La primera vez que Tomás descubrió las artimañas de que se sirven los hombres para cazar animales salvajes, fue cuando llegó a Borkuny para pasar unos días y ayudar en la recolección de setas. Las mañanas eran claras, el cielo de un color azul pálido, y, en los prados, había algo que no era ni rocío, ni aún escarcha. En el bosque de abetos junto a la casa, había en el musgo tantos níscalos como para llenar cestas enteras. El señor Romualdo se pasó el asa del cesto por el brazo, cogió el fusil por la correa y se puso en el bolsillo de la casaca, colgado de un cordón, un reclamo de hueso, que, como dijo, podría serles útil. Los reclamos se hacen con un fragmento de ala de lechuza o, a veces, con un hueso de liebre, aunque éste no tiene un timbre tan claro. Con él se imita el trino del grevol, si no, no habría manera de descubrirlos; a la más mínima señal de peligro, se arriman de tal forma al tronco que no se les distingue de la corteza. A una señal convenida, Tomás se quedó inmóvil, con el cuchillo rozando a una seta, y, en el silencio sólo interrumpido por la caída de las finas agujas, se oyó un trémulo silbido. Despacio fueron adentrándose en la espesura y en la penumbra del bosque. El señor Romualdo acercó el reclamo a los labios y sopló delicadamente pasando los dedos por los agujeritos. Silencio. El corazón de Tomás latía con tanta fuerza que temía que se le oyera. De pronto el grevol contestó en algún lugar cercano. Un ruido de alas, y, de improviso, sobre la rama de un abeto, vio, en medio de la rojiza oscuridad, una sombra que movía la cabeza en todas direcciones buscando al compañero. El movimiento del brazo fue tan rápido que el eco del tiro resonó a la vez, y, cuando se desvaneció el humo (Romualdo usaba pólvora negra), el grevol yacía inmóvil al pie del árbol, casi confundido con la hojarasca.
Romualdo merecía entrar en el Reino vedado a las personas corrientes. La presencia del animal lo excitaba, el músculo de su mejilla se contraía, todo él se transformaba en una tensa vigilancia, y era evidente que, en aquel momento, nada en el mundo le importaba más que aquello. Su sirvienta, Barbarka, era ya otra cosa: pertenecía al mundo de los adultos, ¡lástima, tan bonita y con un aspecto tan infantil! Debería entristecernos el ver cómo viven las personas, indiferentes a lo que es realmente importante; no se sabe, a decir verdad, con qué llenan sus vidas. Seguramente se aburren. De todos modos, Barbarka dedicaba mucho tiempo a cuidar el jardín: había llgado a cultivar flores hermosísimas, cuadros enteros de reseda, esbeltas malvas y ruda, cuyo olor verde sabía conservar durante todo el invierno. Para ir a la iglesia, se adornaba el pelo con ella, como todas las jóvenes. Pero aquellas miradas suyas, tan rápidas, llenas de curiosidad, como si ponderara los hechos siguiendo un pensamiento secreto, pertenecían a una persona extraña y adulta. Tomás le perdonó su primera ofensa y, desde entonces, simuló no fijarse en ella, aunque le molestara su aire de indulgencia, como si considerara, por ejemplo, que limpiar una escopeta no era más que un juego de niños. Si hubiera podido oír de sus labios una sola palabra de admiración, o respeto, pero no lo conseguía. Ante las presas que traía de sus expediciones contra las víboras, expresaba siempre, repugnancia, exclamaba «ex» y movía las comisuras de los labios en una especie de risita, como si aquella ocupación fuera poco menos que indecente.
