A la linde misma del parque, sentada en un banquito cubierto de blancas barbas de musgo, Helena Juchniewicz contemplaba la luna que iba adquiriendo fuerza por momentos. Había salido para descansar y respirar el aire puro de aquel atardecer estival, y que a nadie se le ocurra pensar que lo hizo para ir de paseo con el señor Romualdo (en tal caso se hubiera puesto pantalones, ¿no es así?). No, en realidad, había olvidado por completo que, así, bromeando, lo había citado; ningún deseo pecaminoso había guiado sus pasos. Cuando Romualdo, que había dejado los caballos atados a un árbol, más abajo, junto al camino, empezó a subir hacia el banco, exclamó: «Oh», sorprendida. La saludó con galantería, inclinándose y besando la punta de sus dedos. Hablaron del buen tiempo, de la hacienda, él le dijo unas cuantas ocurrencias divertidas, y ella rió a gusto. Cuando le propuso un paseo, primero se negó afirmando que había perdido la costumbre de montar y que, además, no llevaba un traje adecuado. Pero, al fin, accedió y puso el pie en el estribo como una amazona nata. «¿Adonde iremos?», preguntó. «Probaremos por allí», señaló él hacia adelante, «¿le parece bien?»
El camino, blanco de polvo, conduce desde Ginie, a lo largo del Issa, donde los campos en terrazas se vuelven siempre más inclinados. Primero, a ambos lados del camino, hay tierras yermas y prados; luego, acosado por una prominencia del terreno, el camino se esconde entre los sauces de la orilla, hasta bifurcar, después de atravesar primero una, luego otra aldea, ante cuyas casas descansan grandes fajos de juncos cortados puestos a secar: para los que van a la otra orilla, hay allí un vado, y aquellos que siguen recto, por el camino más largo, deben subir al monte Wilajna. Una corriente rápida socava y descalza un banco de arena, cubierto, en el centro, por matas de juncos. El vado es cómodo, el agua no llega hasta los ejes de los carros. En otoño y en época de lluvias, es peligroso, los caballos relinchan con voz ronca y avanzan asustados, pero no queda más remedio que fiarse de su instinto, porque es imposible saber qué hay delante. El monte Wilajna, sembrado de grandes rocas y arbustos de enebro que recuerdan oscuras siluetas humanas, cae verticalmente sobre el río, que excava en él un barranco. Desde la cumbre, se vislumbra una espléndida vista sobre aquella cinta azul, allá en el fondo, y las islitas alrededor del vado. Pero el monte, salvaje y solitario, nadie sabe por qué, goza de mala fama.
Todo se había sumergido ya en el silencio. Pasaron por delante de un campo cercado que olía a leche recién ordeñada; se oía el ruido de un chorro de leche cayendo en un cubo y la voz impaciente del ama de casa diciendo: «Eh, Marga», cuando la vaca le daba un coletazo en la cara. Avanzaban casi en la noche, cruzando a veces el haz de luz que salía por la puerta de una casa, y acompañados por los ladridos de los perros detrás de los corrales. El agua en el vado centelleaba y su superficie se rizaba ligeramente. Cuando las herraduras de los caballos empezaron a resonar sobre las piedras de la pendiente del Wilajna, lavadas por las lluvias, Helena acortó las bridas de Kasztanka.
– Algo aquí da miedo.
Él se rió.
– ¿Qué es lo que da miedo?
– Dios nos libre de pronunciar su nombre.
– Yo tengo un sistema para tratar con él.
– ¿Qué clase de sistema?
– Hablarle cortésmente e invitarle a hacernos compañía. Entonces, seguro que no nos hará nada.
– ¡Virgen Santa! ¿Cómo puede usted decir eso? Si sigue así, me marcho.
– Lo decía en broma.
Seguían por el camino empinado, la oscuridad iba haciéndose más densa, un débil vientecillo bailaba entre las hierbas. Se pararon al borde del barranco. Abajo, el río brillaba débilmente. Un pájaro en vuelo pió plañideramente: tiú-tiú-tiú.
Se quedaron inmóviles, el bocado tintineó y Helena suspiró. ¿Era porque estaba bien hacerlo así, o porque suelen elegirse los gestos y los ademanes que pueden hacerse, o porque a veces se desearía que fuese de otra manera?
