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De los pocos datos que poseemos, puede deducirse que, en el debate que, desde hacía muchas décadas, dividía a los Hermanos, él había optado por la herencia dejada por Petrus Gonesius. Esto significaría que, si bien había puesto en Jesucristo las esperanzas de salvación de su alma («Soy como un perro sarnoso ante la faz del Señor, mi Dios», se pudo descifrar en uno de sus libros), sostenía no obstante que Cristo no era consubstancial con la divinidad del Padre, que el Logos, la palabra invisible, inmortal, se hizo carne en el seno de una virgen y que del Logos tomó Cristo su principio. Así pues, la naturaleza humana de Cristo lo impregnaba de temor, de agradecimiento y de dulzura, pero no como los que rehusaban adorarle, que no veían diferencia alguna entre Jeremías, Isaías y Jesús, y que se apoyaban más en el Antiguo Testamento que en el Nuevo.

Pero ¿qué ocurrió con el escrito de Gonesius, De primatu Ecclesiae Chrtstianae, al que seguramente estudió, y con los escritos de sus sucesores? Jerónimo Surkont no podía despreciar sus argumentos en otro ámbito, en el práctico, aquellos argumentos que tanto revuelo armaron en los sínodos lituanos, pues todo lo que pedían estaba fuertemente apoyado en los Evangelios. ¿Acaso no ha sido dicho: «Si alguien te abofetea en la mejilla, ofrece la otra; y al que quiera quitarte la túnica, déjale también el manto»? ¿No ha sido dicho: «Dejad los muertos sepultar a sus muertos, y tú sígueme y explica el reino de Dios»? ¿No ha sido dicho: «El que me escucha y no pone mis palabras por obra es semejante al hombre que edificó su casa sobre la arena: bajaron las aguas, se estrellaron contra la casa y ésta cayó con gran estruendo»? Los judíos, los griegos, los esclavos y los señores deben ser todos iguales y todos hermanos. El cristiano no mancha sus manos de sangre y se quita la espada del cinto. Otorga la libertad a sus súbditos, vende sus posesiones y reparte el dinero entre los necesitados. Sólo así se hace digno de la salvación y sólo en esto se distingue de los infames, cuyos actos contradicen sus palabras.

La época de la que hablamos fue posterior al período en que los sínodos lituanos desecharon tan desconsideradas exigencias, hecho que provocó amargos debates con los Hermanos polacos. Es de suponer, pues, que Surkont basaba sus argumentos en el Antiguo Testamento y en ejemplos suministrados por la experiencia. ¿Liberar a los esclavos? (Vivían realmente en una opresión y miseria enormes.) Pero ¿y si se aprovechara esa libertad tan sólo para volver al paganismo, a la barbarie y a los desmanes? En los tiempos en que Rekuc fue jefe del distrito de Samogitie, se hizo una tentativa de este tipo, pero se desperdigaron todos por los bosques, de donde salían tan sólo para robar y matar. Y, ya más cerca de nosotros, aquella rebelión de campesinos, resucitando a antiguos dioses, que también se dejó sentir tan cruelmente entre los señores del valle del Issa. ¿Deponer la espada? Los seguidores de Gonesius no escogieron para pregonarlo un momento demasiado oportuno: en aquel tiempo, en el Este, más allá del Dniéper, había una guerra casi ininterrumpida contra Iván el Terrible. Fueron vencidos por minoría de votos en los sínodos y, desde entonces, no han vuelto a levantar cabeza.

Pero, Carlos Gustavo alzó la espada y fundó el imperio de todos los protestantes. Nadie sabrá cuáles fueron las dudas de Jerónimo Surkont, cómo fueron los momentos en los que tomó su decisión. Su príncipe les abría una perspectiva de grandezas. Los lituanos, decía, al igual que ahora dependen del rey polaco, podrían depender del rey sueco y, con su ayuda, podrían arrancar las tierras y las almas a los papistas. Podrían llevar la luz hacia Oriente y hacia el Sur, hasta la misma Ucrania, a todas aquellas tierras en las que oscuros popes cuentan aún historias sobre el santo Bizancio, pero ya no saben el griego y engañan al pueblo. Además, no quedaba otra salida: la invasión de los jesuítas, sus ingeniosos métodos para atraerse las mentes de la gente, sus teatros, sus escuelas, cada año hacían disminuir el número de fieles, la chusma estudiantil en Vilna profanaba los santuarios y atacaba los cortejos fúnebres. Un poco más y no quedaría en Lituania ni rastro de la Reforma. El príncipe jugaba la última carta al servicio de la fe y, al mismo tiempo, de su vocación de protector de la fe. Y, como meta lejana, sí: la corona. Y, quién sabe, quizás también los ejércitos sueco, lituano y polaco a las puertas de Moscú.

