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Las pieles se relacionaban en la casa con uno de los amores de Tomás. Cierto día, en otoño, llegó Baltazar, le dijo que le había traído un regalo y que bajara a verlo al carro. Allí, sobre un lecho de paja, había una jaula de varitas metálicas y, dentro, un búho real.

Naturalmente la abuela Surkont protestó, porque aquel pajarraco ensuciaría la casa, pero el búho se quedó. Baltazar lo había recogido cuando todavía no sabía volar y lo había criado. No era demasiado salvaje, se dejaba coger por debajo de la barriga y, entonces, piaba con voz fina, como un pollo. Por eso, Tomás lo llamó Cuícuí. Parecía increíble que pudiera salir de él aquella voz. Aunque no mucho mayor que una gallina, de una punta a la otra de las alas era más largo que Tomás con los brazos abiertos; el pico encorvado y potente, y las garras de un asesino. Tomás se dedicó a buscarle ratones en todas las ratoneras. Cuícuí sostenía la carne entre las garras y la despedazaba con el pico. Lo abría amenazadoramente cuando Tomás acercaba la mano a su jaula, pero nunca le pilló un dedo. Al atardecer, Tomás lo soltaba en la habitación. Un vuelo silencioso, una corriente de aire, nada más. En el centro, dejaba caer un húmedo montón de estiércol que se esparcía con un chapoteo (había que secarlo corriendo con un trapito para no irritar a los mayores) y, subido en la estufa, ululaba con voz profunda. Cuando ya había volado lo suficiente, volvía a la jaula.

Tenía el plumaje suave, los ojos anaranjados con destellos dorados, y movía la cabeza de arriba abajo como un miope cuando quiere leer una inscripción. Tomás le cogió afecto y observó muchas de sus costumbres. Si lo ponía sobre la alfombrita de alce, su comportamiento era tan divertido que uno tenía que reírse a carcajadas: le cogían como unos espasmos nerviosos, las garras se cerraban solas y parecía como si estuviera amasando, ora con una pata ora con la otra. El contacto con aquella piel de pelo corto evocaba sin duda el recuerdo de todos sus antepasados, que destrozaban ciervas y liebres. En cambio, colocado sobre la piel de oso, no ocurría nada particular.

A Tomás le hubiera seguramente dado vergüenza confesar alguna que otra asociación de ideas, que no quedaban muy claras en su mente. Así, por ejemplo, pensaba en todo lo que tiene pelo, en general. ¿Por qué, como le habían explicado, levantaba los brazos sentado en aquella piel? ¿Por qué todos consideran que los osos son unos animales tan simpáticos? ¿No será, acaso, porque son tan peludos? Magdalena, aquel día en el río. Y el búho, al sentir aquellos espasmos, ¿no sentía acaso lo mismo que él, aquel escalofrío durante el sueño? Identificándose hasta cierto punto con el búho, transformándose en él cuando daba saltos sobre el alce, le hubiera faltado poco para preguntarle si también sentía deseos de desgarrar a Magdalena, o si aquello tan dulce que sentía era porque ya había muerto. Si no se lo preguntó, tanto mejor.

Los pollos también pían, pero son lo que son. En cambio, en la naturaleza del búho había aquella duplicidad: indefenso, confiado, su corazón late bajo los dedos y sus patas cuelgan, desgarbadas; los párpados cubren sus ojos de abajo arriba cuando se le rasca detrás del oído. No obstante es el terror de los bosques por la noche. ¿Y si no fuera, como dicen, un bandido? Pero, si lo fuera, es como si eso no cambiara en nada su naturaleza íntima. Quizás todo Mal conlleve en sí la indefensión: era tan sólo una sospecha, apenas la sombra de un pensamiento.

Cuando llegó tía Helena, en primavera, y vio el búho, se puso a cuchichear con la abuela Surkont. Decidieron venderlo, porque los cazadores pagarían bien por éclass="underline" lo colocan en lo alto de un palo y se esconden en una cabaña cubierta de ramas; desde allí, disparan contra toda clase de pájaros que bajan para picotear al búho. Tomás aceptó el veredicto sumisamente, como comprendiendo que no hay que alargar los amores más allá de su término. Pero del dinero prometido no vio ni un céntimo.

