las regalaba a quien fuera capaz de hacerlo. Bitowt se había comido cincuenta naranjas cuando el judío empezó a gritar: «¡Socorro, se va a morir, se ha comido más de cincuenta naranjas!». En su casa, tenía un magnífico cocinero con el que siempre discutía. Después de la cena, le mandaba llamar y gemía: «Bribón, voy a despedirte, has vuelto a cocinar tan bien que he comido demasiado y ahora no podré dormir». Pero volvía a llamarle en seguida para preguntar qué haría al día siguiente para el almuerzo.

A través de las conversaciones con la abuela, Tomás aprendió un poco de historia. Sobre su cama, pendía una imagen de la Virgen (la había sacado de su cofre), y, sobre su mesilla de noche, había el retrato de una hermosa joven; su cuello desnudo emergía de un ancho cuello con las solapas vueltas a ambos lados. La hermosa joven se llamaba Emilia Plater y, a través de los Mohl, la unía a Tomás un lejano parentesco del que tenía que sentirse orgulloso, pues era recordada como una heroína. En el año 1831, montó a caballo y dirigió un regimiento de sublevados, en los bosques. Murió de las heridas recibidas en una batalla contra los rusos. La imagen de la Vir gen pertenecía al abuelo Arturo Dilbin, quien, en su juventud, también había elegido la clandestinidad en los bosques, allá por el año 1863 («Recuérdalo, Tomás, mil ochocientos sesenta y tres»). El lema de los sublevados, «Por nuestra y vuestra libertad», significaba que también estaban luchando por la libertad de los rusos, pero, en aquel momento, el Zar era muy poderoso, mientras que ellos no tenían para luchar más que fusiles y sables. El Zar mandó colgar al jefe del abuelo Arturo, el comandante Sierakowski, y a él lo exilió a Siberia, de la que el abuelo volvió después de muchos años de cautividad y luego se casó. El padre y el tío de Tomás estaban en la actualidad en Polonia, en el ejército, y también luchaban contra los rusos.

La abuela Dilbin andaba por casa vestida como si fuera a ir a la ciudad, incluso se ponía el broche de ámbar. Debajo de la falda, como descubrió Tomás cierta vez, llevaba varias enaguas de lana, y se apretaba la cintura con una especie de corpiño con ballenas. Sus ojos azul cielo parecían asustados, y, en sus labios, se esbozaba una mueca indefensa cuando la abuela Misia, siguiendo su costumbre, se levantaba las faldas junto a la estufa. También le molestaba lo que le parecía ser una burla de los sentimientos humanos, una manera de no tomarse nada en serio. Si, por ejemplo, ella hablaba de alguien que estaba enamorada de una joven, la abuela Misia se frotaba el trasero contra la placa de la estufa y preguntaba, alargando las sílabas al estilo lituano: «¿Y por qué, señora mía, está enamorado?». Siempre el mismo: «¿Y por qué?», como si fuera insuficiente el hecho de que la gente ama, desea y sufre. Se encogía de hombros enfadada, hablaba de sus «costumbres paganas»: pero Tomás no se ponía de parte de la abuela Dilbin, porque adivinaba que era débil, a pesar de toda su bondad. Ella se lamentaba de que Tomás creciera a su aire, mal cuidado, como un animalito salvaje. Pero, con estas opiniones lo malcriaba, ya que hasta entonces le había parecido natural coserse los botones, con el hilo y la aguja de Antonina; en cambio, ahora pedía ayuda para cualquier cosa, porque ya tenía a alguien que se ocupaba de él y estaba a su servicio.

Las espaldas redondeadas de la abuela Dilbin y las venitas de sus sienes, ocultaban una evidente fragilidad. Descubrió que por muy temprano que entrara en su habitación, a las seis o a las cinco, siempre estaba sentada en su cama rezando en voz alta, casi gritando, con la mirada perdida, los ojos llorosos y dos húmedos chorritos surcando sus mejillas. La abuela Misia dormía en invierno hasta las diez, y, una vez despierta, permanecía aún largo rato desperezándose como un gato. De noche, en la habitación de la abuela Dilbin, se oían pasos hasta muy tarde. Paseaba fumando cigarrillos. Las pisadas monótonas que resonaban en la casa adormecían a Tomás. Durante el día, para pasear por el jardín, la abuela nunca salía sola; él tenía que acompañarla, porque padecía vértigos: se detenía en medio del sendero, con los brazos estirados y gritaba que estaba a punto de caerse, que la sostuviera. Cuando, una vez, salieron a dar un paseo en el carruaje tirado por caballos, en el punto donde el camino pasaba junto a un precipicio, cerró los ojos y, momentos después, preguntó si ya se habían alejado del peligro.

Tomás sentía la tentación de darle disgustos y ponerla a prueba. Durante el paseo, cuando lo llamaba para pedirle que la cogiera del brazo, no contestaba en seguida, se escondía detrás del tronco de un árbol y en general se las arreglaba para poder arrancarle a aquella bolita sonrosada alguna queja temerosa: «¡ Ay de mí!».

21

La hija del conde von Mohl se casó con el doctor Ritter: tuvieron seis hijas, y la más pequeña, Bronislawa, pasó a ser con el tiempo la abuela Dilbin. De aquella época de calor, amor y felicidad, anterior a su decimoctavo cumpleaños, guardaba en su cofre cuadernos escritos con letra menuda. Entonces, escribía versos. Unas cuantas flores secas perduraron más que los seres a quienes había querido.

Konstanty tocaba muy bien el piano, cantaba con voz de barítono, y, en todas las fiestas juveniles de Riga, recitaba con gran éxito poesías patrióticas. Pero a los padres no les gustaba, era demasiado joven, demasiado irreflexivo y, además, no tenía un céntimo. Poco después de romper con él, apareció un nuevo pretendiente, y Broncia conoció las primeras noches de llanto en soledad y del terror que se experimenta cuando se sabe que todo nuestro destino está en juego. Arturo Dilbin, entonces ya no muy joven, a decir verdad más bien maduro, era considerado un hombre reposado y, además, le rodeaba el nimbo del martirio. Sus propiedades le fueron confiscadas por su participación en el levantamiento, pero tenía la vida asegurada como administrador de las propiedades de unos parientes suyos. Lo aceptaron, y Broncia abandonó la ciudad de su juventud para instalarse en una lejana campiña, entre problemas con la servidumbre y cuentas domésticas, en las silenciosas veladas, bajo la pantalla de una lámpara detrás de la que Arturo fumaba su pipa.