Tomás no llevaba escopeta y asistía tan sólo como aprendiz de poca categoría. Tenía que seguir siempre a Romualdo. Soltaron los perros, impacientes, que de inmediato se hundieron en el espesor del bosque. Zagraj pasó junto a ellos, husmeando, y les miró con expresión interrogante. «Tú, Dionisio, ve al claro que linda con el bosque», dijo Romualdo. «Tú, Víctor, ve al Prado Rojo, Tomás y yo nos quedamos aquí.» Los dos chicos se alejaron, los árboles pronto ocultaron sus espaldas de las que sobresalía el cañón metálico de la escopeta. «Ya verás cómo Lutnia arranca la primera», afirmó Romualdo.
Un pájaro carpintero golpeaba el tronco de un árbol, se oía rascar una corteza. De pronto, a lo lejos, oyeron la aguda voz de un perro: «Ay, ay». «¿No te lo decía? ¡Es Lutnia!». Silencio. Y otra vez: «Ay, ay». «Está buscando, el rastro no es claro, tendrá que trabajar un poco más.» Entonces, Tomás oyó por primera vez en su vida el concierto de los perros rastreros. «Guau, guau, guau, guau», se oía ahora seguido. Al instante, se le añadió una voz: «¡Dunaj!», gritó Romualdo. Se quitó la escopeta del hombro. Potente, a cortos intervalos, se oía la voz de Zagraj. Tomás jamás había imaginado que de las gargantas de los perros pudiera salir semejante música, que resonaba en algún punto lejano del bosque, verdadero coro atenuado por la distancia. «Están acosando a una liebre. Pero no aparecerá por aquí. Vamos, Tomás, en marcha», y Tomás echó a correr detrás de Romualdo a paso ligero, pero, de pronto, sintió que se le cortaba el aliento y apenas si podía seguirle. Una vez en el calvero, torcieron a un lado, por el avellanar, en dirección al barranco, luego siguieron por el fondo del barranco para volver a subir hasta el talud. «Aquí.» Romualdo le señaló un pino bajito detrás del cual tenía que apostarse, mientras él se quedaba en el centro, esperando, con el cuello tenso y el fusil preparado para disparar, inmóvil. El talud, cubierto aquí de pinocha, se inclinaba suavemente hacia una verde hondonada bien visible y, detrás de ella, otra vez una franja clara entre las paredes de árboles. El coro de los perros estalló de pronto a su izquierda, en una mezcla de deseo, obstinación y ferocidad, y enmudeció de pronto. Ay, ay, gemía de nuevo Lumia acosando aún.
No pasará… ¡Aquí está! A Tomás le pareció enorme, casi roja sobre el fondo verde, cuando apareció de pronto en la hondonada frente a ellos. Tomás abrió la boca y, por un instante, se alegró de no ser él quien disparaba. El desasosiego que sintió mientras aquello se acercaba y crecía era superior a sus fuerzas y, así, con la boca abierta, le sorprendió el disparo. La liebre recibió como una sacudida, dio una voltereta en el aire, y de inmediato sus patas se agitaron en convulsiones. Tomás la alcanzó el primero. Romualdo volvió a colgar del hombro el fusil y se acercó despacio, sonriendo. No, en realidad, los primeros en llegar fueron los perros. Dunaj la zarandeaba y levantaba hacia Tomás el hocico lleno de pelo. Romualdo sacó una navaja, cortó las patas traseras y las echó a los perros, mientras acariciaba a Lutnia en recompensa por el buen trabajo. Encendió un cigarrillo. «Este Dunaj, si la encuentra herida y no llegas a tiempo, es capaz de comerse media liebre», dijo.
Tomás preguntó a Romualdo como podía saber dónde tenía que detenerse. Éste se rió: «Hay que saberlo. Si la acosan por aquel lado» y señaló el avellanar del barranco, «y la presa ha dado la vuelta por allí» y señaló hacia la izquierda, «no tiene más opción que salir por aquí. Siempre vuelven adonde tienen su madriguera».
Tocó el cuerno para llamar a Dionisio y Víctor. Se sentaron en unos troncos. Un sol blanquecino trataba de abrirse paso entre las nieblas. Tomás preguntó qué clase de animales podrían encontrar todavía. Gamos y, a veces, zorros, pero no ocurre con frecuencia, son demasiado astutos.