29

Cuando iba a la biblioteca se ponía la pelliza, porque allí no había calefacción y se le quedaban las manos amoratadas cuando rebuscaba entre los viejos pergaminos con la esperanza de encontrar algo sobre animales o plantas. Acostumbraba a llevarse unos cuantos tomos y corría a sentarse en algún lugar caliente para hojearlos. Uno de esos libros tenía el título escrito en letras retorcidas como serpientes y, con dificultad, pudo deletrear: De la Sociedad que usa la espada, pero no pudo seguir, de modo que fue a ver al abuelo para que le dijera de qué trataba el libro. El abuelo se colocó las gafas y empezó a leer despacio aquel texto escrito en polaco antiguo: «Profesión de Fe de la Hermandad de Nuestro Señor Jesucristo / en Lituania /, recogida y resumida conforme las Sagradas Escrituras, ítem, defensa de esta comunidad contra todos sus enemigos, escrita por Simón Budne. Y también, clara demostración, según las Sagradas Escrituras, de que un cristiano puede tener como siervos a hombres libres y no libres, mientras haga uso de ellos en el temor de Dios. Año del nacimiento del Señor 1583».

Golpeó con la funda de piel de las gafas la cubierta polvorienta del libro y fue pasando las hojas. Al final, carraspeó.

– No es un libro católico. Ves, hace muchos, muchos años, vivió aquí Jerónimo Surkont. Seguramente este libro era suyo. Él era calvinista.

Tomás sabía que eso de «calvinista» servía para designar a alguien muy malo y que era incluso un insulto. Pero esa gente sin Dios, que no iba a la iglesia, sino a kirches, pertenecía al mundo lejano de las ciudades, los ferrocarriles y las máquinas. ¿Cómo, aquí, en Ginie…? Apreció el honor de haber sido admitido a compartir semejante secreto.

– ¿Era un hereje?

Los dedos del abuelo guardaron las gafas en la funda. Miraba la nieve detrás de la ventana.

– Hum, sí, sí, un hereje.

– ¿Y ese Jerónimo Surkont vivía aquí?

Parecía como si el abuelo despertara de un sueño.

– ¿Si vivía aquí? Seguramente, pero sabemos poco de él. Solía pasar largas temporadas en Kiejdany, junto al príncipe Radziwill. Los calvinistas tenían allí su comunidad y su escuela.

Tomás intuyó en el abuelo una especie de reserva, o resistencia, esa habilidad que tienen los mayores para, al hablar de ciertas personas de la familia, hacerlo a media voz, o callarse cuando uno entra de pronto en la habitación. Era imposible imaginar los rostros de aquellas personas, se perdían en la sombra, como en los retratos ennegrecidos: apenas si la línea de una ceja, o la mancha de una mejilla. Sus culpas, lo suficientemente graves como para que los mayores se avergonzaran de ellas, los tiempos en que vivieron y los grados de parentesco, todo eso se desvanecía en susurros, o en amonestaciones por suscitar temas que no eran de su incumbencia. Aquella vez, en cambio, todo fue distinto.

– Una rama de los Surkont es alemana. Precisamente la de Jerónimo. Hace casi trescientos años, en el año 1655, llegaron aquí los suecos. Entonces, Jerónimo se pasó al bando del rey sueco, Carlos Gustavo.

– ¿Fue un traidor?

El abuelo tenía costumbre de pellizcarse entre dos dedos la punta de su nariz surcada de venitas violetas y, cuando súbitamente la soltaba, producía un sonido parecido a un tj, tj.

– Sí, lo fue -y otra vez el tj, tj-. Sólo que, si hubiera luchado contra los suecos, habría también traicionado al príncipe a cuyo servicio estaba. De todos modos habría sido un traidor. Radziwill se alió con Carlos Gustavo.

Tomás frunció las cejas y se quedó meditando sobre aquel complicado dilema.

– Así que el culpable fue Radziwill -sentenció al fin.

– Sí, así es. Era un hombre lleno de orgullo. Creyó que recibiría de Carlos Gustavo el título de Gran Duque y que así dejaría de ser vasallo del rey polaco. Hubiera podido reinar sobre Lituania y obligar a todos a aceptar la religión de Calvino.