Hay también motivos para creer que le impulsaba no sólo la lealtad para con el príncipe, sino también el desprecio por la alborotada masa de señores de la nobleza, a quienes los curas incitaban a una guerra santa contra los herejes. Los consideraba puros elementos, llevados por la ceguera del instinto, incapaces de razonar fríamente y de leer las Sagradas Escrituras.

Fiel hasta el final, vivió experiencias terribles: las dudas de los que parecían más seguros después de los primeros fracasos, la lucha fratricida, el país devastado por los ejércitos y la despreocupación del aliado que se entregó al pillaje. El príncipe murió cuando los papistas se apoderaban de la fortaleza, la última. Era obligado proceder al recuento de la propia derrota: es el momento en que cada hombre repite las palabras de Cristo: «Señor, ¿por qué me has abandonado?», y la voluntad y el orgullo se desvanecen en la nada.

Esperemos que las Escrituras le sirvieran de consuelo. Y quizás también el recuerdo de su propio mártir antitrinitario, cuya cabeza se vio envuelta por una corona de paja impregnada en azufre, su cuerpo amarrado a un poste con una cadena y su libro, atado a un pie, en espera de las primeras llamas. La descripción exacta de la muerte de Servet ha llegado hasta nuestros días gracias a los hermanos en la fe de Jerónimo Surkont, de las comunidades polacas y lituanas. Ellos copiaron el manuscrito, que más tarde desapareció, Historia de Servelo et eius morte, cuyo autor fue Petrus Hyperphragmus Gandavus.

No, el destierro no puede compararse a la tortura del cuerpo.

Pero Surkont conoció las torturas del alma, el estigma de la traición, y sopesaba sus actos sin jamás alcanzar la certeza de haber obrado como era debido. De un lado, su deber hacia el rey, hacia la res publicae y hacia el príncipe, quien admitía sus diferencias teológicas. Del otro, su repulsión hacia los papistas y su aversión hacia los invasores, a los que, no obstante, tenía que desear éxitos y no derrotas. Considerado hereje por los católicos, fue también un renegado apenas tolerado por los protestantes. Realmente, no le quedaba sino repetir: «Soy como un perro sarnoso ante la faz del Señor, mi Dios».

Se ha sabido, por casualidad, que el último descendiente de Jerónimo, el lugarteniente Johann von Surkont, estudiante de teología, cayó en el año 1915, en los Vosgos. Si yace en la ladera oriental, allí donde las apretadas hileras de cruces, que, de lejos, parecen viñedos, descienden hacia el valle del Rhin, hoy todavía los vientos secos que soplan desde su Lituania familiar deben peinar la hierba sobre su tumba.

31

En Ginie, la apicultura era la ocupación de Helena Juchniewicz, tía de Tomás. Siguiendo una antigua costumbre, aunque era de la familia, recibía parte de la miel y de la cera por cuidar de las colmenas. Cuando venía a casa, empezaba por sacar todos los utensilios de un armario especial y se vestía. Se abrochaba las mangas junto al puño con un imperdible y se ponía una máscara en la cabeza: una especie de cesta de muselina verde. Pocas veces la picaban las abejas, y no siempre usaba guantes. Tomás era el encargado de recoger brasas en la cocina para el fumigador de hojalata con mango de madera: se echaba serrín sobre las brasas y había que moverlo mucho rato para que se encendiera. Con su máscara, con el cuchillo y el cubo en una mano y el fumigador humeante en la otra, parecía… uno trataba de encontrar a qué se parecía, pero era difícil. De todas maneras, Tomás la miraba embobado cuando la veía caminar por la avenida, llena de entusiasmo, en dirección al colmenar. Al volver, cogía leche cuajada de una vasija con la que empapaba un trapito que aplicaba sobre los puntos en los que la habían picado las abejas. Cuando llegaba el momento de sacar la miel, Tomás daba vueltas a la centrifugadora: un recipiente grande de metal que giraba sobre un palo; entonces, fluía la miel de los enmarcados paneles.