Cuando Dionisio y Víctor salieron por fin del bosque, apartando las ramas mojadas de los pinos, deliberaron unos minutos y decidieron seguir por el talud, avanzando por las terrazas de tierra seca, reforzadas con piedras, que formaban como anchos peldaños. Y, mientras caminaban, hablando tranquilamente, los perros lanzaron una súbita queja, como un gemido de resentimiento: guau, guau; agarraron las escopetas. «¡La tienen a la vista!», gritó Dionisio y Tomás vio por un instante el pelaje de la liebre y, detrás de ella, las alargadas siluetas de Lutnia, Dunaj y Zagraj. «¡Se fueee!» exclamó Romualdo. «Inútil seguirla.» Y contó la historia de unos cazadores que, mientras los perros corrían tan lejos que apenas podían oírles, se sentaron a jugar a las cartas debajo de un árbol. De pronto, la liebre cruzó a toda velocidad por encima de las cartas. Esta historia indignó a Tomás por parecerle un ejemplo claro de la sacrílega actitud de las personas ante los problemas esenciales. Sospechas, no del todo fundadas, le insinuaban que, para ciertas personas, la caza no tiene más importancia que la que pueden tener las cartas o el vodka, y no es para ellos más que un simple pasatiempo.
La queja furiosa se transformó en un ladrido regular que iba alejándose. Sin prisa, se situaron en sus puestos Los arrendajos graznaban, inquietos por su presencia. Tomás fijaba toda su atención en la línea del sendero frente a él, pero se oyeron dos disparos que el eco trajo mezclado al rumor de las hojas. «Es Dionisio», adivinó Tomás, porque Víctor no habría podido disparar dos tiros seguidos con su escopeta de un solo cañón.
Después de una curva, miraron por entre unos troncos y vieron el espectáculo, a escala reducida, como a través de una lente: Dionisio, una liebre a sus pies y los perros. A las alusiones maliciosas de Romualdo, respondió que había fallado el primer tiro. Romualdo bebió de una botella plana, forrada de fieltro. Tomás rehusó cuando se la ofreció bromeando y se preguntó si aquel líquido era compatible con la dignidad de Romualdo el Magnífico.
«Mira, Tomás, tus zapatos ya no sirven.» Era verdad, los zapatos que se ponía para ir a la iglesia no servían para vagar por los prados húmedos. Él, quien se habría convertido casi en un experto, tendría que llevar botas de caña alta, de ser posible con una correa que se abrochase debajo de la rodilla, y, mejor aún (soñaba con ellas), unas botas que le llegaran por encima de la rodilla, como las de Dionisio. El abuelo sería capaz de comprender semejante petición, pero la abuela y la tía se opondrían seguro, las dos por motivos económicos.
36
El abuelo hojeó los tomos de la Historia de la antigua Lituania de Narbut; antes de que Tomás empezara a rebuscar en los armarios que contenían libros antiguos, el abuelo nunca se preocupó por saber qué contenía su biblioteca. Aconsejó a Tomás que llevara aquellos tomos a José el Negro y de él pasaran al padre Monkiewicz. Seguro que cada uno encontraría en ellos algo diferente, de acuerdo con sus propios intereses. El párroco carraspeaba irritado, moviéndose con impaciencia en su silla, cuando leía acerca de la infinidad de dioses y diosas que antiguamente se adoraban en el país, y reconocía las supersticiones que habían extrañamente perdurado hasta hoy, a pesar de sus continuos esfuerzos por erradicarlas. Es difícil saber si este tipo de lecturas es bueno para el alma. Por ejemplo, uno cierra un libro, guarda las gafas en la funda y se dedica a otro quehacer, pero, de pronto, inesperadamente, se le aparece la imagen de Ragutis, tal como lo desenterraron de entre las arenas del bosque; el adiposo dios de la borrachera y la depravación, esculpido en un grueso taco de roble, sonríe con aire burlón; sus pies enormes, calzados con zuecos, le sostienen sin necesidad de apoyo alguno, con toda las vergüenzas cuidadosamente reproducidas, in naturalibus. Y uno no puede dejar de pensar en él.