La Vía Láctea, a la que allí llaman la Vía de los Pájaros, desplegaba en el cielo sus signos luminosos.
33
Como una estatua oscura, como una vertical móvil en el lomo del caballo, así es cómo apareció a los ojos de Tomás el señor Romualdo, con su pequeña gorra con visera azul marino y la fusta colgando junto a la silla de montar, cuando, saliendo de la alameda, llegó cabalgando frente a la terraza. En poco tiempo, se hicieron grandes amigos. En el comedor, sentados alrededor de la mesa, tía Helena le acercaba las mermeladas y el abuelo le preguntaba sobre las cosechas. Pese a todo, Tomás se daba cuenta, por detalles casi imperceptibles en el comportamiento de las abuelas, de que se mantenían las distancias. El señor Romualdo podía venir de visita, pero no pertenecía al mismo mundo. Lo cual no tenía la menor importancia, pues de su persona emanaba un encanto muy particular. Su visita y la conversación acerca de animales presagiaban nuevas maravillas.
Ante todo, Tomás nunca había ido a Borkuny a pesar de que viviera a tan sólo tres verstas y media. Un día acompañó a su tía, quien tenía que ir a ver al brujo con el fin de obtener unos medicamentos para las ovejas y, aprovechando aquella circunstancia, se le ocurrió a ella ir a visitar también al señor Bukowski. Pasada la kumietynia, junto a la cruz, se torcía, no hacia la derecha en dirección a Pogiry, ni por otro camino también a la derecha, y luego, recto, en dirección de la casa de Baltazar, sino a la izquierda, hasta alcanzar la linde del bosque donde, en seguida después de los primeros árboles, se abría un mundo totalmente nuevo; de la colina se bajaba a un pequeño valle, sembrado de bosquecillos, marismas y caminitos de una sola vía que serpenteaban entre la vegetación. La casa y el patio del señor Romualdo aparecían de pronto en el valle, detrás del bosque de abetos. Era un edificio pequeño con columnitas de madera que sostenían la terraza, rodeado de saúcos. Oculto detrás de la casa, estaban el huerto de árboles frutales, los alisos y el pinar de jóvenes pinos, que ascendía en franjas escalonadas hasta los pinos de tronco largo. En el interior, olía a cuero, y, por los rincones, había montones de correas, sillas de montar y arneses; entre esos montones y en las paredes, se hallaba cantidad de objetos poco corrientes -cuernos de caza, pitos, escarcelas y cartucheras. Tomás preguntó para qué servían cada uno de aquellos objetos, y Romualdo le permitió coger una escopeta, tras doblarla para cerciorarse si estaba cargada, pero, al oír el ruido del gatillo, se sobresaltó y le dijo que esto no se hacía: cuando se aprieta el gatillo con el fusil descargado, puede estropearse el percutor. Aquella escopeta era del siglo dieciséis, de calibre mediano; la del doce, con un orificio de cañón muy ancho, a veces va mejor, sobre todo para animales de gran tamaño, y la del veinte, la más pequeña, se usa tan sólo para pájaros menudos. El señor Romualdo la había heredado de su padre, y, aunque vieja, disparaba bien. Adornaba el cañón un dibujito sinuoso, labrado en plata: se trataba de una escopeta llamada damascena.
Una chica joven, de aspecto y ademanes modosos, servía la mesa, cubierta con un mantel. Tomás la miraba embobado, o, como suele decirse, no podía apartar los ojos de ella, seguramente por el color de su piel, de una blancura que, suave y gradualmente, iba transformándose en arrebol a la altura de las mejillas; llevaba una trenza recogida de un tono dorado oscuro, y, cuando una vez lo miró por un instante, fue como un misterioso brillo de intenso azul oscuro. Le pareció notar en aquella mirada un destello de simpatía, pero cuando, más tarde, a la hora de irse, oyó que ella le murmuraba por lo bajo al señor Romualdo: «Szutas» -se refería a él-, pasó mucha vergüenza, pues, en lituano, aquella expresión equivalía a decir que alguien estaba un poco chiflado. Aquel detalle enturbió toda la alegría de la visita, pero, al mismo tiempo, a partir de entonces, deseó aún más volver a Borkuny, por desafío, o para tratar de arreglar algo.