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Entre las dunas, Tomás recogía verbascos, demasiado largos para caber en un herbario, que él doblaba en zigzag. Y naturalmente buscaba con especial interés aquellas flores que, según el libro, eran más raras. Precisamente por su rareza, apreciaba en particular el calderón (Trollius) que crecía entre los robles junto al cementerio; era una especie de ranúnculo grande, parecido a una rosa amarilla.

Ayudaba al abuelo a cuidar los arriates que se extendían a lo largo de la pared, a ambos lados de la terraza. Escardaba, trasplantaba y traía agua del estanque. Se bajaba a la pasarela por unos peldaños hechos de tepes sostenidos con tacos de madera. Había que pasar primero por la portezuela (nadie sabe por qué estaba allí) de la pequeña empalizada, invisible bajo el lúpulo y la centinodia. Sumergía la regadera en una capa de lentejas acuáticas, y las ranas verdes, que al verle habían saltado al agua asustadas, se quedaban inmóviles junto a los palos que flotaban en el centro. Luego, volvía con la regadera llena, jadeando un poco porque estaba lejos, y contemplaba al abuelo mientras regaba, pensando en cuánto le duraría el agua. Al atardecer, olían fuertemente las menudas estrellitas de color gris azulado de la matiola, que bordeaban los dos parterres. El abuelo cultivaba sobre todo alhelí-sus flores adquieren las profundas tonalidades del terciopelo- y asters, que florecen hasta bien entrado el otoño, cuando comienza a cubrirlos la escarcha.

La reseda parece insignificante y no es especialmente bonita, pero Tomás la colocaba entre sus preferencias, porque, al igual que la orquídea silvestre, despierta el deseo de adentrarse en su olor y es lástima que sea tan pequeña: una reseda del tamaño de una col sería una maravilla aromática.

Como la abuela Misia consideraba que la enfermedad forma parte de aquellos males que no pueden sucederle a una persona normal, nadie aprovechaba las cualidades curativas del mundo vegetal. Aunque a la antigua despensa se la seguía llamando «la botica», nadie guardaba medicinas en sus cajoncitos, excepto unas flores de árnica, para aliviar los golpes, y frambuesas secas, que el abuelo tomaba en infusión para sudar cuando estaba resfriado. Tomás, quien a menudo comparecía lleno de golpes y rasguños, sabía que el mejor remedio eran las hojas de la abuela; aplicaba una de ellas sobre la herida y lo cubría todo con un trozo de tela. Si no se curaba, Antonina ensalivaba un trocito de pan y lo amasaba con telarañas: esto siempre daba buen resultado. La abuela Dilbin introdujo el uso del yodo, pero a Tomás no le gustaba porque escocía.

Las aficiones botánicas de Tomás no duraron más allá de una temporada. El herbario, concebido para convertirse en una obra monumental sobre la flora, adquiría siempre menos ejemplares nuevos, y las cartulinas suplementarias resultaron inútiles. Su atención había empezado a desviarse hacia los pájaros y los animales, hasta que se olvidó de todo lo demás. El cambio se produjo gracias a tía Helena, aunque es difícil precisar si su papel habría de reducirse al cumplimiento de los destinos del sobrino. Además, quien importa ahora no es tía Helana, sino el señor Romualdo.

32

Romualdo Bukowski, en camisa y calzoncillos, terminó por la tarde de segar el trébol, dejó la guadaña junto a la cuneta y fue a bajar al riachuelo. Descansó unos minutos, se desnudó y, con el agua hasta la rodilla, se lavó a conciencia; al inclinarse, le colgaba, bamboleando, el cordoncito negro con la medalla. Se enjabonó con satisfacción la barriga hundida y los muslos: aún no se sentía viejo. Volvió a ponerse la ropa sobre el cuerpo mojado y se dirigió hacia su casa, a través del huerto, con la guadaña al hombro. Barbarka, que traía una vasija llena de leche cuajada de la fresquera, le propinó un codazo debajo de las costillas: en público, no se permitían estas familiaridades. El le correspondió con una sonora palmada en el trasero, a lo que ella se puso a chillar diciendo que le haría tirar la leche.