35
Romualdo tenía cuatro perros: tres perros rastreros y uno de muestra. El negro Zagraj, de cejas amarillentas, ladraba con voz de bajo. Ya maduro, apreciado por su tozudez y su resistencia, compensaba con estas cualidades su deficiente olfato. Si perdía el rastro, en vez de correr a uno y otro lado sin rumbo, se ponía a trazar círculos según un plan razonado. El tenor Dunaj, parecido a Zagraj, aunque más delgado, no merecía mucho respeto, porque su actuación era de lo más irregular. Tan pronto, un día, merecía los máximos elogios, como, al día siguiente, no servía para nada; su celo estaba estrechamente relacionado con su estado de ánimo, y más de una vez sólo marcaba el paso como si dijera: «Puedo cantar, pero que busquen los demás, hoy me duele la cabeza». Lumia, la perra amarilla, de raza perdiguera, poseía un olfato infalible y un gran entusiasmo; era un compendio de virtudes. El brillo de sus ojos dorados adquiría tonalidades violeta y azules. Apoyaba amorosamente sus hermosas patas en el pecho del señor Romualdo cuando quería lamerle la cara. Los tres perros pasaban el verano aburridísimos, atados con cadenas, porque si los soltaban eran capaces de organizar su propia cacería, pasándose la presa del uno al otro. Las telarañas otoñales en los caminos anunciaban su liberación, mientras que para Karo, el pointer, empezaba la época de las meditaciones junto al hogar, cuando, con el hocico bajo la cola, aspiraba su propio olor.
Durante toda la semana, anterior a aquel domingo, Tomás contó los días. El sábado, fue a Borkuny con tía Helena, quien volvió por la tarde, dejándolo a él para que pasara la noche. La excitación le impedía estar quieto, la sábana se le bajó a los pies y la paja le picaba, pero, por fin, con el calor y el peso de la pelliza que le cubría, acabó por quedarse dormido como un tronco. Le despertaron en la oscuridad apenas grisácea unos ligeros golpes en la ventana. Eran Dionisio y Víctor con la cara pegada al cristal. Entraron, bostezando. Barbarka, medio dormida, con los cabellos sueltos cayéndole por la espalda, entró con una lámpara de cristal ahumado, encendió el fuego en la cocina y se puso a freír buñuelos de patata. Afuera, había una espesa niebla, y gruesas gotas caían de las ramas a la terraza.
Con el desayuno, los hermanos tomaron un trago. Víctor reclamaba: «Bagagga, eggega ga goguiga», lo que quería decir: «Barbarka, enseña la rodilla»; es la costumbre, trae suerte, pero ella le sacó la lengua. Los perros estaban locos de alegría; los ataron con traillas. A Tomás le tocó Dunaj y tuvo que retenerlo con todas sus fuerzas para no correr, pues el perro tiraba violentamente de la correa. Bajaron por un caminito hasta el río, lo atravesaron y se adentraron en el bosque que era propiedad del gobierno. Romualdo estaba en buenas relaciones con el guarda, y éste le dejaba cazar oficiosamente.
Reinaba el más absoluto silencio, la niebla iba escampando, y de ella surgían la abundante vegetación aun mojada por el rocío y las plantas rojizas que bordeaban el sendero. El eco del cuerno de caza que el señor Romualdo se había llevado a los labios, sonaba a lo lejos; al tocar se le hinchaban las mejillas y los ojos se le inyectaban de sangre. Cuando Tomás lo intentaba, conseguía extraerle algunos sonidos, pero jamás armonizarlos en una melodía.
Los olores del otoño… Es imposible explicar de dónde proceden, ni de qué extrañas mezclas están compuestos: la putrefacción de las hojas y de las pinochas, la humedad de los blancos hilillos de los talos, en el mantillo, bajo los viscosos ramojos de los que salta la corteza. Llegaron al punto idóneo para la caza: pequeños calveros atravesados por el cepillo de los pinos jóvenes, un claro entre los abetos, desde allí, en diagonal, otro que volvía a desaparecer en el bosque, liso como una carretera, cubierto de musgo, con un caminito en el centro. La presa suele observar fielmente sus costumbres. Cuando se asusta, traza en su huida un círculo, procurando eludir a sus seguidores hasta llegar a uno de los caminos que recorre a diario. Por el ladrido de los perros, el cazador sabe adonde se dirige, debe intuir el recorrido elegido por la presa y llegar a tiempo. La atención del animal está tan concentrada en los perros que le persiguen, que no espera el peligro que le viene por delante y se encuentra de frente con el hombre.