Los perros ladraban en el corral, y, como se sentía de buen humor, Romualdo fue a buscar el cuerno de caza que colgaba de la pared, debajo de la escopeta y las fustas, cuya empuñadura terminaba en una pezuña de cierva. Volvió a la terraza con el cuerno y sopló: los perros comenzaron a gemir y llorar, reclamando libertad y cacerías. Luego, ya en su alcoba de solterón, abrió un cofre y se afeitó ante un espejito (tenía la barba dura y oscura) y se peinó el bigote. Su rostro enjuto estaba quemado por el sol, y unos hilitos blancos asomaban en el negro bigote, pero eso no le importaba.

Se puso las botas de caña alta y brillante, y se abrochó bajo la barbilla el cuello de la chaqueta color azul marino. «¿Adonde va?», preguntó Barbarka. «Y a ti ¿qué te importa? Más vale que me traigas algo de comer, en vez de tanto charlar.» De entre unas correas amontonadas en un rincón sacó dos sillas de montar: «Corre, llama a Pietruk y dile que ensille a Kary y a Kasztanka». Compareció Pietruk con sus pecas, rascándose, como tenía por costumbre, por el agujero de los pantalones; Romualdo le siguió para asegurarse de que las cinchas quedaran bien ajustadas. Montó ágilmente a Kary, las ruedas de las espuelas tintineando, y condujo al otro caballo de la brida. Tras atravesar la pequeña hondonada, empezó a subir por el pedregoso caminito que atraviesa el bosquecillo. Súbitamente, un grévol arrancó el vuelo, el hombre se recostó sobre el cuello del caballo y esperó a ver dónde se posaría.

En el dedo de Romualdo, brillaba un anillo con escudo, pero no de oro, sino de hierro. La casaca era de paño casero, teñido de oscuro. Los príncipes Radziwill, ya a principios del siglo dieciséis, atraían colonos al valle del Issa, y los Bukowski, procedentes del lejano Reino, llegaron con sus carros encapotados, tras atravesar bosques, vados y zonas despobladas, y se quedaron en aquellos bosques inmensos. Estos hombres corrieron distintas suertes. Muchos de ellos quedaron tendidos en los campos de batalla contra los suecos, los turcos y los rusos, batallas próximas o lejanas a los lugares donde se habían establecido. Algunas ramas de la familia Bukowski se habían empobrecido, convirtiéndose en artesanos o campesinos. Pero Romualdo conservaba las tradiciones. Su padre administraba una hacienda propia cerca de Wedziagola; luego, vinieron las particiones, las ventas, las compras y se trasladaron allí. Perdieron su fortuna, pero lo que se es no depende del dinero que se tiene.

Después del bosquecillo, el camino baja hacia unos prados entre un laberinto de cercados hechos de ramas secas sostenidas con varas de madera. El brocal del pozo, los tejados de las primeras viviendas; cuando pasó frente a la casa, ambos se saludaron con un gesto de la mano.

Masiulis, el brujo, estaba sentado de espaldas contra la pared, fumando su pipa. No se tenían mucha simpatía. Poseía tanta tierra como Romualdo, pero ¡vaya vecino!, campesino y lituano por más señas. Acompañó al jinete con una mirada oblicua de sus ojos entornados, aspiró una bocanada de humo, tosió y escupió.

Era un hermoso atardecer. Quedaba aún algo de claridad, que se volvía ligeramente rosada detrás de la negra masa del horizonte, claramente delimitado por las afiladas copas de los abetos; en lo alto, la oblea de la luna y el lejano eco de la melodía de un pastor que tocaba una larga tuba de madera, cubierta de corteza de abedul. Puso el caballo al trote. La tierra ondula, no se piensa en nada, tan sólo se siente la alegría del movimiento, la alegría de la pierna que percibe el calor y la belleza del animal. Pronto, aparecen los pastos llanos y los campos cultivados; a un lado, la mancha oscura del parque y, más allá, en un espacio vacío, envueltas en una niebla azulada, se dibujan suavemente las colinas al otro lado y por encima del valle del río.